CONTRATAPA

Homo Lejano

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO De un tiempo a esta parte –ya lo habrán notado– Rodríguez busca la iluminación de sus cercanos días sombríos acercándose lo más que puede, casi al punto de quemar sus alitas, al resplandor de distantes años luz. El gesto imposible pero válido de que su oscura rutina cobre cierto brillo cortesía de ese cosmos que siempre paga generosamente a la hora de hacerte sentir polvo de estrellas en el viento universal. Y así creerte por un rato que, en perspectiva, tus problemas no son nada más que una basurita en el ojo del vasto plan y plano del Gran Arquitecto. O apenas vulgar basura espacial orbitando y cayendo siempre sobre uno. No es esta negación positiva un trámite sencillo y, por supuesto, su inutilidad se hace más que evidente a los pocos metros de intentarlo, de crearla para creerla, de tomar su nombre en vano. No es fácil tomar distancia y sí es tan sencilla e inevitable la obligación casi refleja de tragar proximidad. Sí, Rodríguez difícilmente vaya a salir alguna vez de este planeta, y cada vez son más inusuales sus desplazamientos que trasciendan itinerarios para él rutinarios. Barcelona/Madrid/Sevilla, casa/oficina, dormitorio /sala/baño y esa travesía nocturna y solitaria que lo lleva desde la horizontal de una cama más o menos caliente a la vertical casi sonámbula de descubrirse frente a la triste claridad de alimentos y bebidas dentro del refrigerador sosteniendo una puerta que no es ni de salida ni de entrada. Una puerta que no conduce a ninguna parte salvo a ese clásico interrogante que todos se hacen allí: “¿Qué era lo que estaba buscando?” La respuesta, claro, es “A mí mismo”. Pero entonces, mejor, por las dudas, se opta por un menos existencialista y más seguro “queso untable” o un “manzana” o un “leche” o un “nada” de esa de esa marca o sabor que no tiene nada que ver con el vencido ser y su fecha de vencimiento...

DOS ...aplicable tanto a la vida privada como a la vida pública, donde –a deformar gobierno– no hay presidente estable en Cataluña, donde sea y quede eso luego de tanto irresoluta resolución, de tanto voto y embotamiento. De ahí, de nuevo, el consuelo ligero en calorías y acaso bueno para el colesterol que implica la ingestión de noticias como que desde un observatorio en Hawaii se ha avistado la “galaxia más lejana del universo”. Semejante afirmación acerca de ese nebuloso conjunto de astros respondiendo (pero ignorando olímpicamente) al apelativo terrestre de EGS8p7 enseguida es matizada por sus visores (pertenecientes a esa especie que también afirma categóricamente que “es muy posible que en dos décadas estemos en condiciones de determinar si hay vida en otros planetas”) con un “hasta ahora” y un “probablemente”. Rodríguez continuó leyendo la noticia hasta –casi enseguida– perderse y preguntarse un “¿lejana respecto de qué o quién?” Y se acordó de cuándo se sintió más o menos lejano, en un viaje delirante, acaso por última vez, quién sabe. Entonces, meses atrás, Rodríguez viajó primero a Recife, Brasil, a buscar a un pequeño jugador de fútbol que se habían comprado sus jefes, los mellizos Bebe y Nene Fagliacce-Stein para, aseguraban, revenderlo al Barça y hacerse ricos. En un alarde maquiavélico, Bebe y Nene, rebautizaron al pequeño como “Jordinho” para así “conseguir una marca brazucatalana de gran impacto”. Pero, de pronto, al Barça y a su masía les cayó la prohibición esa de fichar por un rato. Y Rodríguez debió seguir viaje rumbo a Japón para dejar a Jordinho haciendo tiempo en un equipo de pigmeos con aspecto de personajes de manga. Allí, en Tokio, Rodríguez experimentó su primer terremoto: en una librería en el piso dieciséis de un edificio que se movía como una geishodalisca y de la que pronto fue evacuado corriendo escaleras abajo y, en la calle, se descubría con un ejemplar del último libro de Murakami, en japonés, que había abierto sólo para ver –y no poder leer– cómo era un Murakami original. Un libro que no pensaba comprar, claro; pero que cortesía del temblor se fue sin pagar sin querer; y que ahora tiene, como un trofeo, en un cajón de su escritorio, y que de tanto en tanto saca y acaricia y huele, como alguna vez lo hizo con los viajes de Salgari & Verne, para aspirar al inmediato perfume de lo lejano.

TRES El resto del tiempo, Rodríguez se siente como Adou, aquel niño subsahariano que, durante el último ardiente verano, llegó a España metido en una maleta y fue detectado por los rayos X y compadecido por la sociedad toda. La foto extraviada de este excesivo exceso de equipaje salió en la primera plana de todos los diarios –antes de ser desplazada por la de Aylan, aquel pequeño ahogado sirio en playas griegas– y era como la radiografía de un tumor pasajero en las tripas de uno de esos carritos con rueditas que corren por los aeropuertos arrastrando a sus dueños. Una especie de feto odiseico y espacial soñando con despertarse en una Europa todavía soñándose Tierra Prometida pero, en realidad, mal cosida con murallas y verjas, para contener a los desrefugiados vagando por campos que comienzan a anegarse por la lluvia y la nieve bajo un cielo gris en que los aviones se rompen y los millones del clan Pujol vuelan, lejos, más lejos todavía.

CUATRO Lejos de todo eso que está tan cerca, ya van varias veces en las que, caminando por el Barrio Gótico, Rodríguez es casi atropellado por una tropilla de segways (esos carritos que hasta hace poco eran patrimonio de guardias de seguridad en shopping centers) montada por italianos o rusos o chinos. La nueva variante de una moda que incluye a bicicletas acústicas y eléctricas, a big y a mini scooters, a skates, a triciclos y a trixis que pasan siempre rozándote y que han convertido al primitivo peatón a secas en especie no en extinción pero sí a extinguir. Otra de las muchas maneras en las que Barcelona se ha rendido a los dictados y monólogos de seres lejanos que llegan para hacer aquí lo que se les de la gana ante la mirada (un ojo de cada sabor) mitad enfurecida y mitad resignada de quienes ya casi no se arriesgan a salir de sus casas. En especial –esquiva Rodríguez– en tierras cada vez más exóticas; donde todo monólogo (y no diálogo) comienza a ser no solo sordo sino, también, mudo y ciego y paralítico pero, irracional, alucinando y creyéndose su buena salud. Y donde los sinvergüenzas a investir están desvestidos y desvergonzados, soberbia e imperialmente desnudos, expuesta su carne corrupta de desplumadores y rapiñantes y carroñeros muertos políticos. Y se acerca el invierno tronante y entronante del todos contra todos. Y, ahí, los pretendientes rumbo al eleccional 20 de diciembre: el balbuceante Rajoy, el enfático Sánchez, el debatidor Rivera, y el que habla mucho (pero cada vez habla más solo) Iglesias. Rodríguez les desea lo mejor, les desea que les vaya bonito, que sea quien sea el ganador haga las cosas bien. Que las haga tan pero tan bien que Rodríguez pueda contemplarlo desde lejos, como se mira a las verdaderas y más distantes estrellas en las noches claras y libres de hasta ahoras y de probablementes y de es muy posibles. Ni pleno ni independiente; pero al menos lejos del atronador e invisible rugido de esa nada que acecha en el fondo de refrigeradores donde, cada vez más seguido, dan ganas de meterse como uno se mete en una valija con destino a cualquier otra parte.

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