DIALOGOS › JORDI BORJA, URBANISTA, EX TENIENTE ALCALDE DE BARCELONA Y VETERANO DE LA CLANDESTINIDAD ANTIFRANQUISTA

“Conquistar la hegemonía sobre la visión del pasado”

Para la mayoría de los españoles, el recuerdo de Franco le es indiferente, afirma Borja. El olvido de los actos de la dictadura permitió que resurgieran formas fascistas, todavía blandas, en la España moderna, cuando se han cumplido 30 años de la muerte del “Caudillo por la Gracia de Dios”.

 Por Lila Pastoriza

El 20 de noviembre de 1975 moría Francisco Franco, el “Caudillo por la Gracia de Dios” que a sangre, fuego y hostias instaurara en España la dictadura de casi cuatro décadas que, como el Generalísimo, ya no cabía en el mapa de Europa ni en los tiempos. A treinta años de aquellos días, cuando irrumpían nuevas fuerzas políticas sedientas de democracia y modernidad, Página/12 dialoga con Jordi Borja, un protagonista, en un paso fugaz por Buenos Aires. Borja pone el foco en los retrocesos registrados en la última década –con especial énfasis en la reaparición de fuertes contenidos y modos autoritarios en movilizaciones masivas– y los vincula estrechamente con el silencio y la impunidad que cubrieron los crímenes y responsabilidades del franquismo. “Oponerse a la progresiva degradación de la democracia requiere confrontar con este fascismo rampante y sucio que ha contaminado la vida política española, por no haber sido erradicado cuando acabó la dictadura. Ganar esta vez la batalla cultural implica conquistar la hegemonía sobre la visión del pasado, indispensable para reinventar el futuro”, señala Borja. Su mirada de la experiencia de la España posfranquista en la construcción de un país tras el arrasamiento tiene para la Argentina una indudable actualidad. Sobre todo cuando sobre el pasado y su memoria gira uno de los ejes de nuestro debate político.
–En los últimos años usted ha abordado cuestiones que hacen a la transición democrática española. Se cumplen 30 años de la muerte de Franco, una fecha clave, aun cuando la dictadura ya empezaba a hacer agua...
–Sí, un punto de inflexión importante, que dio lugar al proceso constituyente, a libertades, partidos políticos, elecciones, autonomías de las nacionalidades. Pero, claro, esto venía de por los menos unos quince años de conquistas, con mucho esfuerzo, mucha lucha. No sería justo decir que hubo que esperar a la muerte de Franco para que se democratizara el país, no porque Franco lo democratizara, para nada, si fusiló gente hasta último momento, sino porque pese a él y un sistema político, a partir de los años ’60 ya había comenzado a haber conquistas democráticas.
–Y ahora se dan esa enormes manifestaciones tras la consigna de “Familia”. ¿Cómo ve a la España actual en relación a aquellos hechos?
–Aquí tengo una encuesta publicada por El País en el aniversario de la muerte de Franco. La verdad, es preocupante. Si bien cuando se pide la opinión sobre la dictadura, la mayoría dice tener “mala” opinión (lo cual forma parte de los valores más elementales, es como decir que está mal que la gente se muera de hambre), al preguntar a los encuestados qué les provoca la figura de Franco, el 63,7% responde “indiferencia”, el 17,6% “nostalgia” y el 13% “rechazo”. O sea: el 70% de la gente es indiferente, incluso una parte de ella es nostálgica. Es como ser indiferente ante Videla, Pinochet, los torturadores. Claro que a diferencia de lo que ha pasado en la Argentina e incluso Chile, y de lo que sucede en otros países europeos donde se percibe el rechazo a los valores, el estilo, las ideas del fascismo, del nazismo, del autoritarismo, en España todavía hoy persisten calles con el nombre de Franco, estatuas y placas de homenaje.
–Parecería a veces que el tiempo no ha transcurrido en este aspecto, porque España apabulla con su modernización, sus cambios en las costumbres. ¿Cómo cree que se llegó a esta situación?
