CONTRATAPA

Un chiste

 Por Rodrigo Fresán

UNO El otro día un amigo me contó un chiste. Un chiste gracioso y al mismo tiempo un chiste serio. Lo que significa que es un chiste de los buenos. Aquí va:
George W. Bush entra a una biblioteca con paso decidido. Entra con el mismo andar –ese movimiento de robotito y/o muñeco de ventrílocuo– con el que suele acercarse a tarimas y atriles y micrófonos y tele-prompters, avanzando desde el fondo de un corredor largo, los ojitos parpadeantes, los labios apretados. George W. Bush entra a esa biblioteca con la certeza de que todo lo que hace se convierte y se revela instantáneamente –igual que una polaroid, igual que una de esas postales digitales tanteando las espaldas de las cámaras fotográficas de última generación– como parte inseparable de la gran historia de su país o de la enorme historia del universo, que para él son la misma cosa. Bush llega hasta el mostrador, chasquea sus dedos y el bibliotecario –acercándose nervioso al mostrador, sin poder creer la súbita materialización del presidente de los americanos en su lugar de trabajo– le pregunta qué desea. Bush responde con voz cálida pero al mismo tiempo segura y poderosa. Bush dice, Bush ordena: “Quiero una doble hamburguesa con queso y bacon, una ración grande de papas fritas, una Coca-Cola tamaño gigante, un pastel de manzana caliente y, entre todos esos muñequitos que regalan con el menú, me quedo con el de Darth Vader”. El muñequito de obsequio forma parte del combo alimenticio porque acaba de lanzarse a la venta por primera vez la edición en DVD de la primera y original y tan querida trilogía Star Wars y –aseguran los especialistas del marketing de Madison Ave.– resulta más fácil vender y revender lo que ya se ha comprado tantas veces en tantos formatos si se lo asocia a los asuntos del estómago y a la digestión de lo trash. Así, fast-food equivale a transacción veloz y repetitiva y casi zombie. Y todos contentos y hasta Britney Spears –una consumidora compulsiva, de acuerdo con lo que he visto en un reciente documental del canal de videoclips VH1– sirvió en su reciente boda secreta a sus selectos invitados un sencillo pero contundente menú compuesto por Big Macs y chicken wings. Bush elige el muñequito de Darth Vader, supongo, porque el de Obi Wan Kenobi le debe despertar reflejas y automáticas reminiscencias sónicas de algo musulmán, algo demasiado parecido a nombre de líder terrorista con barba y turbante. No quedan –qué pena– muñequitos de los inequívocamente galácticos pero aún así all american Luke Skywalker o de Hans Solo. Y el peludo Chewbacca siempre le pareció a Bush demasiado... extranjero. Y la princesa Leia... Seguro que la actriz que la personifica está haciendo campaña en su contra en Hollywood. Consultarlo con Arnold, piensa Bush, y agrega: “Póngale también pepinillos a la hamburguesa, por favor”.
El bibliotecario, claro, primero no da crédito a sus ojos y después, enseguida, no da crédito a sus oídos. Y el bibliotecario posiblemente piense, en principio, que se trata de una alucinación producida por la lectura del ensayo/diatriba Double Fold donde el escritor Nicholson Baker denuncia los hábitos –malos– de las bibliotecas norteamericanas del nuevo milenio: pasar todo a microfilm (que ocupan poco espacio), destruir los originales (que resultan tan molestos). O tal vez sea alguna broma de cámara oculta o reality show. Y no sé si el bibliotecario votará a Bush o a Kerry en las próximas elecciones (ni siquiera sé si piensa votar en un país donde meter la papeleta no es obligatorio y los mandatarios suelen ser elegidos por absolutas minorías); pero tampoco importa demasiado y no modifica el guión del chiste. Porque la reacción del bibliotecario es tan republicana como demócrata y, superados el asombro y el desconcierto, el bibliotecario musita: “Ah, señor presidente... Me temo que se ha confundido: esto es una biblioteca”.Bush mira a su alrededor, contempla los estantes llenos de libros, sonríe ligeramente incómodo, y dice: “Oh, disculpas”. Y entonces, bajando la voz, casi hasta un susurro, con una sonrisa pícara, agrega: “Quiero una doble hamburguesa con queso y bacon, una ración grande de papas fritas, una Coca-Cola tamaño gigante, un pastel de manzana caliente y, entre todos esos muñequitos...”
(Risas aquí.)

DOS Al día siguiente me contaron el mismo chiste –tan sólo cambiaba la etnia gastronómica del protagonista y, supongo, la ideología del contador– esta vez con un Osama bin Laden que entra a una biblioteca y...

TRES Y alguien debería escribir ya un libro –si no está ya escrito, seguro que sí– sobre la naturaleza nómade y eterna de los chistes y del modo en que éstos se trasladan sin envejecer a lo largo de años y kilómetros. Y, en ocasiones, los chistes desaparecen para reaparecer más tarde con el rostro y la circunstancia cambiados (el chiste que acabo de contar en versión extended play y condimentado con datos del rabioso presente bien podría haber sido contado ya con la máscara de Reagan, de Menem o de Berlusconi) pero con su punchline igual de intacto y tan eficaz como el primer día.
Tal vez por eso –por el misterio jamás develado de sus orígenes; por la sombra que suele oscurecer su nacimiento casi siempre en esos momentos turbulentos donde sólo queda el consuelo de la risa boba pero consoladora– resulta imposible conservar durante mucho tiempo un chiste en la memoria. Los chistes viven intensamente pero se disuelven como un Alka-Seltzer y –no importa todo lo que nos hagan reír– siempre acabamos olvidándolos tal vez para así volver a sentir el placer de que nos los cuenten de nuevo porque, sí, es preferible reír que llorar y después, enseguida, preguntarnos de qué nos reímos.

CUATRO Y hay otro tipo de chiste que no admite vueltas y que son esos chistes/preguntas y hoy mismo –mientras escribía estas líneas que hacen comulgar a Bush y a Osama bin Laden en el improbable territorio de las bibliotecas– alguien me preguntó: “¿En qué se parecen Bush y Osama bin Laden?”
“Ni idea”, dije.
“En que tanto uno como otro han leído un solo libro en su vida: la Biblia y el Corán”, me respondieron.
(Lágrimas aquí.)

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