CONTRATAPA

Si esto no es un hombre

 Por Juan Forn

Todos creemos que conocemos su historia: el sobreviviente de Auschwitz, el autor de Si esto es un hombre, el hombre que durante cuarenta años demostró que era posible la vida después de Auschwitz, hasta que se tiró por el hueco de las escaleras de su casa desde un tercer piso y se desnucó, en 1987. Pero hay infinidad de cosas más que asombran en Primo Levi. El tipo acababa de recibirse de bioquímico en Turín, cuando fue capturado por la milicia fascista y enviado al campo de detención de Fossoli (de donde sería deportado a Auschwitz). Cuando por fin logró volver a Turín, después de sobrevivir al campo y a un año de increíbles peripecias por los territorios soviéticos de posguerra, Levi retomó su puesto como bioquímico en la misma fábrica de pintura donde trabajaba antes de ser capturado y donde permaneció cuarenta años, hasta jubilarse, un año antes de su muerte.

A lo largo de esos cuarenta años, cada día cuando terminaba su jornada laboral, se quedaba escribiendo un par de horas en la fábrica vacía. Su obligación como sobreviviente era dar testimonio, decía, y escribió sus experiencias usando como modelo los informes semanales que le pedían en la fábrica, intentando la mayor claridad y precisión informativa. Uno de los méritos más asombrosos de su obra es que no muestre nunca odio ni rencor por los nazis. El lo explica así: “He preferido el lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamento de la víctima ni la ira del vengador, porque mi palabra resultaría más creíble cuanto más objetiva y desapasionada fuese. Sólo así cumple su función el testigo para el juez. Y el juez son ustedes, los que leen”.

Levi tardó un año en escribir Si esto es hombre. Al terminar lo llevó a la editorial Einaudi pero se lo rechazaron. Consiguió que un sello ignoto se lo publicara, pero lo dejaron durmiendo en un depósito los ejemplares de la única edición hasta que, once años después, la misma persona que había rechazado el libro en 1947 se lo pidió para publicarlo en Einaudi: se trataba de la escritora Natalia Ginzburg, no sólo judía y antifascista sino también viuda de Leone Ginzburg, asesinado a golpes por los nazis en la cárcel de Regina Coeli en 1944.

Aunque ganó todos los premios literarios importantes de Italia (y sus diez libros son, estilísticamente hablando, formidables), Levi nunca se consideró un escritor exactamente. Seguía prefiriendo la definición inicial que había dado de sí mismo: un testigo, alguien que daba testimonio de ese medirse a la manera de los personajes de Conrad, intentando dilucidar hasta dónde llegaban sus límites y los de los demás como personas. En el capítulo más emocionante de su último libro (Los hundidos y los salvados), publicado meses antes de morir, Levi cuenta el sacudón que le produjo la noticia de que Si esto es un hombre se iba a publicar en Alemania: “Si bien yo había escrito mi libro en italiano, para italianos, sus verdaderos destinatarios eran los alemanes. Y no los alemanes del futuro sino aquellos que yo había visto de cerca, aquellos que habían creído en Hitler, o que no creyendo se habían callado, aquellos que no habían tenido el mínimo valor de mirarnos a los ojos, de murmurarnos una palabra humana”. El libro de Levi se publicó en 1960 en Alemania y se reeditó muchas veces a partir de entonces. En Los hundidos y los salvados, Levi dice que desde 1960 a 1987 recibió exactamente cuarenta cartas de alemanes que leyeron su libro. Una de ellas, escrita por una mujer, dice: “Tal vez usted no se dé cuenta completamente de cuántas cosas ha dicho implícitamente de sí mismo, y por consiguiente del hombre en general. Eso es precisamente lo que confiere peso y valor a cada página de sus libros”.

De todas las impresionantes confesiones y reflexiones sobre la condición humana hechas como al pasar por Primo Levi en sus libros, yo me quedo con dos. Una la dice cuando explica por qué no se ve a sí mismo como un intelectual, por qué el escritor que es le debe más a la bioquímica que a la literatura: “He adquirido con mi oficio una costumbre que sé que puede ser juzgada de maneras diametralmente opuestas, pero así soy: nunca he sido capaz de verme diferente de los personajes que la ocasión me pone delante”. La segunda es una divergencia que tiene con el filósofo Jean Amery, otro sobreviviente de Auschwitz que volcó sus experiencias en libros antes de suicidarse. Amery había dicho que en el lager no se pensaba si se iba a morir porque eso se daba por descontado; lo que se pensaba era cómo se iba a morir. Levi: “Quizá porque yo era más joven, o porque era más ignorante que él, o menos consciente, casi nunca tuve tiempo que dedicar a la muerte. Tenía otras cosas en qué pensar: encontrar un poco de pan, descansar del trabajo demoledor, remendarme los zapatos, robar una escoba, interpretar las caras que me rodeaban. Los objetivos de la vida son la mejor defensa contra la muerte, no sólo en el lager”.

Cuando se dio a conocer la noticia de que Levi se había matado al caer por el hueco de las escaleras de su casa, se especuló que, tratándose del hombre que había hecho del testimonio una forma de vida, debería forzosamente haber una nota si se trataba de suicidio. Pero Levi no dejó ninguna nota. Hay quienes hasta hoy sostienen que cayó accidentalmente (estaba débil, sin recuperarse aún de una operación de próstata, y la baranda de la escalera era baja) al creer oír la voz de su esposa abajo y asomarse para contestarle. Y hay quienes citan el sueño recurrente que Levi describe en el párrafo final de su libro La tregua (que narra su peregrinaje desde que fue liberado del campo por los rusos hasta que llegó de vuelta a Italia): “Estoy a la mesa con mi familia, o trabajando, o con mis amigos, ya les he contado todo lo que pasó, y de pronto el decorado va deshaciéndose a mi alrededor, estoy solo en una nada gris y turbia y de pronto sé que nada afuera del lager es verdad. Que la familia, el trabajo, los amigos, fueron una vacación breve, un engaño de los sentidos. Y oigo en mi oído una voz conocida, que dice una sola palabra. Es la orden del amanecer en Auschwitz, esa palabra extranjera, temida y esperada: Wstawaç. A levantarse”.

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