Hay milagros y milagros, pero este es particularmente llamativo porque lo milagroso es que en esta Buenos Aires demolida y acosada se hizo cumplir la ley. La destrucción de una cisterna de agua de lluvia en lo que fuera la casona de los Ezcurra, parientes políticos de Rosas, en pleno Centro Histórico, terminó con la primera condena por la casi desconocida ley que cuida el patrimonio porteño. Hay una condena penal a dos años en suspenso, una multa creciente por ignorar las clausuras y un arreglo para crear un museo de sitio y reconstruir lo dañado. Hasta hay un héroe, el fiscal Federico Villalba Díaz.

Esta historia fue tapa de este suplemento a fin de año, cuando se supo de una de las tantas avivadas que se hacen rutinariamente en esta ciudad porque nadie hace cumplir la ley. En Moreno 550, frente al lateral del Colegio Nacional de Buenos Aires, se está construyendo otro de esos edificios de diseño anodino y olvidable, pero rentables. Como esa cuadra estaba muy deteriorada por el enorme edificio de la esquina de Bolívar, ocupado por muchos años, el predio era un estacionamiento a cielo abierto. Pero el edificio ocupado es ahora un hotel pretencioso, Bolívar es una semipeatonal con barcitos y Moreno anda con ganas de reciclarse.

Ese lugar maltratado está cargado de historia como pocos en Buenos Aires, lo que no extraña por su cercanía a la Plaza de Mayo. Moreno a esa altura es de las calles más viejas de la ciudad, parte del éjido fundacional. El terreno es parte de lo que fue el caserón de los Ezcurra, la familia de Doña Encarnación, esposa de Juan Manuel de Rosas, quien nunca tuvo una casa importante en la ciudad. De 1829 a la batalla de Caseros en 1852, la casa de los Ezcurra fue la residencia del Restaurador y, excepto para ciertas ceremonias, la efectiva casa de gobierno argentina. Caído Rosas, el lugar pasó a ser propiedad del gobierno bonaerense y luego del Correo, hasta que en 1901 se vendió todo, la propiedad fue dividida y demolida, y desapareció todo rastro de esta arquitectura de la transición entre la colonia y la primera república.

Pero como en tiempos idos no demolían con la saña actual y no cavaban cocheras, la ciudad vieja sigue guardando tesoros olvidados bajo tierra. El muy creativo empresario César Menegazzo Cané tuvo la alegría, a principios de milenio, de mudar su papelería Wussman a un viejo edificio al lado de la Biblioteca Nacional de la calle México. Ahí se encontró con que la casona era del siglo 18 y cavando patios se encontró con una cisterna igual a la de los Ezcurra pero más chica. Cané cavó a su alrededor, la consolidó con una discreta estructura de hormigón y creó un fascinante espacio subterráneo techado con vidrio blindado. Era un atractor único, algo inédito en un local comercial.

Pero el proyecto para Moreno 550 no tenía de ninguna manera semejante fantasía y buen gusto. La empresa de José Kohon comenzó a cavar y cuando apareció la cisterna, enorme, fueron los vecinos los que avisaron a la Ciudad, que envió a sus arqueólogos. La ley en estos casos es poco conocida pero clara y obliga a que se pare la construcción hasta que se estudie y analice lo encontrado, se retire lo portable y se decida qué hacer con lo inamovible. La constructora dejó entrar a los arqueólogos amablemente un par de veces, pero cuando la cosa se empezó a demorar arrancaron de nuevo. En un intento de defensa, el titular de la empresa dijo luego que había entendido que ya habían terminado. El argumento era tan absurdo que fue retirado con amabilidad de la versión digital de Clarín, aunque por suerte quedó en el papel.

Lo que descubrieron y luego destruyeron las topadoras es una estructura hasta difícil de entender en estos tiempos. El agua siempre fue un problema en la ciudad colonial, con lo que todos aprendimos de los aguateros en el colegio. Otro rebusque era juntar el agua de lluvia, con lo que muchas casas tenían sus techumbres dirigidas hacia un patio con pluviales y declives que llevaban ese recurso a una cisterna. Esta era un pozo hábilmente cavado con forma de olla y revestido con ladrillos y un cemento durísimo, impermeable, romano. Bastaba poner un sapito al fondo y una tapa calada arriba, y se resolvía un problema grave. Las topadoras, de paso, también encontraron el cercano pozo de basura “seca”, donde se tiraban platos, botellas, lozas y demás objetos que no podían contaminar el agua. Estos pozos son de los que alegran a los arqueólogos, tan lindos que las Galerías Pacífico tuvo por años vitrinas con los objetos encontrado cuando se hizo el shopping.

Pero nada de esto detuvo a las topadoras de la firma. La Ciudad reaccionó bien y clausuró la obra, pero la firma rompió la clausura. La Ciudad volvió a clausurar el lugar y ahora se discute en sede judicial si la empresa volvió a romper las fajas o atendió una situación de riesgo, apuntalando medianeras. De esto depende que la multa sea de 120.000 o de 240.000 pesos. Lo que quedó en claro fue que la clausura era definitiva hasta que se resolviera el caso de fondo, el de la destrucción de una pieza de patrimonio histórico. Aquí vale aclarar que para la ley, cargarse la cisterna con topadoras es lo mismo que quemar un libro o usar una carta histórica para envolver fruta. 

Terminada la feria judicial, la Fiscalía General de la Ciudad avanzó con la causa y eventualmente el empresario aceptó un juicio abreviado, se declaró culpable de haber cometido un daño calificado al patrimonio protegido de la ciudad y aceptó una pena de dos años en suspenso. El fiscal Villalba Díaz aceptó esta pena leve porque Kohon le propuso, como compensación, reparar la cisterna de acuerdo a las reglas del arte, dejar que los arqueólogos hagan su trabajo -es posible que haya otra cisterna en el terreno- y crear un museo abierto al público en ese subsuelo. Esta propuesta de Kohon significa sacrificar las cocheras del edificio, un dineral.

El juez de la causa, Carlos Bentonilla, tiene que aceptar el arreglo que ofrece Kohon y apoya Villalba Díaz. Si lo hace será la primera condena por daño al patrimonio y una jurisprudencia notable. Al empresario ya le advirtieron que toda la excavación futura será supervisada por el área de arqueología y que la restauración del daño a la cisterna no es cosa de unas bolsas de cemento sino un trabajo con especialistas, en serio. 

De esta historia quedan varias lecciones. Una es que con el marco legal actual se puede frenar el vandalismo de los especuladores, si se quiere. El problema es que raramente se quiere y sin los vecinos movilizados todo queda en la nada. La otra es que invertir en emprendimientos pensados de este modo, quebrando leyes e ignorando la altísima posibilidad de encontrar yacimientos arqueológicos, es una manera complicada de perder dinero. Con un poco de buen gusto e imaginación, se podrían ahorrar estas sanciones, estas demoras, estos papelones. Y si se duda, basta preguntarles a los genios del Roccatagliata, un horror que amenaza ser interminable y que ya rompió toda posibilidad de ser rentable.

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