CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

El coimero jubilado

 Por Juan Sasturain

A comienzos del otoño del ’79, a los pocos días de andar por Mar del Plata investigando la desaparición, seis años atrás, del Dudoso Noriega en el mar, Etchenike llamó al comisario Laguna. Habían quedado en buenas relaciones después del caso de los Hutton y el Hotel de Playa Bonita que se narra en Arena en los zapatos. El viejo policía retirado se alegró de escucharlo. Cuando le dijo que andaba de nuevo por La Feliz y que seguramente iba a verlo al Mojarrita, el otro lo acompañó en el sentimiento. Se rieron juntos. Entonces el veterano le contó qué era lo que estaba revolviendo.

–Me acuerdo bien del caso. Ese muchacho Noriega se suicidó, Etchenike –dijo Laguna con convicción–. Estaba medio loco, ya de antes.

–¿De antes?

–Lo del pibe Catoira muerto en Los Gallegos, una cosa ridícula... Todo muy raro. No era un tipo normal, este Dudoso. No habló nunca. Había un collar de perlas robado. Lo agarraron con eso pero nunca habló y cumplió condena. Les costó el puesto a varios, ese asunto. Ese y otros casos, porque fue una seguidilla. Todos los días mataban a alguien.

–¿Quién estaba en esa época? En el ’65...

–Creo que Portaluppi. Un coimero, un desastre. Se jubiló o lo jubilaron al poco tiempo de eso.

–¿Vive?

–Sobrevive. Tenía una quinta, cuatro departamentos. Perdió todo en el Casino.

–Uh.

–Lo bancan en el Hogar Policial y va a jugar al dominó a un boliche enfrente de la estación de trenes, El Trébol. Pero está muy achacado...

–No tanto como yo.

–No diga eso, maestro. Usted puede seguir jodiendo un rato largo.

El veterano agradeció y quedaron en cruzarse cuando apareciera el Mojarrita. Laguna tenía ganas de verlo.

Al día siguiente Etchenike se levantó temprano y se pasó toda la mañana en la biblioteca del tercer piso de la torre amarilla de la Municipalidad, revisando los tomos de enero y febrero del ’65 de la colección de La Capital y El Atlántico. El caso de la muerte del chico Catoira en Los Gallegos había irrumpido en los titulares como último avatar de “una sucesión de espectaculares hechos de sangre ocurridos en muy pocos días” según describían los mismos diarios: un por lo menos interesante suicidio en un hotel alojamiento, el otro adolescente escapado del correccional baleado y muerto al pie de los Lobos, un par de asaltos a mano armada y otras brutalidades. Sin duda que había sido una temporada movida, nada fácil para el semirretirado Portaluppi.

De las crónicas puntuales, no sacó demasiado. Lo evidente era que Noriega había callado para encubrir a alguien o algo. Lo curioso, que hubiese terminado en cana sin que la policía hiciera un solo arresto más.

Salió a almorzar. Caminó por Luro hacia arriba y comió milanesas con papas fritas con un pingüino de blanco en un restorán al lado del Cine Atlantic mientras leía Sendero de perdición, de Prather. Cuando volvió a la calle eran las dos de la tarde, así que tomó un taxi y le indicó que lo llevara a la estación de trenes.

El vetusto Bar El Trébol estaba lleno de humo, de voces y de varias decenas de varones que tomaban café y hacían tiempo hasta volver al trabajo vespertino. En el amplio salón de crujiente piso de madera y techo alto enturbiado de telarañas cabían holgadamente, además de las mesas adosadas al par de ventanas, los dos billares de casín, las tres o cuatro mesas chicas con damero para el ajedrez o las damas, y la media docena de mesas redondas con carpeta en que se agolpaban los que jugaban a los naipes y al dominó.

Etchenike se acercó al mostrador y pidió un café. Desde ahí podía observar con comodidad una mesa en que tres concentrados veteranos y un muchacho jovial jugaban rápida y alternadamente sus piezas de dominó sobre el paño verde, mientras custodiaban sus respectivas filitas de fichas, las hacían sonar a su turno, cada vez.

Uno de los veteranos, de gorra a cuadros, se demoraba en jugar:

–No se me duerma, compañero –dijo el muchacho, sentado frente a él.

El viejo puso finalmente un doble seis y hubo una exclamación:

–¿Qué me hace, comisario?

La movida pareció definitoria, porque tras un par de vueltas más el juego había terminado. Mientras las fichas volvían boca abajo al centro de la mesa, la pareja derrotada se levantó entre bromas y con ruido de sillas. El viejo de la gorra recogió el diario y volvió a un café frío que había abandonado en una mesa pegada al salón familias.

Etchenike esperó un momento, levantó su pocillo y su platito, y fue tras él.

–Comisario Portaluppi –dijo–. ¿Me puedo sentar con usted?

–¿Quién es?

–Un colega: Julio Etchenike. Ahora, privado.

El viejo se sacó la gorra y se rascó la coronilla pelada.

