CULTURA › HENRI CARTIER-BRESSON, VIEJO MAESTRO DEL
ARTE Y DE LA VIDA, EN UNA MUESTRA DESLUMBRANTE

“La realidad es la que tiene la última palabra”

La obra del fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson marca un antes y un después en la historia de la fotografía. Sus fotos emblemáticas privilegian la captura del instante significativo, ya sea al registrar incidencias mínimas de vida como en el testimonio documental de grandes momentos de la historia del siglo veinte.

 Por Juan Sasturain

–¿Y qué hace todo el tiempo?
–Miro.
HCB, a los 88 años


Henri Cartier-Bresson vivió mucho, acaso demasiado para este mundo acelerado por la necesidad de sustituciones y las fechas de vencimiento pero no para él, que se la pasó lidiando sin angustias con el tiempo, capturando el instante, cazador de eternidades. Cuando murió, en agosto del año pasado, había cumplido los 95 y eso suele ser considerado peligroso para alguien que ya era famoso y reconocido como el mejor fotógrafo del mundo –si eso puede ser evaluado– desde hace medio siglo. No hubo ese riesgo en el caso de HCB.
En varias entrevistas de los noventa –hay una memorable de John Berger– contó sin énfasis ni pretensión de golpe bajo que en los últimos años le había ocurrido que, a veces, al acercarse a un grupo de fotógrafos en operaciones le habían pedido que se corriese, que no molestara. Ninguno de aquellos tipos –con sus enormes equipos reflex y largos objetivos– había sabido o podido reconocer en aquel viejo, con su camarita Leica, al maestro que desde los treinta revolucionó el fotoperiodismo, cofundó junto a Robert Capa y David Chim Seymour la gloriosa agencia Magnum en la segunda posguerra e hizo escuela con su teoría del “instante decisivo”.
Utilizó esta expresión por primera vez en el prólogo de Images à la sauvette (algo así como “imágenes furtivas”), un libro de 1952 que desde la portada –que no es una foto suya sino un dibujo de Matisse...– y la claridad expositiva de su concepción del oficio establece un corte cualitativo: cuando Cartier-Bresson fotografiaba, buscaba y encontraba “otra cosa”. Verdadero manifiesto estético y conceptual con que pateó el tablero de la fotografía de su tiempo, la suma de las imágenes y la teoría que las acompañaba marcaron sin polemizar la diferencia respecto de oportunistas gatilladores de cámara, minuciosos armadores de estudio y brujos de laboratorio. Fue la casi simultánea edición en inglés la que tomó la expresión paradigmática y la convirtió en título y emblema: Cartier-Bresson fue desde entonces el hombre del equívoco “instante decisivo” enfatizando un aspecto seudo trascendente que no está ni estuvo nunca en el espíritu del artista, un cazador furtivo del momento, elegante budista libertario.
Por eso, al final, no parecía importarle demasiado el eventual olvido o el desconocimiento de propios y extraños: había logrado (perdonando la palabra) su objetivo. Seguramente los ansiosos colegas podían reconocer entre millares una docena de fotos suyas definitivas –el pibe de barrio parisino con las botellas de vino, las prostitutas mexicanas asomadas, la sombra que salta el charco detrás de la estación, Giacometti con el saco en la cabeza bajo la lluvia– pero no su serena, esquiva cara. Es que, a diferencia de su expansivo amigo Capa –el que se puso el casco el Día D con los soldados en Normandía–, una de las constantes preocupaciones de HCB fue pasar inadvertido: volverse invisible y no hacer ruido –como la discreta Leica, su instrumento– para poder ir y venir cómodo y libre por todas partes y sorprender a la vida mirando para otro lado.
Coherentemente se obstinaba en repetir, de últimas, que aspiraba a que lo recordaran como hombre y no como fotógrafo o dibujante, es decir, como personaje. Se le dio. Está él y están las fotos, enteros y separados. El ascetismo, la mesura y falta de adjetivos recuerdan al otro Bresson, el del cine, tan en blanco y negro como él, siempre más cerca del carozo que de la cáscara.
Dice Jean Lecouture que la personalidad de Cartier-Bresson se define por tres constantes: su sentido de la vida, que lo llevó a buscar siempre la captura del instante; el espíritu rebelde, que le hizo abandonar primero el medio burgués –siempre fue un señorito, hijo de una familia de ricos industriales–, después su país y finalmente su propia profesión siendo famoso; y en tercer lugar, la geometría como ordenadora de vida y obra: su estética se sostiene en los valores de la composición y la estructura, es arquitectural como De Chirico, equilibrado como Leonardo.
