CONTRATAPA

Utopías

 Por Sandra Russo

“¿Y por qué no podemos hablar de patria? ¿Vamos a regalarle esa palabra a la derecha?”, le escuché decir a alguien hace días en un debate de los tantos que en asambleas, en teatros, en foros y hasta en casas particulares no han decaído ni en su número ni en su intensidad. La forma embrionaria que habían tomado hace meses, barrio por barrio, ha ido mutando hacia otras zonas, pero el espíritu argentino está nauseoso, y tanto, que de la misma náusea brota cierta necesidad de vomitar. Quien tenga oídos podrá escuchar ahora cosas que hasta hace poco cada cual reservaba para sí, aquellas cosas –supuestos, ejes de pensamiento, prejuicios y juicios de valor– que cada uno prefería mantener en el freezer de su propia cabeza. No es cierto que todos seamos responsables del desquicio, pero es probable que cada cual esté intentando repasar sus certezas. Aquí ya nadie puede creerse Gardel.
Uno de los síntomas saludables de esta crisis atroz es justamente ése: en todos los sectores, de izquierda y de derecha, hay gente que se está preguntando si no ha vivido equivocada, qué de lo que ha sostenido era falso o empezó a ser falso con el tiempo, qué del esquema ideológico al que se ha aferrado era falaz o ahora es falaz. Porque es poco a poco que estamos comprendiendo la hondura del desastre, es poco a poco que estamos digiriendo el trauma. Se caen al mismo tiempo las Torres Gemelas y el Muro de Berlín, a la estrepitosa caída del comunismo le sigue ahora la salvaje caída del capitalismo, el capitalismo amenaza con llevarse con él a la tumba a países enteros. Es como si la Tierra volviera a ser un enigma y tuviésemos que empezar a preguntarnos de nuevo si era redonda o cuadrada: no sólo en este país se acabó la alternancia política. En el mundo parece haberse agotado también la alternancia ideológica: nadie tiene ninguna solución para ofrecer, y si uno se repone del escalofrío y atina a imaginar algún futuro, ese futuro parece posible, paradójicamente, solamente a través de aquella herramienta que fue la primera que dimos por muerta: la utopía.
Soltar la balsa es bueno, es riesgoso, pero es bueno. Soltar la balsa nos deja más a la deriva que antes, pero hace falta mucho coraje y mucha civilidad para animarse a poner en cuestión hasta los propios sobreentendidos. Muy lejos de los que compraron la fiesta menemista por conveniencia o credulidad, muy lejos de los que compraron o comprarían soluciones drásticas y finales, hay gente que hace la pregunta del principio: “¿Y por qué no podemos hablar de patria?”. Hay quien contesta que la palabra patria está irreversible e históricamente marcada por la reacción, que es preferible hablar de identidad, o de nación, y hay quien contesta que quienes piensan eso no han logrado sintonizar con amplitud y sutileza este momento: todo ha caído, hasta la pertenencia de algunas grandes palabras llave, como patria. Ahora se podría levantarla del piso, sacarle las manchas de sangre y pedirle perdón.
Todavía da un poco de pudor hablar de utopías, uno se siente adolescente, psicobolche, pedorro, demodé, casi kitsch. Que uno se sienta así, que uno sienta pudor, es posiblemente parte del truco de falsa magia en el que creímos. Lo que convirtió a este mundo en este basurero no fue la utopía sino el pragmatismo: después de todo, la que fracasó fue la utopía de los pragmáticos.
En el viejo modelo de país, el país no enamoraba a nadie. En el modelo muerto de país, al que todavía en su estertor le crecen los pelos y las uñas, el amor a la patria era un cliché al que según las épocas se recurrió para atacar al enemigo interno, para reprimir los cambios y para desmovilizar neuronas. El amor a la patria era el amor a una abstracción diseñada al antojo de quienes siempre amaron otra cosa. Eso que había que amar, ¿qué era? No lo supimos nunca. ¿Era la madre? ¿Era el Papa? ¿Era los uniformes que otros llevaban puestos? ¿Era la viveza criolla? ¿Qué era lo que había que amar? Hoy hay una certeza que nos empapa a todos y es tan potente que no sólo moja a los previsibles y a los bien dispuestos sino incluso a otros que miraban para otro lado, pero que ya no pueden soportar el peso de su propia cabeza ladeada. Esa certeza indica algo sencillo, pero revelador: un país no es nada, una patria no es nada, una nación no es nada, salvo gente. Es la vida humana y su dignidad básica lo único que importa defender, lo demás es bla bla, pura náusea.

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