Martes, 14 de octubre de 2014 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Cuando se piensa que Howard Phillips Lovecraft vuelve, enseguida se descubre que, en realidad, no se ha ido nunca. Porque los virósicos horrores subterráneos y astrales del paranoide Lovecraft son y siguen siendo uno de los grandes hitos (de)formadores del universal espanto norteamericano. Así, todo el tiempo, el primal pero muy virulento e influyente Lovecraft (1890-1937), resurgiendo en editoriales especializadas y “de prestigio” o en ese falso cuento de Lovecraft que un despectivo Jorge Luis Borges dijo haber “perpetrado”; o, por supuesto, en el tan cacareado y cosmogónico final de la serie televisiva True Detective. Así, como a ese final, a Lovecraft, por principio y desde siempre, se lo ama o se lo odia, se lo admira o se lo desprecia, se lo considera infantil y pasajero o ancestral y eterno. Sea lo que fuere, aquí está, para quedarse.
DOS Rodríguez no sabe muy bien qué pensar de Lovecraft. Recuerda como inolvidable su descubrimiento del freak en aquellas ediciones de Alianza, en alguna película de presupuesto más subterráneo que bajo, en la adaptación al comic de Breccia. Y de tanto en tanto vuelve a él, que sigue ahí, sin haberse ido. Regresó a sus páginas la semana pasada, cuando de camino a su ya reportado check-up, se compró la reciente reedición de La búsqueda en sueños de Kadath la Desconocida, más novela-trip que libro de viajes protagonizada por el vagabundo soñador Randolph Carter. Una de terror inmemorial para intentar anular el terror inmediato (“La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos”, terminaba “There Are More Things”, el faux Lovecraft de Borges) de que te miren dentro y vean algo y feo y contaminante. Apenas siete días después de buscar y encontrar las extremidades del extremo Lovecraft como antídoto para los temblores de su cuerpo dependiente y los terremotos independentistas de Catalunya, Rodríguez sigue con Lovecraft. No puede soltarlo y no quiere que lo suelte porque ahora le funciona (apenas) como distracción al espanto del último gran logro de Rajoy & Co., luego de aquello de diagnosticar inicialmente y con prosa digna del de Providence el viscoso derrame del petrolero Prestige como “unos cuatro hilitos con aspecto de plastilina en estiramiento vertical”. A saber, a temblar: el haber importado con éxito y prontitud y eficiencia el virus del Ebola a Europa. Rodríguez –y millones de compatriotas– ya se habían estremecido durante los calores del verano cuando el gobierno del PP decidió en trámite express traerse a dos sacerdotes españoles contaminados de regreso a casita. Eso era lo cristiano y lo popular, aunque se advirtiera que no es muy sensato llevar el virus a donde el virus no está. Y, ah, ese desfile de más de diez ambulancias haciendo sonar sus sirenas por el Paseo de la Castellana, rumbo a un hospital no hace mucho desmantelado por los recortes. Ahora ya está, ya pasó y ya pasaron, ambos, a mejor vida, se supone; o en eso creían ellos. Y una de las sanitarias que los atendió ha resultado contagiada por ese bacilo con nombre de deidad más añeja que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Y ahora resulta que la “gestión ejemplar” ya comienza a revelar fantasmadas varias, protocolos deficientes, trajes aislantes poco apropiados, personal sin experiencia y desinformado y, oh, esta mujer se fue de vacaciones y tuvo fiebre y avisó; pero le dijeron que no se preocupe. Y después la metieron en un cuarto y no le dijeron nada y ella se enteró de que estaba contagiada leyendo El País en su móvil, y su perro Excalibur y... Y la siempre desconcertada ministra de Sanidad (puesta en tela de juicio por múltiples escándalos, poca dedicación a lo suyo, nada dada a comparecer y explicar, y portadora además del, para su cargo, más bien inquietante apellido Mato) le dijo a la ciudadanía toda: no preocuparse por otra crisis que, con otros modales que los de la económica, puede igualmente llegar a dejar tirados en la calle a muchos otros. Mientras tanto se susurra, oscura y lovecraftianamente, que si un ebolado te tose o estornuda encima, ya es algo de lo que preocuparse. O no. Y –flemática y viscosa y tóxica y poseedora y contagiosa como Cthulhu– se avecina la alérgica estación de las primeras gripes. Y todos se sienten tan amenazados como Lovecraft. Y, en Kadathunia, Mas y los suyos (de su cepa soberanista, por un rato, silencio hospital, ya casi no se habla) pensarán, seguro, que ésta es otra buena razón para separarse y aislarse de España. Y en Europa están contentísimos, claro. Y se cancelan las reservas de turistas a un país que sobrevive de ellos. Y Rodríguez –quien se pregunta si llegará vivo a ver los capítulos de la nueva Twin Peaks que Lynch & Co. anuncian para 2016– cambia de canal. Pero lo que pasan es la nueva serie-viral producida por Michael Bay: The Last Ship. Así que apaga y prefiere cerrar los ojos o mirar fijo nada más que esas páginas. Y seguir vagando, lejos, junto a Randolph Carter.
TRES Randolph Carter es el alter ego del autor y uno de los personajes recurrentes dentro del mondo lovecraftiano. Su “ciclo onírico” ya fue varias veces editado en diferentes versiones y formatos en nuestro idioma. Y en Kadath vuelven a estar todas esas maravillosas y tremendas visiones, como surgiendo del más pesado de los sopores. Pero lo cierto, también, es que se resienten un tanto al no estar acompañadas por las ocres y ominosas y asfixiantes postales de este lado, del lado real, del lado despierto. Lovecraft, para Rodríguez, siempre funciona más y mejor –pensar en el muy infeccioso “El color que cayó del cielo”– cuando son sus invasivas y feroces y gelatinosas criaturas las que vienen a nosotros en lugar de nosotros a ellas.
Rodríguez extraña aquí, más que nunca, esa brevísima y concisa pesadilla que es “La declaración de Randolph Carter” en la que Lovecraft estrena al personaje. Y allí lo lleva no muy lejos, a un viejo cementerio al que se llega caminando desde su casa, y donde un amigo baja a un sepulcro muy en plan a ver si encuentro los huesos de Cervantes. Y donde –cabe pensar que H.P. estuvo aquí muy inspirado pero, también, inesperadamente profético– el gran escalofrío pasa por apenas una voz indeseable al otro lado de una línea telefónica portátil. Sí, Lovecraft intuyó antes que nadie el amorfo, omnipresente y tentacular horror de los teléfonos móviles de nombres raros a los que hombres y mujeres y niños parecen hoy rendir culto. Esos aparatitos cada vez más poderosos y divinos que nos hacen pensar cada vez más seguido en que la vida no es sueño sino pesadilla. Y que, al sonar en todo momento y a cualquier hora, nos reclaman para descubrir que no somos sus dueños sino sus poseídos en trance. Entonces –como Randolph Carter, en la última página– nos despertamos gritando mientras, al otro lado del auricular, una voz nos dice: “Tengo dolor de cabeza, tengo escalofríos, tengo diarrea, tengo miedo”.
Y –al gran pueblo español, salud– seguro que todavía, ay, hay más cosas por experimentar y por sentir y por ver.
Qué curiosidad, qué miedo.
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