CONTRATAPA

Tomás/Tomases

 Por Juan Sasturain

Yo conozco y sé bien de cuatro o cinco Tomás o Tomases. Los dos santos del santoral –con el utópico Thomas More, tres–, algunos Tomases privados, un Tomás Eloy muy re-conocido por todos y un Tomás Sanz, el más cercano y el que esta vez viene al caso. El caso judicial que lo involucra, precisa, increíblemente, a tantos años vista (supongo que se dice así, en estos casos) y lo coloca en principio ante una condena que cómo se puede calificar: digamos, para no meter la pata leguleya, “disparatada”. Porque no se trata de cualquiera sino de Tomás Sanz, un periodista, un escritor, un humorista, un dibujante, un futbolero y un amigo de casi treinta años de recorrido no precisamente por el lateral sino por el medio, por el corazón de la cancha compartida. De ese Tomás cabe hacer –yo la hago, uno, por muchos que podrían firmarla– la innecesaria apología.

Pero antes, los sucintos hechos.

La cuestión en la que está envuelto y enredado nuestro Tomás Sanz es –si no fuera tan doméstica– calificable de absolutamente filipina. Es así: hace un tiempo, según me enteré por los diarios y gloso ahora en este informe, la Corte Suprema de Justicia convalidó la condena que el máximo tribunal, con su nefasta composición anterior, le había dictado a Tomás en 1998 en su carácter de “ex director de la revista Humo(R)”. La condena era de un mes de prisión en suspenso, a pesar de que –y ahí viene la cosa– se comprobó que por entonces, en 1998, había vencido el plazo para dictar el fallo.

¿De qué se trataba? Los hechos se remontan a 1991, cuando Humo(R) publicó una nota sobre corrupción en la que se afirmaba que el entonces senador Eduardo Menem tenía un depósito en el banco uruguayo Pan de Azúcar. Humo(R) citó la fuente de la información –el semanario uruguayo Brecha–, con lo cual confirmó la doctrina de la propia Corte, que dice que un medio no carga con la responsabilidad de lo dicho si cita expresamente a la fuente de la información. Pero eso no es todo, se verá.

Porque en ese fallo de 1998 hubo dos problemas. El primero, que la Corte de ese entonces –integrada por una mayoría cercana al gobierno menemista– había establecido una doctrina restrictiva para la libertad de prensa, una cuestión que fue planteado en su momento por Horacio Verbitsky ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El segundo problema es que esa Corte, cuando dictó el fallo de condena en 1998 por un hecho de 1991, había dejado vencer el plazo que tiene el Estado para juzgar a una persona (se llama “plazo de prescripción”) y, a pesar de eso, impuso su sentencia. Es clave recordar estas dos cuestiones.

En aquel momento, nuestro Tomás Sanz, con el patrocinio del penalista Ricardo Gil Lavedra, obtuvo que un juez de primera instancia reconociera que la Corte impuso la condena más allá del límite de tiempo que tiene para hacerlo, y sobreseyó a Sanz. Pero el pertinaz Eduardo Menem apeló y la Cámara del Crimen rechazó el argumento de Sanz. Ahora, la Corte Suprema, con la nueva integración, confirmó el fallo de la Cámara del Crimen. Es por lo menos, curioso: la Corte, con distintos argumentos, termina ahora por admitir la posibilidad de que la acción referida para condenar a Sanz (1991) había prescripto (1998). Pero mantiene en pie la decisión (la condena). Firman la sentencia Enrique Petracchi, presidente del alto tribunal; Elena Highton, Carlos Fayt y Carmen Argibay.

Es decir, en criollo: la mayoría del tribunal, sin revisar si efectivamente se había vencido el plazo o no que tenían sus antecesores en el cargo para pronunciarse, sostuvo un argumento circular: como aquella Corte no se pronunció al respecto y sí condenó a Sanz, es porque entendió que la causa no había prescripto. Cada ministro expuso sus propios argumentos al respecto. En disidencia votaron Juan Carlos Maqueda, Ricardo Lorenzetti y Raúl Zaffaroni, quienes sostuvieron que la Corte en su momento (1998) debería haber declarado la prescripción, porque legalmente no puede dejar de hacerlo. En fin... Yo no sé nada de leyes, sé un poco y lo creo suficiente de (los) Menem y sé mucho de Tomases, como ya dije. Me voy a referir sólo a ellos.

