CONTRATAPA

El camino de Damasco

Por Juan Gelman

El paisaje del Medio Oriente pinta cada vez más negro. El coche bomba que mató al ex primer ministro libanés Rakif Hariri el lunes pasado introdujo un elemento explosivo también políticamente: la Casa Blanca rumia sanciones de diverso tipo contra Siria –país sindicado como inspirador y aun autor del atentado–. Teherán, al que el gobierno Bush hostiga a ritmo creciente, estableció con Damasco un frente común contra “las amenazas” y al parecer se instalan ya las piezas en el tablero de otra guerra. Las razones que Washington esgrime no son muy diferentes a las que adujo para invadir Irak: las dos naciones estarían a punto de fabricar armas de destrucción masiva –nucleares Irán, químicas Siria– y apoyan y cobijan a los terroristas de Al Qaida. Como de costumbre, estas acusaciones no gozan de la compañía de pruebas. Qué importa eso. La cuestión es seguir construyendo el dominio norteamericano total sobre el Gran Medio Oriente.
El asesinato de Hariri brinda a los “halcones-gallina” la ocasión de acelerar el derrocamiento del régimen sirio en aras de “la democracia”. Es un viejo apetito. Desde la ocupación de Irak insisten en practicar una política más agresiva contra Siria, ataques militares incluidos. A fines de marzo del 2003 el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, ordenó a su subsecretario de política Douglas Feith y a su jefe de la Oficina de Planes Especiales William Luti que prepararan proyectos de contingencia para una guerra contra Siria que se ajustarían después de la caída de Bagdad (The Guardian, 15-4-03). “Podríamos bombardear las instalaciones militares sirias... ayudar de manera encubierta a la oposición siria o apoyarla públicamente”, escribió William Kristol, en diciembre del 2004, en el Weekly Standard, que dirige. Como se sabe, Kristol es mentor del Proyecto para el nuevo siglo estadounidense cuyo objetivo –que W. Bush ejecuta paso a paso– consiste en imponer al mundo la Pax Americana.
La presente escalada contra Siria es la culminación de hambres más antiguas y no se trata sólo de EE.UU.: más bien se trata de Israel, su aliado íntimo, el más seguro y poderoso en Medio Oriente. Para el Likud en el gobierno, Damasco ha sido siempre el enemigo principal. A fines de 1996, unos meses después de que Benjamin Netanyahu se convirtiera en primer ministro de Israel, se reunía en Tel Aviv un think-tank integrado por Douglas Feith, David Wurmser, Richard Perle y otros neoconservadores que en su mayoría ocupan hoy altos cargos en el gobierno Bush y que colaboraron entonces en la preparación de un informe del muy israelí Instituto de Estudios Avanzados de Política y Estrategia. El documento final fue elaborado por un grupo de estudios del Instituto, se titula “Una clara ruptura: nueva estrategia para garantizar la seguridad del territorio” y plantea sin ambages: “Israel puede moldear su entorno estratégico, en cooperación con Turquía y Jordania, debilitando, conteniendo y aun socavando a Siria. El aspecto central de este esfuerzo puede ser el derrocamiento de Saddam Hussein en Irak –un importante objetivo estratégico israelí por derecho propio– como medio de contrarrestar las ambiciones regionales de Siria” (www.israeleco nomy.org/strat1.htm).
Las líneas de acción que desarrolla el documento son precisas y van lejos. Se prescribe: “Cambiar la naturaleza de las relaciones con los palestinos, sosteniendo incluso, por razones de defensa propia, el derecho de perseguir sin cuartel (a palestinos) en todas las zonas palestinas y fomentando alternativas al control exclusivo de la sociedad palestina que Arafat ejerce”; agrega que “Jordania tiene ideas sobre el tema”. Se aconseja “una clara ruptura” con la política de “tierra por paz” inaugurada por los laboristas, se asevera que “Israel no tiene obligaciones dimanantes de los acuerdos de Oslo si la OLP (la Organización de Liberación de Palestina que fundó Arafat) no cumple con sus obligaciones” –se parte, claro, de que la OLP no las cumple– y se afirma que sólo habrá paz “cuando los árabes acepten nuestros derechos, especialmente en lo que hace a su dimensión territorial”. En cuanto al régimen de Damasco, cabe “establecer el precedente de que el territorio sirio no es inmune a los ataques procedentes del Líbano de las fuerzas (locales) que Israel patrocina (es decir, los falangistas cristianos)” y “atacar objetivos militares de Siria en El Líbano”; si esto fuera insuficiente, “atacar objetivos seleccionados en la propia Siria”. Exactamente lo mismo piensa hoy W. Bush: según fuentes cercanas a la Casa Blanca, “el gobierno analiza si efectivos militares norteamericanos podrían cruzar la frontera con Siria desde Irak para ‘perseguir sin cuartel’ a insurgentes (iraquíes)” (Reuters, 15-2-05). Nunca fue corto el camino de Damasco.
No hay pruebas que lo demuestren, pero se da por sentado que el asesinato de Rakif Hariri es obra de los sirios. Lo gritaron las decenas de miles de libaneses que asistieron el miércoles a las exequias del ex premier. EE.UU. retiró su embajadora en Siria, un mensaje duro y nítido. El ministro de Defensa israelí, Shaul Mofaz, se apresuró a declarar que los asesinos pertenecen a una indefinida “organización terrorista pro-siria”. Hay dudas, sin embargo, porque Hariri tenía no pocos enemigos: para los islamistas, era demasiado proyanqui; para los neoconservadores, demasiado antiisraelí; para otros, demasiado íntimo de la realeza saudita. No falta quien sugiere que los falangistas amigos de Israel perpetraron el atentado, seguros de que sería atribuido al régimen sirio. Fuere quien fuere, lo cierto es que para los designios de la Casa Blanca el hecho se presenta, mutatis mutandi, como un nuevo 11 de septiembre. Los “halcones -gallina” están contentos. Saben, además, que tampoco ahora van a pisar el campo de batalla.

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