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| Hoy
Lunes, 13 de diciembre de 2010
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CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Fac. Ing. UBA. Buenos Aires
Para Mario Morán
Estimado Favalli, disculpe
 que me dirija a usted
 en estos términos formales
 pero durante los años que
 lo frecuenté cada miércoles
 –aunque usted no me conoce–
 nunca supe más que su apellido.
 Y éramos muchos los pibes que
 seguíamos sus idas y venidas
 junto a Juan, Franco, Mosca y
 el resto, bajo la muda nevada en
 blanco y negro, dibujada por Solano
 en el Hora Cero Semanal.
Desde entonces, nadie puede
 sentarse a jugar un truco de cuatro
 a la noche en la Argentina sin
 mirar de reojo a la ventana,
 a la espera de que pase o que no
 vuelva a pasar lo que pasó.
 Nadie puede cruzar la General Paz
 viniendo por Maipú sin esperar
 que asomen las antenitas de
 los cascarudos en el terraplén,
 tiemble el suelo de Plaza Italia
 con la llegada de los gurbos,
 nos espere el mano tenebroso
 en la glorieta iluminada de Barrancas.
Para nosotros, profesor, usted era
 simplemente Favalli, ese gordo
 serio y un poco cabrón con pulóver
 de cuello alto y anteojos gruesos que
 siempre sabía –y en eso resultaba
 un poco hinchapelotas– lo que
 pasaba, por qué pasaba y lo que
 había que hacer en cada caso.
 Y si no tenía razón, al menos
 tenía una teoría razonable, una
 versión de la vida que no incluía
 los consejos del miedo ni el
 cálculo mezquino. Claro que,
 a veces, con eso no alcanzaba.
Me acuerdo, justamente,
 cuando estaban refugiados en
 la casa, amargados de pelear
 a los tiros con vecinos envidiosos,
 y su diagnóstico fue que se venía
 la ley de la selva –el todos
 contra todos– y que sólo cabía
 tomárselas a un valle aislado en
 Mendoza o la loma del carajo
 para empezar de nuevo, desde cero.
 Era el fin de la Historia, si se quiere.
Y fue entonces, ingeniero,
 que les golpearon a la puerta del
 chalet y esa vez no fue para
 matarlos ni quitarles lo poco o mucho
 –los bienes y saberes– que tenían
 sino para contarles, simplemente,
 que la Historia –como siempre– continúa,
 que había una invasión, no una desgracia,
 y que había que luchar, sin ir más lejos.
Y ahí le digo, profesor, que usted supo
 adaptarse a la nueva situación
 –al nuevo escenario dirían hoy–
 e incluso a la nueva ideología.
 Que al salir a la calle aprendió de
 los que hacían y se sumó a una pelea
 que no tenía prevista en los papeles.
 Quiero decir –y perdóneme, Favalli–
 que fue más allá de sus libros y su clase,
 y se puso del lado que debía.
Tal vez por eso, ingeniero,
 el costo pagado fue tan alto.
 La última vez que lo vimos –no incluyo
 aquella aparición en la vereda
 del final circular que inventó
 Oesterheld– la imagen fue atroz.
 Marchaba junto a Franco, un
 arma en la mano y el control
 en la nuca: hombre robot con
 la mirada y el alma perdidas en un
 descampado del Gran Buenos Aires
 que si no era José León Suárez
 tenía una tristeza parecida.
Así, viejo Favalli, si le escribo
 ahora, precisamente en estos días
 de saludable pelea, es para decir que
 lo extrañamos. Todos, hasta los pibes
 que lo conocieron hace poco,
 ladero gordo, sabihondo amargo,
 junto al famoso Eternauta, extrañamos
 su gesto, su convicción a la hora
 de elegir de qué lado ponerse,
 para qué usar lo que se sabe
 cuando uno sale o lo arrastran
 a la calle, a la Historia, a la
 arena política, que le dicen.
 Parece que ya no vienen así,
 los ingenieros.
En fin, gordo querido –y disculpe
 esta confianza tal vez desubicada–
 espero que esté bien y acompañado
 de los suyos que son nuestros:
 los compañeros del truco y de
 la lucha, los vivos y los muertos
 de papel y carne y hueso.
 Acá, como sabrá, la lucha continúa.
Un abrazo
 Sasturain, su amigo viejo.

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