Los del santoral, los Tomás/Tomases santos, son personajes emblemáticos y no necesitan quién los apadrine, vienen con el salvoconducto puesto. El que aparece en el Evangelio es humanísimo, tan cercano que conmueve; ese pobre Tomás es el discípulo que, ante la noticia de que Jesús había resucitado duda, dice que necesita “ver para creer” que ése que había visto crucificado estaba vivo. Llegado el momento, el Redentor no se la haría fácil: no sólo (se) le mostró sino que lo hizo tocar sus heridas, meter el dedo... Benditos –dijo El, digo yo– los que no necesitan de semejante demostración para creer. Benditos, por afortunados, los que no necesitan ir a la Corte para que les crea.

El otro Tomás, el de Aquino, el “doctor angélico”, el de la Summa Teológica, el que inventó vía Aristóteles la ortodoxia sin saberlo, el estudioso fraile al que debemos el adjetivo “tomista”, una excelente biografía que le dedicó Chesterton y una tesis doctoral de Umberto Eco, nos resulta menos cercano que el otro. Este Tomás, a la inversa del otro, mucho después y desde la Iglesia establecida y dueña de casa y del Poder, no fue el encargado de establecer el dogma sino que se impuso lo imposible: desarrollar los fundamentos racionales de la fe, el aparato filosófico que hace necesario un amoroso Creador, la Caída y explica la Redención. Nada menos.

Se confundieron de Tomás. Al nuestro, a Tomás Sanz, lo demandan como si se hubiera propuesto ser el tratadista de Aquino, portador de una verdad trascendente, mientras lo psicopatean por su desconfianza, como si fuera un Cristo el presunto damnificado de sus dichos... Paremos ahí.

Repito, uno: yo no sé nada de leyes pero algo sé de la Corte de los noventa y de la de ahora, que por algo es otra y surgió por la necesidad de enmendar los desaguisados y procedimientos por lo menos sospechosos de la otra. ¿No es éste un caso? Repito, dos: yo sé algo de (los) Menem y nunca haría cuentas ni sacaría cuentas ni tendría cuentas con. Lo que sí, lo que hizo Tomás: les pediría cuentas de lo hecho y de lo juntado ¿Usted, lector, no lo haría? ¿No lo hizo todavía?

Repito, tres: sin ninguna vocación corporativa –entre los periodistas, es obvio, hay de todo– sé, sabemos todos qué clase de persona/gente es el buenazo de Tomás Sanz. Buenazo pero no boludo, claro. Un tipo talentoso, de un humor entre melancólico y feroz y, sobre todo, de (nada solemnes) convicciones, que siempre escribió dónde y sólo lo que quería y creía. Un tipo que desde comienzos de los setenta en la primera Satiricón y sobre todo en el inicio, el desarrollo y hasta el final de Humo(R) fue –más allá de cualquier diferencia con la conducción editorial o la línea de la revista que hizo época– una referencia inevitable, el jefe de redacción ideal para todos nosotros. Me animo, y que me desmientan: Fabregat, Dolina, Fontanarrosa, Paredero, Ceo, Meiji, Grondona White, Tabaré, Rep, Altuna, Trillo, Feinmann, Martini y me como a tantos más... Siguen las firmas de los cientos que pasamos por ahí en dos décadas.

Tomás Sanz –el mismo que regala humor e inteligencia hoy, hace diferencia desde las columnas de Olé– fue, es y será siempre un lujo como humorista veloz e inteligente, como amigo cabal y periodista honesto. No creo que sea poco en estos tiempos de malaria espiritual, si me permiten.

Así que, por favor, señores jueces de la Corte, con toda sinceridad. Fíjense lo que hacen.

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