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El lado oscuro del clásico

 Por Facundo Martínez

Era un clásico y debió haberse jugado como tal. Alemania hizo lo que se había propuesto: presionó con firmeza en el mediocampo, adelantó todas sus líneas y buscó constantemente contener la salida de los argentinos, reducirlos, para mantenerlos lejos del arco de Lehmann. Argentina no supo a qué jugar. Era un partido de observación, según dijo Pekerman, y esto fue lo que se vio de la Selección: una defensa endeble y predecible, donde la ingenuidad y desesperación de Burdisso se llevó el primer premio con el absurdo penal que le convirtió a Kuranyi, sin contarle los despejes que por poco no pegaban en el techo del estadio; le siguió la ineficacia de Zanetti en la posición de cuatro, donde ni marcaba ni proyectaba, todo un desperdicio; y qué decir de Heinze, que mezcló buenas y malas, pero pegó como condenado y se salvó de ser expulsado nada más porque el árbitro italiano cobraba cualquier cosa, como el penal que le compró a Sorin con generosidad.
En el medio, Duscher no mandaba, tampoco Scaloni y, sin ese apoyo y con Sorin sosteniendo a Duscher, el juego de Riquelme se diluía solo, mientras Crespo y Saviola, en la ofensiva, esperaban que alguno de los pelotazos cruzados que les llovían desde el fondo les quedara acaso cómodo, al pie. El empate no reflejó lo que sucedió en la cancha. Alemania brilló y fue superior y Argentina ocupó el lado oscuro del clásico, aunque tuvo su cuartito de fama, sobre el final, cuando con Cambiasso, Maxi Rodríguez y Galletti en la cancha (¡y Aimar en el banco!) tuvo más profundidad y algo de fútbol. Abbondanzieri, que se había quedado petrificado ante el remate de Kuranyi, respondió bien en las otras y terminó salvando sus ropas, y las del técnico, que conservó su invicto.

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