Poner un pie delante del otro y avanzar. O bien poner un pie detrás del otro y retroceder. De la forma que fuere, Agnès Varda sigue caminando, incansable. Aunque ahora, en su última película –codirigida junto a un fotógrafo y artista visual francés conocido por las siglas JR–, ya no lo haga hacia atrás, como ocurría hace diez años en Las playas de Agnès, viaje hacia el pasado y autorretrato rico en anécdotas y reflexiones que, a pesar de su vitalidad contagiosa, no podía leerse sino como testamento fílmico. La veterana directora franco-belga (nació en Bruselas, pero pasó gran parte de su vida en el país vecino) está a punto de cumplir noventa años y el Oscar honorífico a su extensa carrera –premio que acaba de entregársele, hace apenas algunas semanas– no hace más que confirmar el paso inevitable del tiempo. 

A pesar de ello, como contrapeso de ese bronce que suele anteceder ominosamente a la inscripción en piedra, su último largometraje fue nominado por la Academia   de Hollywood en el rubro Mejor Documental, hecho que seguramente figurará en futuras trivias como dato curioso y, más importante aún, acabada confirmación de que el apellido Varda debe figurar en la columna opuesta a la de la veneración retrospectiva, la de aquellos talentos congelados en un pasado remoto. La señora petisa, “rechoncha y feliz” (Varda sic) y de cabello bicolor, la misma que hace 63 años producía y estrenaba, no sin dificultades, La Pointe Courte, su primer largometraje (antes que Truffaut, Resnais, Godard, Rohmer, Chabrol y demás nuevaoleros del margen derecho o izquierdo del Sena tuvieran en vista hacer lo mismo), haciendo debutar de paso a Philippe Noiret; la misma que estudió fotografía durante su juventud y acumuló a lo largo de toda una vida infinidad de momentos robados a la realidad, aquí y allá; la misma que supo ser madre de dos hijos –uno de ellos, hijo del realizador Jacques Demy, su gran amor– para verlos seguir otros derroteros artísticos; la misma que siempre descreyó de la repetición de formas, prefiriendo en su lugar el cambio, la experimentación, la prueba y el error; la misma señora petisa, rechoncha y feliz que supo ser una jovencita bajita y de mirada inquieta continúa filmando a toda costa. Aunque, según ha confesado, ahora le cueste un poco más que antes. 

Presentada en el Festival de Cannes el año pasado –donde obtuvo el premio Golden Eye al mejor documental de todas las secciones–, Visages villages es el último eslabón un una filmografía documental –tan relevante como la ficcional, aunque un poco menos reconocida– cuyo mayor mérito tal vez sea la capacidad de observación y reflexión paciente, evitando, como si se tratara de la peste, imponerle ideas previas o preconceptos a la realidad que se pasea delante del lente de la cámara.

Rostros. Pueblos. Esa es, en esencia, la cuestión. JR, artista plástico nacido en 1983, toma fotografías de personas comunes y corrientes, las amplía a tamaños gigantescos y las exhibe en la mayor galería de arte del mundo: el mundo mismo. Paredes, grandes estructuras edilicias, tanques de agua, trenes, containers apilados en el puerto: cualquiera de esas construcciones puede convertirse en la tela en blanco ideal para sus intervenciones. No resulta nada raro que esas obras hayan llamado la atención de Varda. “No nos conocimos en un camino. No nos conocimos en una parada de autobús. No nos conocimos en una panadería. No nos conocimos en una pista de baile”, afirman sus voces durante los primeros minutos de proyección, mientras las imágenes ilustran juguetonamente esas mismas posibilidades. “Él vino a mi estudio, luego fui yo al suyo, y rápidamente el hecho de que íbamos a trabajar juntos se transformó en algo obvio. Fue un amor profesional a primera vista, porque ambos qu eríamos darle a la gente común el valor que se merece”, declaró Varda durante los días caninos, en entrevista con la revista cinéfila online RayOnVert. “Siempre me interesaron los artistas que montan imágenes en las paredes, de manera gratuita, para la gente. Y eso es lo que hace JR por estos días. Cuando las personas entran en su camioneta son muy pequeños y cuando la fotografía está terminada son altos, majestuosos. Yo también tuve siempre la idea de filmar a gente anónima, gente que no tiene poder. Gente que no está acostumbrada a ser reconocida. En la película intentamos darles un lugar, especialmente darles una posición de diálogo, no de pregunta-respuesta. Todo el mundo tiene imaginación e invención”. 

