CONTRATAPA

Somos los piratas

 Por Juan Forn

Curioso el asunto de los piratas somalíes. Si nos guiamos por los diarios, vienen a ser algo así como el nuevo azote de la humanidad, después de la mafia rusa y las maras centroamericanas: durante el último año, han atacado o secuestrado un centenar de barcos y llevan cobrados casi doscientos millones de dólares en rescates. Se los tilda de sanguinarios e implacables, incluso de tener su propia agenda terrorista, aunque los pocos testimonios de rehenes de esos secuestros señalen lo contrario.

El asunto no es nuevo. Según el libro canónico sobre los filibusteros, A General History of Piracy, atribuido durante mucho tiempo a Daniel Defoe (el autor de Robinson Crusoe), pero en realidad escrito por el marino Nathaniel Mist basándose en testimonios directos, los piratas se regían por un código que combinaba el honor y lo comercial, cuyo creador fue el famoso filibustero Morgan (premiado por la corona británica, cuando por fin se entregó, con la gobernación de Jamaica). Tanto Edward Teach, más conocido como Barbanegra, como las mujeres piratas Anne Bonny y Mary Read (quien se hizo embarazar cuando fue capturada para salvarse de la horca) se regían a rajatabla por ese código, en muchos aspectos menos despótico, económicamente más equitativo y de mayor tolerancia racial que el de las navieras esclavistas. Sostiene el historiador marxista Marcus Rediker que en todas las tripulaciones piratas había hasta un tercio de negros, quienes tenían derecho a usar armas, a votar y a cobrar su parte del botín. El capitán de un barco invadido salvaba su vida si todos los miembros de su tripulación aseguraban a los piratas que no era abusivo. Y, cuando los piratas tomaban un barco, elegían por votación al nuevo capitán, que representaba los intereses de la tripulación.

Rediker sostiene que la piratería crece cuando el capitalismo avanza y el Estado retrocede y que los actuales piratas somalíes se parecen mucho a los de hace tres siglos: son violentos y peligrosos, pero no hacen daño a los rehenes que cooperan; se hicieron piratas para salir de pobres (recientemente, un pirata somalí declaró a Associated Press: “No nos consideramos ni la mitad de delincuentes que los que pescan ilegalmente en nuestras aguas, los que descargan desechos tóxicos en nuestras costas, los que venden armas y estimulan las guerras civiles en nuestro territorio”) y seguramente serán erradicados cuando un poder mayor decida que eliminarlos es más barato que tolerarlos, tal como lo demuestra sin proponérselo el capitán francés Patrick Marchesseau en su libro Prise d’otages sur le Ponant (“Toma de rehenes en el ‘Ponant’”).

Me explico: Marchesseau es el capitán del “Ponant”, un velero de lujo del consorcio multinacional CMA-CGM con capacidad para setenta pasajeros, que hacía cruceros por el Mediterráneo durante el verano y por las islas Seychelles durante el invierno europeo. En marzo del año pasado, luego de reparar una avería en Madagascar, llevaba su nave sin pasajeros por el Golfo de Adén, rumbo al canal de Suez, cuando fueron secuestrados por piratas somalíes. A bordo del “Ponant” iban sus treinta tripulantes (la mayoría de ellos no eran marineros, sino personal de hotel, incluyendo a siete mujeres) y fueron presa fácil de los piratas que los abordaron desde un bote Zodiac, a punta de Kalashnikov. Marchesseau alcanzó a enviar una señal de socorro a los buques de la marina francesa que patrullan las aguas de la zona (parte del operativo antiterrorista internacional Enduring Freedom, que incluye desde cruceros de guerra hasta portaaviones con misiles, helicópteros y comandos paracaidistas, de banderas norteamericana, canadiense, inglesa y francesa).

Luego de revisar el barco en busca de armas y reunir a la tripulación en cubierta, el jefe pirata explicó en rudimentario inglés que no harían daño a nadie y que se irían en cuanto cobraran el rescate de tres millones de dólares. Ordenó poner proa a Ras Asir, en la costa de Somalia, hizo fondear el “Ponant” y procedió al inicio de las negociaciones, por radio, con la sede central de CMA-CGM en Marsella, mientras sus hombres desangraban dos ovejas en cubierta y asaban la carne para alimentar a los rehenes (aunque el “Ponant” tenía dos chefs a bordo y una bodega provista de todo tipo de exquisiteces). Las negociaciones duraron cinco días y el mismísimo Rodolphe Saadé, director ejecutivo de la CMA-CGM, estuvo a cargo desde Marsella, mientras se mantenía comunicado por línea directa con el presidente Sarkozy (Saadé fue uno de los mayores contribuyentes a su campaña). Durante esos cinco días, el “Ponant” fue vigilado de cerca por una fragata de guerra francesa y un portaaviones canadiense, cosa que no inmutó a los piratas. Marchesseau explica en su libro que el dinero del rescate lo iba a pagar la aseguradora de CMA-CGM y que, si bien la extorsión es ilegal para la legislación francesa, si el pago se realiza con dinero privado, no infringe la ley.

Cuando por fin se autorizó el pago del rescate y una lancha a motor llevó el efectivo hasta el “Ponant”, los piratas liberaron su presa y partieron en su Zodiac rumbo a la costa, seguido por un helicóptero del portaaviones canadiense. Marchesseau y su tripulación fueron fletados en un avión de guerra directo a París: el propio Sarkozy los recibió en el aeropuerto, delante de las cámaras de TV, y anunció que los piratas habían sido atrapados por los canadienses, “con autorización del gobierno somalí” (que opera desde Kenia “debido a la falta de seguridad”). Marchesseau se tomó una licencia para escribir su libro y luego lo presentó por toda Francia. Cosa curiosa, la prensa lo trató como un simpático libro de aventuras, y así lo ve el propio Marchesseau, aunque en sus páginas explica como al pasar que, aunque los cuatrocientos barcos de la CMA-CGM (entre cruceros y cargueros) usen bandera francesa, están radicados en un paraíso fiscal del Pacífico Sur llamado Mata-Utu, donde no sólo no hay puerto de aguas profundas sino que la CMA-CGM mantiene allí únicamente una casilla de correos y una dirección de e-mail.

La gran ironía de todo el asunto es que las compañías navieras que hoy piden protección son las mismas que durante años buscaron cualquier resquicio legal para evadir los impuestos y exigencias sindicales de su país de origen. Y precisamente por haber logrado una existencia más allá de las regulaciones y leyes nacionales, no podrían contar con ayuda de ningún Estado, si no fuera por la guerra sin fronteras contra el terrorismo iniciada por Bush. De todas maneras, como señala cándidamente Marchesseau en su libro, los consorcios navieros son por naturaleza muy adaptables: si los barcos que hoy las defienden se fueran mañana del Golfo de Adén, contratarían ellos mismos su servicio de vigilancia. Y si eso les resulta muy caro, les ofrecerán a los propios piratas somalíes que se encarguen de protegerlos (como hizo la corona británica con el pirata Morgan en 1675). De manera que la próxima vez que oigamos la canción de Los Auténticos Decadentes, ya sabemos a quiénes se están refiriendo.

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