Un zueco de aspecto amenazante, que obligaba a caminar sobre una decena de pequeños serruchos verticales incrustados en la suela, mira a los visitantes desde una de las vitrinas. Aunque parezca un arma de guerra tenía un objetivo más inocente: triturar las duras cáscaras de las castañas en la región francesa de Auvergne en el siglo XIX. Un poco más allá, un zueco de cuero forrado de paja y armado sobre una suela de piel de oso da cuenta del más antiguo calzado conocido en Europa: es la réplica exacta del que perteneció a Otzi, la momia del Tirol, hallada intacta entre Italia y Austria y con una antigüedad estimada en más de 5000 años. Entre uno y otro hay un desfile incesante de los zapatos más variados que conoció la humanidad: mostrarlos, estudiarlos y promover su conocimiento en relación con las culturas que los crearon es el objetivo declarado del Museo Bata de Toronto, una pequeña-gran joya situada en el centro de la ciudad canadiense que exhibe una de las mayores colecciones de calzado del mundo.

UNA LARGA HISTORIA Tomás Bat’a, su hermano Antonín y su hermana Anna fundaron Bat’a Shoe Company en 1894 en Zlín, hoy República Checa. A pesar de los avatares que les depararía el siglo XX –con dos guerras mundiales de por medio– fue el puntapié inicial de un éxito duradero que innovó tanto en los materiales (construyendo zapatos de lona cuando había escasez de cuero) como en la producción mecánica de una industria que había sido hasta entonces esencialmente artesanal. En la Checoeslovaquia anterior a la Segunda Guerra Mundial, fue la primera en incentivar a los empleados compartiendo los beneficios de la compañía; Zlín se transformó en una ciudad fábrica –una de las varias “Bataville” que habría alrededor del mundo– e introdujo los “Bata prices”, es decir el “precio psicológico” que termina en .99 en lugar de cifras redondas.  

La historia de Bata en Canadá empieza en 1964, cuando la compañía mudó su cuartel general a Toronto. En 1979 nació la Bata Shoe Museum Foundation, corolario de la impresionante colección que empezara a formar la arquitecta suiza Sonja Bata –esposa de uno de los herederos de la compañía– a partir de los años 40. En los viajes que la llevaron sucesivamente alrededor del mundo por negocios, Sonja se interesó por la cultura asociada al zapato y empezó a reunir piezas tradicionales de las más remotas regiones: cuando la colección superó los espacios posibles de cualquier depósito, promovió la construcción del Museo del Zapato Bata en el centro de Toronto y le encargó la obra al arquitecto Raymond Moriyama…   que se inspiró casi naturalmente en una caja de zapatos. No solo en la forma exterior: también las galerías interiores y los espacios de almacenamiento fueron diseñados para proteger el calzado que contienen, y el techo en ángulo fue creado expresamente “para sugerir una tapa que descansa sobre una caja abierta”. El Museo Bata de hecho busca conservar más que restaurar: “El calzado usado –asegura– tiene un significado cultural mayor que los prístinos zapatos sin usar. Las señales de uso en el cuero y en las suelas, incluso las alteraciones y modificaciones, indican que son zapatos reales usados por personas reales”. Y son más de mil en los cinco pisos del edificio, que junto con objetos relacionados conforman una colección de 13.000 piezas.

Graciela Cutuli
Creaciones de Roger Vivier, uno de los iconos del diseño del siglo XX.

MILENIOS DE CALZADO Las cuatro galerías del Museo Bata abarcan unos 4.500 años de historia del zapato, con eje en la colección semipermanente All About Shoes, en tanto las demás exhiben muestras temporales. La entrada misma pone en tema: en la caja de las escaleras que dan acceso a los diferentes pisos, pende una escultura conformada por zapatos de cristal realizada por Jim Hake, artista canadiense que cuenta haberse inspirado en el amor de su madre por sus zapatos, “perfectamente organizados en cajas etiquetadas”. La suya también es una admiración casi religiosa: “Zapatos coloridos, como joyas, giran en la luz y remiten al encanto de las catedrales, al tiempo que jugan con el potencial caleidoscopio de formas y materiales”.

El recorrido comienza con el sector dedicado a los zapatos de los hombres prehistóricos, creados para protegerse del entorno: sin embargo, a medida que evolucionaba el orden social, el calzado se volvió más complejo tanto en significado como en manufactura, convirtiendo su armado en una artesanía de alta especialización. Los zuecos de Otzi son el emblema de esta sección: tras su descubrimiento, despertaron el interés de un grupo de investigadores checos que partieron en expedición a los Alpes recreando y usando el calzado del hombre prehistórico en su viaje. La conclusión es que eran “cómodos, prevenían las lastimaduras y mantenían los pies calientes y secos”. Lo mismo lo que puede aspirar un buen zapato de hoy. Siguen en las vitrinas las sandalias de los egipcios, halladas como bienes preciosos en sus tumbas, y dueñas de una función simbólica: en el Antiguo Egipto, quitarse los zapatos frente a alguien era señal de respeto a un superior. La India está representada con las paduka del siglo XVIII, altas sandalias con plataformas de plata probablemente usadas por una aristócrata en ocasiones importantes o una boda. Y más lujosos todavía resultan los zapatos de algunas culturas africanas. Entre los asante, las sandalias se embellecían con adornos dorados a la hoja: un gobernante de esta etnia ghanesa jamás debía tocar el piso con los pies, de modo que había un oficio especial de portadores de calzado que debían reemplazar el de su rey en caso de que se rompieran. El desfile de zapatos sigue con el Renacimiento y sus lujos, los zapatos de los Tudor y los recubrimientos de las armaduras; los tacos altos que comenzaron a arrasar en Europa en el siglo XXVIII –para hombres, mujeres y niños– y el calzado-pantufla de los papas. Un par de terciopelo rojo, que perteneció a Benedicto XV, recuerda el privilegio de usar ese color reservado exclusivamente a los pontífices católicos.

Un sector especial está dedicado asimismo a la vestimenta y calzado de los pueblos del norte de Canadá, sometidos a las más extremas exigencias del clima... pero capaces de enfrentarlas con zapatos forrados de plumas. En el resto de las galerías, los tiempos más modernos también se hacen su lugar. Desde las zapatillas doradas con alas de Adidas, inspiradas en los pies alados de Hermes, hasta las delicadas creaciones de Salvatore Ferragamo y otros diseñadores italianos, la era de la elegancia y la variedad se impone. Allí están los stilettos concebidos por el francés Roger Vivier, pero también las botas texanas típicas del oeste estadounidense o los zapatos inspirados en leyendas como la de Cenicienta. 

Junto a la colección semipermanente, el Museo Bata organiza entre una y dos nuevas exhibiciones temporales cada año. Hasta abril de 2018 se puede ver Fashion Victims: The Pleasures and Perils of Dress in the 19th Century, para descubrir las curiosidades de la moda decimonónica –por ejemplo los motivos del auge del violeta, el lila y el púrpura– y este año abrirá también The Gold Standard: Glittering Footwear From Around Globe, para revelar el sempiterno gusto de la humanidad por andar calzado con brillos en los pies. Asimismo entre mayo de 2018 y enero de 2019 habrá un homenaje especial a una de las figuras más relevantes del arte moderno del calzado: Manolo Blahnik, considerado como uno de los diseñadores que lograron fusionar artesanía y arte... de la cabeza a los pies.