Película de ruta y viaje de descubrimiento, Visages villages acompaña al dúo mientras éste se mueve, inquieto, a bordo de la van de JR, a lo largo y a lo ancho del mapa; como Journal de France lo había hecho hace algunos años junto a Raymond Depardon, otro cineasta y fotógrafo francés aficionado a la conversación y a la observación. Y a los viajes por el interior de su país y el resto del mundo. 

Qué dice en mi pared

La fascinación de Agnès Varda por los murales no es algo novedoso. En el documental Mur murs, realizado en 1980, durante su segunda estadía de cierta extensión en California (la primera había sido a fines de los años 60, en pleno estallido del hippismo y la movilización colectiva en contra de la guerra en Vietman), sus ojos se posaron en la miríada de imágenes dibujadas amorosa o rabiosamente sobre las paredes de Los Ángeles. Lejos del glamour de Hollywood, los muros le murmuraban cosas, como parece indicar la lectura veloz del título en francés. En los barrios bajos, habitados por negros y chicanos, en la población empobrecida y signada por la violencia y la muerte, pero también en su diversidad y riqueza cultural, en sus expresiones artísticas callejeras, Varda encontraba una verdad absolutamente visible a los ojos, pero invisibilizada por el arte oficial. 

“Murales como muros que viven, que respiran, que borbotean. Murales que hablan, se lamentan, murmuran. Murales que… uno grita, el otro no. Murales que no venden nada”, según la descripción de su voz en off –siempre suave, con un dejo de disfonía– al comienzo del film. Uno de los momentos más emotivos de aquel documental, constatación del particular cruce entre comercio y arte, recorre la historia de un mural por encargo, ante la necesidad o deseo del dueño de un negocio de trajes y vestidos de boda en pleno barrio latino. El enorme dibujo, basado en una fotografía, reproducía al dueño del local y a su pareja, ambos vestidos para el casorio. Con el trabajo a mitad de camino, el artista recibía las novedades: la novia había abandonado al hombre, regresando a su México natal. El mural permaneció incompleto durante varios meses, hasta que el dibujante optó por reemplazar a la prometida original por su propia esposa. Los murales fotográficos de JR tampoco intentan vender un producto. O, en todo caso, ese producto en exposición es su misma esencia: figuras humanas, rostros, ojos, manos que no tienen otra cosa que ofrecer que su propia humanidad. Una anciana que se ha convertido en la única resistente ante el desalojo de un complejo de típicas casas obreras se levanta una mañana para encontrar una gigantografía de su rostro en la puerta del hogar, acompañada por las figuras de cuerpo entero de una docena de mineros, réplicas de una serie de fotografías registradas a comienzos del siglo XX. Habitantes de ese mismo lugar en otras eras, fantasmas que regresan a la vida en tamaño XXL, memorias olvidadas que vuelven a palpitar. “No puedo decir nada. No sé qué decir”, sentencia sin acotar nada más, con lágrimas en los ojos. Toda una vida condensada en una imagen, que vale más que cien, mil, un millón de palabras.

En otro momento, Varda y JR viajan a ámbitos rurales, similares a aquellos que la realizadora ya había visitado cuando rodó Les glaneurs et la glaneuse (2000), su estupendo acercamiento al viejo oficio de espigar y su correlato contemporáneo, el “cartoneo”, ya sea por necesidad o elección personal. Allí se encuentran con un campesino solitario, alejado de cualquier clase de imagen romántica. Según Varda, tuvieron la oportunidad de encontrarse “con personas que rompen algunos clichés. Por ejemplo, en el mundo de la agricultura, solemos tener imágenes mentales muy ancladas, pero que no refieren a nada concreto o real. Como este campesino que cosecha 800 hectáreas en soledad y cuyo mejor amigo es su computadora”. 

