CONTRATAPA

Con el borde ensangrentado

Me ha pasado varias veces en los últimos tiempos, que ando tanto con libros. Pero me pasaba mucho más antes. La cosa es así: hay lectores perspicaces e informados que buscan nuestra complicidad con una pregunta que es afirmación encubierta: “¿No le parece que el policial siempre ha sido considerado un género marginal?”. Es algo que se repite mucho y que nos pasa a los que cultivamos/leemos/escribimos sobre este tipo de relatos. Por ahí la cuestión no le interese a nadie (o a pocos), pero estoy seguro de que la dilucidación del asunto va bastante más allá de una simple polémica literaria.

En general, la cuestión apunta al grado de “reconocimiento” de obras y autores, al eventual paso de género menor a mayor en términos de artisticidad y a la consagración a partir de un “rescate” desde afuera que lo “descubra” valioso. Como si el policial –como el western o la ciencia ficción, géneros emblemáticos también de la cultura de masas que explotó el siglo pasado– dependiera de una mirada autorizada que le otorgase mayoría de edad y permiso de “entrar” en la zona vedada de lo culto. Y el problema, si lo hay –bien lo sabemos y lo comentamos con los interesados–- no es exactamente así.

Sobre todo porque los conceptos que se manejan en estos casos no son definitivos sino fluidos, móviles. La calificación o categoría “marginal” es siempre –en todos los sentidos y ámbitos en que se utilice–- provisoria, sujeta a apreciación. En estas circunstancias se supone que hay un núcleo o sistema central reconocido socialmente respecto del cual las narraciones del género policial serían tangentes o ocuparían una equívoca periferia. Y ese núcleo es la literatura. Pero la idea misma de literatura remite a varias cosas a la vez.

Materialmente hablando, la literatura es en principio un corpus formado por el conjunto de las obras que se supone la componen; pero ese corpus, a su vez, está constituido no por todos los textos que se producen y publican sino por los que responden a cierta práctica de escritura y (sobre todo) a cierto modo de lectura particulares. En tercer lugar –y esto es acaso fundamental– los textos habitualmente considerados literarios de pleno derecho son aquellos que circulan según un itinerario tácito pero muy preciso: el libro que se vende en la librería y termina en la biblioteca. Así, la literatura –tal como se la reconoce, estudia y comenta– está formada por un conjunto de textos escritos/leídos de determinada manera que circulan y se acumulan también según cierto criterio. Lo que no entra en esos parámetros no es, no se ve en principio como literatura. Queda en el borde o al margen.

Así, después de semejante rodeo, se comprende en qué medida se hace dificultoso recortar la cuestión. En principio, las novelas policiales y los autores que se dedican preferente o únicamente a producir este tipo de ficciones entraban/entran sólo muy raramente en el sistema de la literatura, porque no solían/suelen pasar necesariamente por el circuito regular –libro/librería y biblioteca–, sino que transitaban previamente por otros canales y modalidades de lectura y consumo vinculados con la llamada cultura de masas y con la tarea del escritor profesional, el que trabaja por dinero y por encargo y a medida: la revista, el magazine, el kiosco y el eventual desecho sin llegar al libro. Ese era/es su circuito.

La otra cuestión –y la más importante– es que debido a este modo de circulación particular, este tipo de relatos suelen no ser leídos como (desde la) literatura sino como (desde el) entretenimiento, como si hubiera contradicción entre ambas aproximaciones. Cabe explicar entonces cuál es el equívoco.

Sabemos que la condición literaria de un texto tiene que ver con su forma, con el manejo del material y el uso del lenguaje. Porque lo literario de un texto está en el cómo y no en el qué. En el caso de la narrativa, no en qué se cuenta sino en cómo se lo hace. Como la narrativa policial, en tanto literatura “de género” aparece muy pautada respecto de ciertos aspectos de su contenido –tipos de personajes, reglas de juego, incidencias argumentales, etc.– se suele leerla/escribirla/criticarla sobre todo poniendo el énfasis en el qué más que en el cómo: en el argumento más que en los procedimientos narrativos y la escritura. Y muchas veces no se pierde nada con esa lectura porque no hay más que eso: una escritura funcional para contar una historia más o menos ingeniosa o entretenida. Se trata de escribientes, no de escritores –siguiendo a Barthes–. La literatura no ha pasado por ahí. Pero tampoco, cabe aclararlo, por la mayoría de los textos narrativos que, como novelas a secas, pueblan los estantes de novedades cada semana... Así, la multitud de textos policiales considerados marginales respecto de la literatura no lo son por su condición genérica sino por ser mala o nula literatura.

Pero sucede que, a la inversa –y aquí llegamos a lo que vale la pena subrayar–, escritores como Poe, Bierce, Chesterton, Simenon, Hammett, Chandler, Thompson, Goodis o Cain, para nombrar sólo a algunos narradores históricos, han hecho excelente, la mejor literatura de su tiempo desde el género y dentro de sus parámetros, del mismo modo que Ford o Hawks o Minnelli o Hitchcock han hecho cine desde el western o la aventura o la comedia o el suspenso. Lo que la crítica soberbia y condescendiente ha calificado a menudo como diestras “artesanías” ha sabido en realidad ser ejemplo, desde el corazón de la cultura de masas y para un público masivo, de parte de la mejor narrativa de la época.

En pura lógica, y borgeanamente hablando, bastaría dar un ejemplo en contrario para romper el prejuicio literario respecto del policial. Valgan tres, entonces: La llave de cristal (The Glass Key), de Dashiell Hammett; El largo adiós (The Long Good Bye), de Raymond Chandler, y El asesino dentro de mí (The Murderer inside me), de Jim Thompson. Lean y después me dicen.

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Imagen: Alejandro Elias
 

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