Con el dios de la cuna ahogado en el Atlántico, eligió vivir amparado en la poesía. El destierro gritaba ronco en los silencios de su padre, quien decidió abandonar Castilla el mismo día en que los peces del Duero se convirtieron en cuchillos. La hoja de ruta del viaje hacia el fin del mundo contaba con dos consignas, hallar un sitio lejos de volcanes y terremotos, más lejos aún de cielos manchados por aviones bombarderos. Trabajó la tierra sin escuela ni recreos hasta teñirla de rojo. Entre linos y girasoles enterró su infancia junto a su brazo derecho. Anselmo Blanco permanecía inmóvil durante horas, en las esquinas que miraban al norte de la plaza Buratovich, con sus zapatos lustrados pisando el filo del cordón de la vereda y su corazón al borde de un acantilado. Mataba el tiempo imitando silbidos de aves, cantando tangos y recitando poesías. Con su brazo izquierdo cruzado sobre su espalda y la manga derecha de la camisa flameando cual bandera de rendición, nos atraía como un faro en las aburridas tardes sin pelota. Entre bromas inocentes y risas desubicadas nos fuimos acercando con el encanto que genera lo distinto. De tanto mirar el cielo, no le había quedado tiempo para odiar a nadie. Esperaba los silencios para contestar lo que nadie le había preguntado. Su voz chiquita calaba como agujas en nuestras almas inocentes. No usaba ejemplos para cerrar ideas, sólo poesías. "Mirar el firmamento es como observar el mar desde abajo. Bandadas de pájaros lo cruzan cual cardúmenes, oleadas de nubes lo pueblan con continentes pintados por el viento. Hoy las nubes me trajeron/ volando el mapa de España /¡ Que pequeño sobre el río / y qué grande sobre el pasto / la sombra que proyectaba!" Creía en el destino y en la reencarnación con la misma fuerza. Sostenía que estaba predestinado su alejamiento de la escritura y que su misión consistía en interpretar la naturaleza, leerla y enseñarla. Anselmo Blanco era un solitario que hablaba en plural. Elegía palabras sentidas para enseñar ciencias naturales y hacernos saber que éramos parte de dicho sistema. "Nunca saquen un pie de la infancia. Defiendan su esencia. No existe la miel artificial. Mientras la abeja fabrica, melifica, / con jugo de campo y sol, / yo voy echando verdades/ que nada son, vanidades/ al fondo de mi crisol". Culin Galfione se animó una tarde sin sol a preguntarle por el vacío evidente. "Los únicos cachorros que trabajan son los de la raza humana.Trabaja y mientras trabaja / masculinamente serio, / se unge de lluvia y se alhaja / de carne de cementerio". Sus finales recitados siempre nos dejaban sin palabras. No pude evitar leer con su voz, muchos años después, los poemas de Alberti, Machado y Hernández que afortunadamente se cruzaron en mi vida. Muchas veces, en secreto, supe desviar el camino de regreso de la escuela, para seguir aprendiendo con aquel viejo. Conmigo hablaba casi exclusivamente sobre aves. "La tierra envidia a los pájaros tanto como los hombres, la primera intenta alcanzarlos mediante los árboles, nosotros volamos con los pensamientos. El poeta es aquel que puede hablar con los seres alados", solía repetirme convencido. "En las grandes ciudades, la naturaleza se mudó al primer piso. Tenés que acomodar el oído en esa dirección. Con el tiempo escucharás variadas sinfonías en lugar de ruidos de bocinas y motores". Aseguraba también que todo artista se reencarnaba en ave y viceversa. Con su oído afinado podía escuchar el silbido de una calandria a varios árboles de distancia. "Silencio, puede ser la pulpera de Santa Lucía, uno nunca sabe" Dejaba de hablar para escuchar la melodía de un zorzal. "Siempre tenés que pensar que puede ser el mismo Gardel el que te está regalando un concierto". En alguna oportunidad me sentí ofendido por un comentario, aparentemente casual. "A los pobres hombres que enjaulan animales destinados a volar, sólo le recomiendo que abran las puertas de sus pequeñas celdas y dejen que elija el prisionero". Probablemente, al sentirme atacado, elegí contratacar. "Mi papá dice que usted está loco, que nadie se reencarna en nada, que cuando uno muere se termina todo, que usted habla por ignorante". Sin variar el tono de su voz, optó por tomar el rol de encuestador. "Puede que tenga razón. ¿A qué se dedica tu padre?". Casi gritando le contesté apurado, trabaja en I.M.S.A., pero sabe de todo tiene un almanaque colgado en la cocina, desde donde lee todos los días citas de distintos filósofos. "Entonces tu papá es un elegido, amiguito, nadie más sabio que aquel que pueda leer el paso del tiempo", fue su respuesta para tranquilizarme. Pasó mucho tiempo antes de que decidiera abrirle las puertas de mis tramperas a todos mis seres queridos. Lo que se olvidó de contarme Anselmo, fue la plenitud de espíritu que puede alcanzar el carcelero con sólo observar el libre vuelo de todo aquello que había considerado objeto de su propiedad. Estos recuerdos pasaron por mi mente en unos segundos hace algún tiempo, mientras observaba a un grupo de pibes cazando cabecitas negras con el brutal sistema del pega‑ pega, pegamento colocado en alambres y ramas en donde quedan las patas del animal adheridas imposibilitando su despegue. Uno de los cazadores arrojó hacia un costado un ejemplar pichón que, en su afán por liberarse de la trampa, había perdido la mitad de su ala derecha en el intento. Levanté a la víctima, le hice curaciones y creyendo que no pasaría la noche, lo dejé en una caja de zapatos. Desde aquél momento me acompaña con su presencia desde una jaula sin puerta. El espejo me devuelve los cambios lentos, pero irreversibles de mi cuerpo, más nada dice de la metamorfosis de mi alma. Tal vez, se encuentre saliendo de la caverna del escepticismo en la que habitó tanto tiempo y resida actualmente en el umbral de lo místico, o quizás se trate solamente de un homenaje, un juego nostalgioso de mi mente, lo cierto es que en las silenciosas tardes de invierno, me gusta acomodar mi soledad en medio del patio y dejar volar libremente mis pensamientos empujados por los vientos poéticos de los eternos recitados del manco Blanco.

 

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