Una joven mesera de un bar de pueblo se transforma en la nueva atracción del lugar: la enorme reproducción de su imagen –desplegada en el costado de un edificio de dos pisos, en una pose tradicional que remite a la pintura impresionista– es fotografiada a su vez por miles de turistas. Las imágenes de esa imagen atraviesan las redes sociales y son “gustadas” y, a su vez, reproducidas por miles de personas. Un par de fotografías de sendos grupos de operarios de una usina de ácido clorhídrico son exhibidas en uno de los muros de la fábrica. Separadas, pero tendientes a una reunión, recreación simbólica y optimista de una solución a posibles tensiones. Pescados reales que están a la venta reconvertidos en peces voladores. La mirada, siempre. Una visita al oftalmólogo recuerda a Varda la famosa escena de violencia ocular en El perro andaluz. Más miradas: JR observa a Varda a través de sus lentes oscuros, que nunca parece quitarse y que a la cineasta les recuerdan a los clásicos anteojos de Jean-Luc Godard. Y tiene mucha razón: bajo determinados ángulos, JR se asemeja a JLG en sus años de juventud. 

La directora y la película citan directamente a Godard en varias ocasiones e, incluso, un recorrido por el Louvre desemboca en un improvisado homenaje a la insigne escena de Bande à part. Casualmente o no, durante los últimos minutos del film, la dupla viajera viaja a Rolle, la pequeña ciudad suiza donde el director de Sin aliento vive recluido desde hace décadas. A pesar de su legendaria reticencia a dar entrevistas, viajar a festivales o, simplemente, dejarse ver, todo parece indicar que la visita fue consensuada por el dueño de casa con anterioridad. Lo que sigue es el momento más inesperado y triste en toda la película, un plantón y desaire coronado por un malicioso comentario en forma de acertijo que claramente quiebran a Varda. Una breve escena que la directora dudó en dejar en el corte final del film. “La intervención bizarra de Godard reorientó completamente la estructura de Visages villages y JR lo notó de inmediato. Es por ello que él afirma en cámara que Godard terminó escribiendo junto a mí el final de la película”.

La cercanía de la muerte

En Cleo de 5 a 7 –su largometraje más célebre, junto a Sin techo ni ley– la joven interpretada por Corinne Marchand esperaba los resultados de unos estudios médicos al tiempo que imaginaba la posibilidad de padecer un cáncer, de tener por delante los últimos tramos de su vida. “Es bueno recordar a los muertos y algunos lugares los traen de vuelta con más facilidad”, dice Agnès Varda al visitar la ex casa del fotógrafo Guy Bourdin, poco antes de recorrer una playa atravesada por la instalación artística menos esperada: un bunker aéreo de los tiempos de la Segunda Guerra que cayó desde la altura de un peñasco y quedó clavado en la arena (superficie ideal, desde luego, para que JR superponga una de sus imágenes: Bourdin congelado en sus años de juventud gracias al encuadre de Varda, imprevistamente recostado en una posición que sigue las formas del artilugio). El sentimiento de la cercanía de la muerte está muy presente en la etapa más reciente de su filmografía, a partir de su propia vejez y de la desaparición de aquellos que la acompañaron a lo largo de su vida y su carrera. 

Irónicamente, de manera consciente o inconsciente, esas mismas películas le contestan de manera desvergonzada a aquello que resulta inexorable, con una energía infecciosa y feliz. El acto de crear como antioxidante y antídoto temporal contra el final. El autorretrato con la muerte de Arnold Böcklin aparecía homenajeado en un fugaz momento de Mur murs. Películas como Visages Villages le roban el violín a la Parca y ejecutan una breve sinfonía dedicada a la celebración de la vida –de las vidas, en plural: la propia y las ajenas–, con un talante amoroso y un afecto inconmensurable por el otro. Aquel que es mirado por la cámara, pero que también mira. La vida afecta al arte, no caben dudas. A veces, también el arte logra afectar –mucho, un poco, algo– a la vida. En el caso de la casi nonagenaria “abuela de la nouvelle vague” esa interacción es tan simbiótica que uno resulta absolutamente indistinguible de la otra.