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 Por Juan Gelman

Estados Unidos tiene un Poder Ejecutivo de lujo. Lujoso, mejor dicho. Según un prolijo estudio que el Center for Public Integrity (CPI) -organismo no gubernamental independiente– llevó a cabo a lo largo de seis meses, el promedio de la riqueza personal de los miembros del gabinete -Bush hijo y Dick Cheney incluidos– oscila entre 9,3 y 27,3 millones de dólares per cápita, casi diez veces superior al de la administración Clinton. El CPI analizó las finanzas y los haberes de los cien funcionarios de mayor jerarquía del país –presidente y vice, secretarios, vicesecretarios y subsecretarios de Estado, directores de entidades autónomas y miembros de la oficina presidencial– y llegó a la siguiente conclusión: el promedio de la fortuna personal de cada uno de ellos va de 3,7 a 12 millones de dólares. No parece poca plata ni es casual: todos están vinculados con las grandes corporaciones estadounidenses; el 34 por ciento procede directamente de ellas y el 16 por ciento pertenece a firmas jurídicas y/o dedicadas a cultivar los negocios de pasillo en la Casa Blanca y el Capitolio.
Tanto Bush hijo como el vicepresidente Cheney tienen antecedentes e intereses en la industria energética y otros seis miembros del gobierno, entre ellos Donald Evans y Kathleen Cooper, secretario y subsecretaria de Comercio, fueron ejecutivos de empresas del ramo hasta el momento mismo de ocupar sus cargos públicos. Tales empresas son las preferidas de esos cien funcionarios cuando les acontecen las ganas de invertir: manejan en conjunto 221 inversiones en el sector energético con acciones por valor de 144,6 millones de dólares. ¿Tendrá esto que ver con el arrasamiento de Afganistán, necesario para tender el gasoducto con el que la Unolocal hace tiempo sueña; la instalación de bases militares yanquis en Uzbekistán y otros vecinos de la cuenca del mar Caspio, la tercera reserva en importancia de gas natural y petróleo del planeta; las flamantes amenazas de Bush hijo de ampliar su “guerra antiterrorista” contra países como Irak e Irán, grandes productores del hidrocarburo; la creciente vigilancia naval y aérea estadounidense de Somalía, poseedora de yacimientos muy prometedores de oro negro? Pareciera. En todo caso, se ha bautizado “gabinete petrolero” al que ejecuta su poder desde la Casa Blanca.
Samuel Bodman, subsecretario de Comercio que pasó a ese puesto desde la dirección ejecutiva de la petroquímica Cabot Corporation, es el más próspero del grupo: su fortuna oscila entre 49 y 164 millones de dólares. Le siguen el secretario de Defensa Donald Rumsfeld (de 35 a 135 millones) y el secretario del Tesoro Paul O’Neill (de 54 a 111 millones). Otros datos del CPI muestran que esa orquesta millonaria no sólo modula la política exterior de EE.UU. El vicepresidente Cheney se niega a revelar de qué habló y qué acordó en las seis reuniones secretas que mantuvo el año pasado con ejecutivos de la fraudulenta Enron mientras la Casa Blanca diseñaba su nuevo programa energético. Quién sabe si hace falta. Según fuentes del Capitolio, el Comité de Reformas Gubernamentales de la Cámara de Representantes ha preparado un análisis demoledor de 17 rubros del programa que cristalizan otras tantas concesiones en favor de Kenneth L. Lay, director ejecutivo de Enron y, casualmente, íntimo de Bush hijo. Una de ellas, y principal, es la de completar la desregulación del mercado energético interno iniciada por Bush padre. Hay otras. El representante demócrata Henry Waxman señaló que el proyecto del programa se modificó para incluir una disposición destinada a apoyar los negocios de Enron en la India. El programa revisado asentó el legislador en una carta dirigida a Cheney, “benefició a Enron involucrando a dos secretarios del gabinete en el conflicto de Enron con el gobierno de la India”. Dick Cheney pretende que la quiebra de Enron, cuyos ejecutivos robaron y estafaron a accionistas desprevenidos y a 12.000 trabajadores del consorcio obligados a comprar acciones que servirían para garantizar su jubilación, es un asunto meramente empresarial. Es cierto que la perversión del sistema financiero estadounidense propiamente dicho es estructural, pero esa comprobación no basta. La Enron fue la corporación que más aportó a la campaña presidencial de Bush hijo: 736.800 dólares. Thomas White Jr. vendió sus 25 millones de dólares en acciones de la Enron antes de convertirse en secretario de ejército. El procurador general de EE.UU., John Ashcroft, recibió unos 60.000 dólares de Enron para su campaña senatorial. Donald Rumsfeld, titular de Defensa, Peter Fisher, subsecretario del Tesoro, Thomas Dorr, subsecretario de Agricultura, Charlotte Beers, subsecretaria de Estado, y Karl Rove, jefe de asesores presidenciales, figuran entre los 14 funcionarios de los cien que poseían acciones en la Enron. No pocos tuvieron “la suerte” de venderlas antes de su quiebra escandalosa. El gobierno Bush hijo no representa a los trusts. Está hecho directamente por ellos.
En esto el pueblo estadounidense no se engaña. Una encuesta promovida por ABC News y el Washington Post y realizada antes del 11 de setiembre reveló que el 67 por ciento de los interrogados estimaba que “las grandes corporaciones tienen demasiada influencia en el gobierno”; el 64 por ciento, que “las industrias del gas y del petróleo” gozan de “demasiado poder” en Washington y el 72 por ciento, que “los ricos” son demasiado influyentes en la Casa Blanca. Se trata del mismo pueblo que, salvo dispersos islotes de conciencia, aplaude la “guerra antiterrorista” y no ha relacionado todavía una cosa con la otra. Lástima.

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