Morir de risa parece imposible. Pero el atrevido Rubem Fonseca (Minas Gerais, 1925) puede generar esa sensación en los lectores con una escritura diáfana, en apariencia sencilla, y una brevedad tan intensa como un big bang literario. Qué bárbaro y salvaje se revela, como si no quisiera dejar ninguna convención social y política en pie. No hay otro cronista, cuentista y novelista igual. Mete el dedo en las llagas de las diferencias de clases –con una saña peculiar para contrastar a ricos y pobres–, explora las anomalías, las excentricidades y la locura, no por encima del hombro, como si estuviera exento de esas miserias, sino como un igual o un par que desdeña del tono admonitorio. Hay que empezar por el principio de Historias cortas (Tusquets), el primer relato “La lucha contra el prejuicio racial”, para comprobar la destreza con la que narra el brote psicótico de un hombre empecinado en luchar contra el racismo, que tiene un hijo de una mujer negra y una hija de una mujer india. “¿Qué podía hacer? Pensé en comprar una ametralladora para matar racistas, pero no sabía dónde comprar una ametralladora. Pensé un montón de cosas que eran estúpidas e insensatas, pero al final tuve una buena idea: grafitear las paredes de la ciudad con la frase ABAJO EL RACISMO”. 

La figura de Fonseca –autor de libros de cuentos como El collar del perro, Feliz año nuevo (uno de los más pirateados en Brasil porque fue censurado en 1976 por la dictadura) y El cobrador, entre otros– es adorablemente esquiva. No da entrevistas. Aunque varios lo han intentado, su amabilidad y locuacidad se esfuman apenas alguien intenta grabarlo. Pero hay una curiosa excepción. El escritor estaba en Berlín cuando cayó el muro. El periodista Luiz Carlos Azenha lo escuchó hablar en portugués con Ute Hermanns, su traductora alemana, y le hizo algunas preguntas sin saber de quién se trataba. De incógnito, en noviembre de 1989, Fonseca habló para la televisión brasileña. Lo más extraño está en su biografía. Estudió derecho y fue un alumno brillante de psicología en la escuela de policía. En la década del 50, como comisario, operó en el distrito 16, de São Cristóvão, en Río de Janeiro. Después fue enviado a perfeccionarse como policía en Nueva York, y aprovechando su estadía, se graduó como licenciado en administración de empresas.

Lo corrosivo, en Fonseca, tal vez no tenga parangón. Quizá podría ser el resultado de mezclar tradiciones, algo del estilo del checo Franz Kakfa con el austríaco Thomas Bernhard, el uruguayo Felisberto Hernández, Isidoro Blaisten y Hebe Uhart. Blaisten –que pertenece a la gran familia de escritores que han hecho de la risa una de sus mejores armas– tenía una aguda definición del humor: “es una aristocracia del alma”, pero también agregaba: “un humorista es un escritor que se ríe de nervios (…) el humorismo es la penúltima etapa de la desesperación”. ¿Por qué hay tantos “locos lindos” y locos de remate –y un poco más peligrosos– que intentan huir de las inyecciones que reciben en estas Historias cortas? De pronto el hombre que quiere comprar una pirámide como las de Egipto, toma Rohypnol, Prometazina y recibe “estímulo eléctrico”. Más raro aún es el relato que abunda en el “drama” de un hombre que siempre tuvo sexo con árboles. 

En una de las historias, “Un buen trabajo”, la voz que narra es la de un ladrón que antes tuvo un “trabajito de mierda” como portero de un edificio. “¿Una persona se vuelve ladrona porque es pobre? Qué estupidez, hay más ladrones ricos que ladrones pobres, está comprobado que un ladrón, entre más dinero tiene, más dinero quiere. Eso ladrones que abundan en nuestro gobierno –ejecutivo, principalmente, legislativo y judicial– roban sin parar por años, abren cuentas en paraísos fiscales a su nombre, a nombre de sus parientes y de sus amantes, principalmente de sus amantes, los ladrones ricos tiene amantes, siempre”. Esa voz está construida de manera que suene verosímil y que el disparate de las cavilaciones del personaje no descarrile por fuera de un “realismo visceral”, etiqueta que reviste una gravedad de la que el propio escritor huiría un tanto espantado. El gran narrador brasileño a la par que se sirve del sentido común lo desmonta literariamente, un doble movimiento extraordinario, poco frecuente, en el entramado de conversaciones, diálogos o monólogos interiores. “¿Disturbios mentales? Yo soy ladrón y no estoy chiflado, ni tengo ningún disturbio mental. ¿Y qué carajos es exactamente un disturbio mental? Cada especialista cree que es una cosa diferente. O sea, un montón de cosas. Esos especialistas no saben un carajo. Cuando era pequeño los especialistas decían que comer huevo hacía daño, ahora nos mandan comer huevos todos los días”.

La pieza más corta, titulada “El pedo”, es una miniatura que condensa el desparpajo de Fonseca, un maestro en el arte de la risa desesperada.