CONTRATAPA

Qué clase

 Por Sandra Russo

“No sólo me quitaron mi dinero. También me están quitando mi tiempo”, dice, serena, una anciana de pelo platinado mientras cumple su quinta hora de espera en la cola de un banco. Es la tercera vez que viene, y será la tercera que se vaya sin cobrar. La crisis puso tanta putrefacción sobre la mesa, que corremos el riesgo de que este estado de cosas putrefacto se naturalice, que nos habituemos a ver viejos desmayados, que aprendamos a saltarles por encima si en el camino nos topamos con uno. Después de todo, eso y no otra cosa es lo que hemos venido haciendo con otros, ¿o no era como saltarle por encima a un viejo desmayado aquello de mirar con desdén y hasta con asco, incluso, a los pibes que pasaban el trapo en los limpiaparabrisas de nuestros autos? ¿O no era como saltarle por encima a un viejo desmayado aquello de irritarse con los maestros, los estudiantes o los estatales que cortaban la calle? ¿O no era como saltarle por encima a un viejo desmayado sentir fastidio porque los piqueteros nos arruinaban el week-end quemando neumáticos en las rutas?
“No sólo me quitaron mi dinero. También me están quitando mi tiempo”, dice, serena, la anciana de pelo platinado. Habla en sentido literal: es su tercera cola inútil en el banco, y cinco horas más cinco horas más cinco horas son un día entero de la vida que ella vive despierta, y con esa lucidez de los viejos ella dice: me están quitando lo que me quedaba por vivir. Me están quitando lo que yo había planeado para mi vejez. Me están quitando mi libertad.
Es en este punto donde verdaderamente estalla este modelo, surgido de quienes en algún momento nos hicieron creer que estaban privilegiando la libertad por sobre la igualdad. Se sabía –y el que no lo sabía era porque barría sus propias cenizas abajo de la alfombra– que somos una sociedad que desde que se sacó de encima a las botas, hemos generado alternativas políticas que lentamente fueron eliminando hasta de su discurso la idea de la igualdad: ¿quién se animó a hablar de igualdad en estos años? Y: ¿a quién le hubiese interesado escuchar hablar de igualdad?
Nos embobamos con la idea de la libertad como un valor que nos indujo a ser libremente descerebrados. Creímos, banalmente, estúpidamente, que éramos libres porque untábamos nuestras tostadas con mermelada húngara o porque nuestros hijos nos pedían un viaje a Orlando y eso no sonaba descabellado. Cómo son los chicos de hoy, pensábamos, piden un viaje a Orlando como quien pide una pizza. Creímos, aun sin decírselo a nadie, que éramos libres porque comprábamos microondas en cuotas y porque nos habíamos mudado a un edificio con gimnasio y solarium.
Y ahora, mientras salimos a la calle con ollas de teflón, mientras el modelo estalla, todo esto otro nos estalla en la cabeza. Primero vinieron por los lúmpenes, después vinieron por los desocupados, más tarde vinieron por los maestros y los estatales y los piqueteros, y ahora vienen por nosotros. Claro que es tarde.
Una tara genética de la clase media yace en su propio imaginario, que habría que rastrear en la asombrosa capacidad de negación de esos abuelos inmigrantes que quemaron las naves. La clase media se ve más bella de lo que es. Se ve más flaca. Se ve más rubia y más europea de lo que es. Se ve más educada. En ese imaginario tarado que en mayor o menor medida todos llevamos incorporado, la clase media siempre ha creído ver su destino atado al de los de arriba, y siempre ha despreciado a los de abajo. Que ahora nos estalle la cabeza es bueno. Es doloroso, pero es bueno. La verdad nos dirá de nosotros mucho más que las sirenas noeliberales: somos gente pequeña, miembros de una clase insegura, habitantes de un país inexplicable, gente negadora, pobre gente, cuyos sueños fueron inabarcables, pero ahora caben en un garbanzo. Y en el mejor de los casos seremos gente dispuesta a mirarse al espejo y a admitir que no sólo la clase política argentina se ha comportado de una manera miserable.

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