–No lo conozco. ¿Se vive de eso?

Etchenike explicó que era de Buenos Aires, que tenía una jubilación, que era viudo y vivía solo.

–Un subordinado mío puso una agencia de seguridad. Se caga de hambre –Portaluppi se empinó el café–. ¿Qué quiere?

El veterano recién ahí se sentó, y le mencionó con cautela el caso de Salvador Noriega, el bañero.

–Un pelotudo, ese tipo –sentenció el viejo con fastidio–. Primero se manda la cagada y cuando sale, al poco tiempo me entero que se ahogó.

–Usted ya no estaba...

–A mí me jubilan a los pocos meses de lo de Los Gallegos. Me cagaron, porque me faltaba poco. Hubo un tal Cuitiño, que me hizo la cama.

–Fue un verano violento, ése.

–Sí...

Portaluppi sacó un Imparciales y lo encendió sin convidar. Echó humo:

–No me dijo para quién labura.

–No es laburo. Tengo una prima en Maipú que es pariente del pibe Catoira, el muerto de Los Gallegos –improvisó Etchenike–. ¿Se acuerda?

–Un consejo: no labure gratis –dijo el viejo como si no hubiera oído–. La gente es muy jodida.

Etchenike entendió al vuelo. Metió la mano en el bolsillo y sacó el dinero. Contó tres billetes y los dejó sobre la mesa:

–Tiene razón: lo que no se paga no se valora.

El viejo comisario coimero hizo como si nada, no movió un dedo:

–¿Qué querés saber? –dijo tuteándolo por primera vez.

–La historia del collar.

Los ojitos de Portaluppi se entrecerraron bajo la gorra sobada.

–Nada de lo que yo te diga lo vas a poder usar. Yo no te conozco ni te dije nada. Si me llegás a mencionar te tiro debajo del tren –y cabeceó hacia la estación.

Era una especie de desdentado león rugiendo asordinado en la función de la tarde de un circo de provincia. Etchenike asintió con un simulacro de equívoco respeto.

–Entendido.

–Lo del collar era posta, pero no se podía ir muy al fondo –arrancó Portaluppi–. Esas perlas de mierda eran de un boga, un tipo muy importante de acá, que murió el año pasado...

–De la Loma, salió en el diario.

–Ese. El collar era parte de las joyas que este boga le regaló a una mina que se movía. Pero el tipo era casado y las joyas eran de la mujer. Cuando ella descubrió que faltaban, se hizo el gil y denunció un robo, pero yo sabía que no...

–¿Se lo dijo él?

–Me lo dijo él. Porque en realidad la mina era una trola fina, famosa en esa época, y el cafishio de ella, según me dijo, lo empezó a extorsionar.

–¿Quién era la mina?

–Una tal Selva. Así se hacía llamar acá. Y esa guacha me costó la carrera porque cuando cae ese Cuitiño a buscarla, que la venía siguiendo desde Buenos Aires, se alborota el negocio, desarma todo lo que venía funcionando acá, con lo que cuesta...

–¿Y la encontró? ¿Qué pasó con ella?

–No sé si la encontró. La quería matar. Pero desapareció; de un día para otro la mina desapareció de Mar del Plata.

–¿Y el boga?

–Otro pelotudo, ése –el viejo Portaluppi hizo un movimiento raro con la boca, se acomodó la postiza–. Años después, después de todos los favores que le hice, yo necesitaba que me salvara una propiedad, había una deuda de juego de por medio, y se hizo el gil. Era una firma, nada más. Y no fue capaz de hacerme la gauchada, hijo de puta.

Y Etchenike sintió aflorar el resentimiento del viejo comisario coimero. A ése también que seguramente lo había amenazado con tirarlo debajo del tren.

–Quiere decir que Noriega era un perejil –aventuró Etchenike–. Intentó reducir algo que no era suyo. ¿Se conocían con De la Loma?

–No, si era un bañero...

–¿Y con la mina?

–Difícil. Había una mina, pero nunca supimos. La perdimos, justo.

En ese momento apareció el joven jovial y le puso la mano en el hombro:

–Comisario, vamos por la revancha –dijo con un golpe de cabeza.

–Voy.

Portaluppi se metió pausadamente los billetes en el bolsillo del pantalón de grafa y se levantó con cierta dificultad. Etchenike se quedó sentado.

–¿Esther? ¿Puede ser Esther, la mujer?

El comisario estiró el labio inferior, meneó la cabeza:

–No es nombre de trola –dijo ex cátedra. Y después, casi con resignación–. Un pelotudo, el tipo: un bañero...

Etchenike asintió y apenas separó el culo de la silla cuando el viejo hizo un leve gesto con la mano que ni siquiera fue un saludo.

Se quedó en la mesa y pidió otro café y la guía de teléfonos. Fue al público del salón familiar e hizo un par de llamadas. Eran las cuatro menos cuarto cuando pagó y se levantó para salir. El Trébol estaba bastante más raleado de gente pero el viejo Portaluppi seguía firme con el dominó.

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