CONTRATAPA

8 de mayo, 1945

Por Jack Fuchs*

En agosto del ‘45 nos sorprendió el espanto de Hiroshima, el mundo entero se horrorizó. Pero sólo un año antes, en Varsovia, se había asesinado a un número semejante de personas y el mundo entero fue indiferente. Siempre, desde siempre, hay una gran ansiedad, un inmenso coraje para destruir. Cadáveres, escombros, ruina. ¿A qué clase de juego pertenece esta voluntad tan humana? Y el juego de la destrucción se completa después con un movimiento compensatorio: hay que levantar, recomenzar, construir sobre el polvo viejo de la muerte. La guerra es exuberante, llega muy lejos en su seriedad; en sus preparativos sombríos pone en juego la vida y la muerte como cartas echadas de un juego vertiginoso, inevitable, desenfrenado, y los hombres nos dejamos fascinar tanto por ella, nos esclaviza tanto la matanza, nos arrastramos tanto en la embriaguez de la violencia, tanto confesamos nuestra común servidumbre en la guerra, nuestra falta de soberanía. ¿Y a qué nos somete la guerra? No sé. Pero el siglo XX, el siglo de los grandes avances técnicos, de los grandes progresos en la ciencia, en la medicina, en la física, en la química, fue sin embargo una época cualitativa y cuantitativamente asesina. Se sabe cómo fisionar el átomo pero no se resuelve algo tan elemental como la alimentación. Falta pan, hay muertes por hambre. El trabajo diario de una persona durante ocho horas bastaría para alimentar satisfactoriamente a 150 hombres. El sufrimiento de un niño con hambre basta para comprender que no se avanzó en nada, que no se aprendió nada. La luz del siglo XX, la gran iluminación del mundo, se produjo bajo el auspicio de 190 millones de cadáveres, de los cuales sólo 30 millones fueron soldados.
Se cumplen ahora 58 años desde el fin de la Segunda Guerra, en todo este tiempo traté de comprender, de un modo contradictorio y casi siempre prescindente de premisas lógicas, la experiencia que me tocó en suerte, reconozco mis limitaciones, no sé si haber sobrevivido a los campos es un dato que pueda orientarse en el sentido de la comprensión, a veces creo que sí, creo que conozco algo de la crueldad y la barbarie que duermen en el corazón humano, a veces pienso que sólo estoy confundido, enredado en un problema que no tiene solución. Me consuelo, me digo lo que suele decir un amigo muy querido: “Un problema que no tiene solución quizá no es un verdadero problema”. Pero hay asuntos que todavía me quitan un poco el sueño: ¿Cómo fue posible que Alemania, uno de los países más civilizados del mundo, pudiera producir una ideología tan criminal, una catástrofe de las dimensiones y el tenor que tuvo Auschwitz? ¿Cómo fue posible que muchos intelectuales, filósofos, profesores, científicos y artistas apoyaran la máquina nazi de matar? ¿Quiere decir esto que el saber, la sensibilidad, la formación de los grandes espíritus de la cultura no bastan para autolimitar la voluntad, el deseo primario de derramar sangre? ¿No son suficientes el derecho, la limitación de la ley, la declaración moderna, constitucional, que consagra garantías jurídicas y sociales para el ciudadano? Se ve que no, que nada de lo que la cultura política moderna imaginó como protección de origen, de nacimiento, de ley alcanzan para restringir el sacrificio desnudo de los cuerpos. Las reglas, el orden, van por un lado, lo hechos por otro.
Nos reprochan a nosotros, judíos europeos, que marcháramos indiferentes a la muerte, pero ¿dónde estaban los alemanes que miraban impasibles cómo sus propios hijos iban a la guerra para no volver? ¿Por qué no se rebelaron “los alemanes” contra autoridades tan sanguinarias? Hitler dominó Alemania durante 12 años, del ‘33 al ‘45, en el ‘33 había en Alemania grandes movimientos socialistas, de izquierda, comunistas, al terminar la guerra no escuché que esos sectores se sintieran liberados del peso de la Gestapo, de la amenaza de la policía nazi y de la barbarie concentracionaria. Después de la guerra se sintieron vencidos, derrotados, todavía ahora se interrogan, dejan los hechos en olvido, ignoran que la rendición del nazismo no nos favoreció sólo a nosotros sino también a ellos.
El 8 de mayo de 1945 salí de Dachau, liberado, me llevaron a un hospital en Bavaria, me atendieron con todo cuidado médicos y enfermeros alemanes que probablemente unos días antes me hubieran dejado morir. Es evidente, al menos para mí: en la guerra hay un teatro absurdo, una farsa criminal del sinsentido. Muchas veces digo que a mí me liberaron los aliados, pero ahora me doy cuenta de que no fue así, los aliados no entraron a los campos para liberar a nadie, a mí me encontraron en la campiña, suelto, después de un viaje en tren, y sé que también ahí podían haberme matado.
Pasa el tiempo, y el dramatismo de Auschwitz sigue vivo. ¿Adónde quiero llegar con todo esto? Quizá a ningún lado. Me pregunto por la finalidad de esto que escribo en desorden, lo que me dicta una voz íntima, confieso que me cansa mi propia voz hablándome de esto, entiendo que es más sensato no perseguir ningún fin. Admiro la lógica que tiene explicaciones para todo. No es para mí, no me apacigua, no me tranquiliza. Un día antes de que terminara la guerra querían matarme, dos días después se abnegaban para que siguiera viviendo. Quizá los historiadores, la información, el rigor de los datos puedan decir algo acerca de esta pequeñez. Yo no. Casi a mis 80 años, casi sesenta años después, sólo me queda pensar que el mundo que reciben mis nietos no es muy diferente al mío.

* Sobreviviente de Auschwitz. Educador y escritor.

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