CONTRATAPA

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 Por Sandra Russo

Conocí a Mariana Schapiro porque por suerte a ella le gustaban mis notas y hace un par de años, sin habernos visto nunca personalmente, me llamó para pedirme que le escribiera un texto para el catálogo de la muestra que iba a hacer en el Centro Cultural Recoleta. Son esas coordenadas de empatía que uno caza en el aire. Normalmente hubiese pretextado mucho trabajo, pero mi oído ya había cazado la mariposa: le dije que para escribir sobre su obra tenía que conocerla, y nos citamos para unos días más tarde en su casa-taller. No es una casa común. En la puerta de entrada no hay un picaporte de esos que se pueden comprar en el Easy, sino un pescadito de hierro que adelanta, mudo y colorido, que en esa casa de dos plantas ocupadas por los talleres de Mariana y de su marido hay un universo complejo y maravilloso, más que creado, tejido con paciencia y alegría.
Esa mañana Mariana me mostró sus materiales y sus técnicas para armar sus Lloronas, piezas en pares de ojos llorosos: troncos que lloraban alambre, piedras que lloraban caireles, tapices que lloraban lana. Son los que me quedaron grabados en la retina. Había demasiado llanto en esos ojos que sin embargo convertían la tristeza en algo menos triste que la tristeza. Y así después me resultó ella: alguien que convertía la tristeza en algo menos triste que la tristeza. Incluso cuando unos meses más tarde una enfermedad que parecía que le había dado tregua reapareció de una manera algo brutal, Mariana insistió en ese gesto. Se replegó, y volví a verla en una foto que me mandó por mail después de la última quimio, rapada y cabeza abajo, trepada a un juego de plaza, anunciando su alegría porque lo peor ya había pasado.
Este martes me mandó otra foto, la que se puede ver acompañando esta nota. La del frente de su casa, que apareció esa mañana agraviada con una pintada insultante. “Acá vive una judía. No la queremos en el barrio.” Leí la pintada y después fui directamente a los ojos de la Mariana que no llora. Vi la huella del escándalo interior que provocó ese insulto. No vi llanto. Vi rabia. Vi impotencia. Es el hogar. El refugio ante una adversidad privada y dolorosa. La mancha en lo más íntimo. Vi la nube en esos ojos que no podían terminar de comprender de dónde sale esa mano que en la noche va y pinta agravio en la membrana del nido de Mariana y su familia.
De un idiota en la cuadra no hay nadie que te salve, pensé y le dije, pero en la televisión ese día los legisladores porteños no paraban de decir grandes cosas que no significan nada. Un día de lo más inapropiado para ensayar ante Mariana un consuelo por el insulto. Un día en el que las palabras quedaron minusválidas, después de tanto cacareo y ataque de honorabilidad de bloque por parte de tantos que uno sabe, y muy bien lo sabe, perfectamente lo sabe, que mojan sus palabras en la miga del pan de la muerte. Así que no podía quedarme diciéndole que de un idiota en la cuadra no te salva nadie, porque de la desidia tampoco, y de la especulación política tampoco, y del falso alarde cívico tampoco, y del purismo cobarde tampoco, y de la mala entraña tampoco. Entonces, ¿qué te salva de qué? Así que escribí estas líneas, para intentar salvar algo ante Mariana. Acaso la confianza en que la amistad y la solidaridad son más sólidas que un marcador hijo de puta con el que el idiota de la cuadra se hace su pequeña y miserable fiesta de discriminación. Acaso la necesidad de generar, haciendo viento con las manos, un fueguito que le devuelva una pizca de la calidez que esa casa tiene y se merece.
Mientras en la televisión parece que todos nacimos ayer y que somos bárbaros y que esta ciudad está poblada por gente de bien que sólo quiere vivir en paz, alguien escribía en el frente de esa casa “Acá vive una judía. No la queremos en el barrio”. Un vecino de Buenos Aires.

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