CONTRATAPA

Los pintores del amor

Por Dalmiro Manuel Bustos*

Si existen dos temas universales para el ser humano son el amor y la muerte. Inevitables, temidos, inescrutables. Ambos temas se entrecruzan y son pasibles de innúmeras interpretaciones. Son negados, idealizados, denostados, deseados. El amor, solución máxima del ser humano, único camino hacia la felicidad, esencia del ser. El amor temido, rechazado por ser pasaporte al posible abandono y sufrimiento. La muerte, misterio mayor, que se niega a ser aprisionada por la razón, pasible de ser vista como un simple pasaje hacia la máxima, verdadera y última felicidad. O la tenebrosa y final sombra.
En los mitos primitivos ambos van siempre de la mano. Afrodita, diosa del amor para los griegos (Venus para los romanos), nace, según una de las múltiples versiones, de la castración de su padre, Zeus. No tiene madre y es bellísima, vanidosa y vengativa. Se casa con el dios del fuego, Hefesto (Vulcano para los romanos), quien es estéril. Sólo tiene hijos con su amante Ares, o Marte, dios de la guerra. Uno de estos hijos (los otros son Febos y Demos y la inefable Harmonía), es Eros (Cupido), dios del amor. Personaje caprichoso, munido de arco y flecha, y sin embargo con un aspecto angelical. Sólo Psiqué (el alma) es capaz de casarse con él, lo que la hace inmortal.
Si los mitos son los representantes del inconsciente de los pueblos debemos admitir que amor y odio no están separados, sino que están siempre juntos. Lo que más se desea puede ser el camino para el sufrimiento. Y nadie que se haya acercado a Afrodita puede decir que no se fascinó y enamoró primero para después sufrir en sus peligrosos brazos.
Afrodita no pudo procrear con el fuego (¿sexo?). Sólo la destructora presencia de la guerra la saca de su estéril esencia. Tal vez porque van inexorablemente juntas. Quien no se disponga a sortear los infiernos de los celos, el control, la agresión y la tristeza, que opte por la soledad, para vivir los mismos infiernos, sólo que del otro lado. Algo deseado tan profundamente, como es el amor, lleva a que muchas veces el amante invente al amado. Como geniales Picassos, pintamos al ser querido, lo adornamos de colores que el original no tiene. Lo descomponemos en sus partes y las reacondicionamos para que correspondan a nuestro deseo. Sin darnos cuenta de que en ese mismo momento estamos siendo pintados y rearmados. Durante un tiempo cada amante se enlaza con su propia pintura y reina la ilusión de una Afrodita eterna y amorosa. Pero las pinturas que usamos no son indelebles y el original fatalmente aparece. ¡Qué miedo! ¿Quién es este ser que estaba debajo de la pintura? ¿Traición? No, ese otro estaba siempre allí, no mintió, pero ante nuestra necesidad de completud, lo inventamos... Y podemos huir espantados ante ese desconocido. Eros le miente a Psiqué diciendo que era un monstruo, para ocultar su evidente vulnerabilidad. Y huye a los brazos de su madre. Quien lo acoge porque quiere demostrar que es y será única e irreemplazable. O también puede ser que pasado el miedo y la decepción del primer momento, podamos mirar a ese ser diferente de nuestros deseos, que no es como un traje a medida, pero que tal vez por eso mismo pueda darnos algo diferente a lo que ya teníamos.
En esta segunda opción, una nueva angustia aparece, aprender a amar algo que no sea sólo la proyección de uno mismo. Pero también podemos recurrir de nuevo a la caja de pinturas: es demasiado peligroso amar lo diferente. Recordemos a Pigmalión, que acepta a su amada “como es” para proponerse transformarla a su imagen y semejanza. Y estas pinturas pueden ser más indelebles, duraderas, porque el otro irá convirtiéndose en ese ser idealizado. Si su desamparo es suficientemente fuerte, aceptará convertirse en lo que Pigmalión desea. Actuará el rol esperado sometiéndose a las imposiciones de su amoroso dueño. Hasta que se rebele y destruya la falsa combinación o se aniquile en forma permanente convirtiéndose en un títere que perdió el titiritero. O cuando pasado el encanto de tener alguien a su imagen y semejanza el titiritero se da cuenta del enorme sentimiento de soledad que lo invade, y quiera alguien con autonomía aun corriendo el temible peligro de amar a alguien a quien no se puede controlar.
También tenemos los pintores del amor un recurso inventado por Hollywood: parar la película en el momento de encuentro, el beso final, la total comunión, la completud... Y vivir en la creencia de que ésa es la realidad inmutable. El sueño que va forjando un cerrojo a la realidad. Y los amantes se encierran para defenderse de los cambios de la vida. En ese sueño no hay celulitis ni barrigas ni arrugas. No hay huellas de la vida. Somos eternamente jóvenes y poderosos. Sin peligros de trágicas equivocaciones. Hasta que haya que llamar al Viagra para que la ilusión no sea tan intangible.
Después de todas estas batallas puede llegarse a un acuerdo entre realidad y ficción. Y tal vez hayamos aprendido a amar, que no nos protege de la muerte, pero que nos permite la opción más cercana a la felicidad no edulcorada: el amor. Recuerdo una poesía de Amado Nervo que dice así: “¡Amemos!/ Si nadie sabe ni por qué reímos /Ni por qué lloramos; /Si nadie sabe ni por qué vivimos/ ni por qué nos vamos;/ Si en un mar de tinieblas nos movemos/ Si todo es noche en derredor y arcano/ ¡Por lo menos amemos!/ Tal vez no sea en vano”.

* Autor del libro Peligro, amor a la vista. Médico psiquiatra. Psicodramatista.

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