El itinerario personal –de Francia al mundo y regreso a casa– cerró el año pasado un vital círculo que el maestro, convertido al budismo desde hacía años, había trazado también en toda su tarea artística: comenzó como dibujante y pintor en su juventud y volvió a esas disciplinas tras abandonar la fotografía profesional sin que le temblara el dedo en los años setenta. Ese abandono, tan discreto como todo en su vida y que muchos no supieron entender, puso fin a una trayectoria de cuarenta años, fundamental para entender el arte de la fotografía, algo que él contribuyó como nadie a inventar.
Ya en su adolescencia, cuando estudiaba en el Lycée Condorcet, mostró su vocación artística. Apasionado por la pintura, en los tempranos años veinte tomó lecciones con Jacques Emile Blanche, se acercó a los surrealistas y, a mediados de la década, visitaba con frecuencia al pintor y poeta Max Jacob. En 1927 entró al estudio de André Lhote, un temprano adherente al cubismo que lo conectó tanto con el arte de vanguardia como con la tradición del clasicismo francés: de Poussin, Ingres y David, a Cezanne.
Pero el llamado de la selva y la aventura –la vida ante todo– se hizo oír y en 1930 se fue a cazar y traficar a Costa del Marfil, en Africa, en sintonía con una tradición de artistas franceses como Delacroix, Matisse o su admirado Rimbaud, que partieron en busca de lo exótico y lo desconocido. Pero un brote de malaria lo puso al borde de la muerte y lo devolvió a Francia, donde lo esperaba el descubrimiento del poder creativo de la fotografía.
Y ahí empezó otra historia. A partir de 1931, con una Leica que sería su inseparable compañera, se largó a viajar por distintos países y a retratar lugares, gente y circunstancias. Al año siguiente hizo su primera exposición: los belgas que espían por el agujerito de la tela y vigilan de soslayo, su primera obra maestra, son de entonces. Y ya no paró. En 1934 se fue a México, donde realizó una muestra conjunta con el fotógrafo Manuel Alvarez Bravo. En 1935 estaba en Nueva York y durante un año estudió con otro grande y también fotógrafo como él, Paul Strand, los rudimentos de la dirección de cine. Ya de vuelta en Francia, trabajó como asistente de dirección de Jean Renoir en documentales y en la famosa Las reglas del juego.
Hacia 1939 Cartier-Bresson vivió una experiencia que marcaría un quiebre en su vida. Ante el estallido de la guerra, se unió al ejército francés y fue capturado por los alemanes, sufrió los consabidos malos tratos y duros trabajos forzados. Luego de 35 meses en prisión entre 1940 y 1943 –y después de que se lo diera por muerto– logró escapar en su tercer intento, una hazaña por la que sería condecorado.
Con el fin de la guerra, consolidó su oficio de fotorreportero. Tras filmar el documental Le retour y una memorable y consagratoria exposición “póstuma” en Nueva York, participa de la fundación de la agencia Magnum, cooperativa de fotorreporteros que reivindica por primera vez la independencia de los profesionales y el copyright sobre sus trabajos.
Desde mediados de los cuarenta, sin dejar de captar lo significativo en lo aparentemente menor y cotidiano, todos los grandes acontecimientos políticos y culturales del mundo fueron registrados por su Leica de una manera que nadie había hecho antes: desde la liberación de París, al ascenso de Mao al poder en China –estuvo en Oriente entre 1948 y 1950–; desde las últimas horas de Gandhi antes de su asesinato al registro en 1954 de la vida cotidiana en la Unión Soviética, como primer fotógrafo occidental autorizado a recorrerla.
Cuando abandonó la fotografía como actividad profesional en los setenta para ponerse otra vez a dibujar, lo hizo en un gesto de coherencia. “Soy un libertario, tengo miedo del poder. Y el ser conocido como fotógrafo es una manera del poder.” “No soy un actor de cine, mi trabajo es desconocido. Los fotógrafos no somos artistas, somos artesanos. Tenemos que pasar muy discretamente, viendo lo que pasa. La realidad siempre tiene la última palabra.” Una lección de arte y vida.

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Cartier-Bresson vivió 95 años muy intensos, en los que retrató un mundo en constante transformación.
 
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