–Eso es lo que uno se pregunta. Y yo creo se aceptó la democracia –y se consideró que era bueno que hubiera democracia, partidos, reconocimiento de derechos sociales, sindicales, etc.– pero no se condenó de verdad al régimen anterior. Si aún ahora hay movimientos y organizaciones que reclaman la rehabilitación de los resistentes, de los ex presos, de los soldados de la República, porque en gran parte, no han sido reconocidos ni sus derechos ni sus sacrificios. Se hizo la transición pactando con los que venían del franquismo y tácitamente se los cubrió mediante la impunidad de todos estos crímenes y sin cuestionar las ideas que alimentaban estos crímenes. Y así no sólo se devaluó a la democracia y se incrementaron la apatía y la despolitización sino que se posibilitó que reaparecieran los aspectos más intolerantes de aquella cultura política.
–La impunidad es una construcción que requiere, además de medidas específicas y de resortes de poder, cierta mirada de sectores sociales. ¿Fue condición para otros logros? ¿Cómo se impuso?
–En el proceso de transición a la democracia aceptamos aquel silencio que tanto habíamos combatido en la dictadura. Y estamos pagando ese silencio. Durante los 25 años que van del fin de los ’60, aún bajo Franco, hasta mediados de los ’90, España cambió: creció en democratización y tolerancia, en modernidad cultural, en reconocimiento de derechos individuales y pluralismo político. Ese cambio, gestado en condiciones donde aún persistía el miedo de años, cuando todavía no se percibía la fuerza de las instituciones democráticas, tuvo logros de peso como la legalización de los partidos, la amnistía para todos los represaliados por el franquismo, el proceso constituyente, las autonomías para nacionalidades y regiones. Quizá creímos que obtener todo eso bien valía dejar en segundo plano la represión franquista, la complicidad de la Iglesia y la exaltación de la peor tradición de la cultura política española. Lo cierto es que el silencio de la transición fue un pacto tácito que permitió unificar a la nueva clase política, producto de la confluencia entre sectores herederos del franquismo que necesitaban legitimarse y las fuerzas que veían luchando por la democracia que buscaban el poder. El resultado de la transición pactada fue un régimen de excepción para sectores del poder procedentes del franquismo. No se aplicaron las sanciones, depuraciones y acciones políticas y legales contra los partícipes y justificadores de los crímenes de la dictadura, tal como hubiera ocurrido en una democracia fuerte. Hubo mucho que debió hacerse y no se hizo.
–¿Por ejemplo?
–De entrada no se exigió responsabilidades a las personas, a quienes habían torturado o autorizado la tortura, a quienes habían juzgado con leyes indignas... Evidentemente no fue así en Alemania o en Francia. Un ex ministro del propio general De Gaulle, Maurice Papon, fue condenado a los 80 años de edad porque siendo prefecto de la zona de Burdeos había autorizado la detención de judíos para entregarlos a los alemanes. Y esto fue hace poco, estos delitos no prescriben. En España esto no pasó. No hubo culpables. Pero, además, tampoco han sido condenadas esas ideas y sus símbolos: la bandera es la misma, se modificó el escudo (se sacó el águila imperial), sobran ejemplos. En muchos aspectos se mantuvieron las formas, los estilos, las palabras, los convenios del régimen franquista, como el Concordato con la Santa Sede, que viene de la época de la dictadura. Y está el tema de la persistencia de calles y monumentos. En Melilla se acaba de recolocar la estatua de Franco, restaurada. Aún ahora se está discutiendo qué hacer con el Valle de los Caídos, en las afueras de Madrid, donde se reúnen los fascistas. Y se discute con mucho miedo. Yo creo que hemos tenido una democracia cobarde. Nos ha costado verlo. Ahora se ven los efectos de una democracia basada en la impunidad de los criminales. La impunidad la devaluó desde su inicio ya que la ley no era pareja, para algunos –ligados al poder– había excepciones, y a la vez verdugos y víctimas se beneficiaban con las amnistías e indultos. Era una democracia que pactaba con la injusticia. Entonces, los valores e intereses de la dictadura quedaban a salvo. Y han reaparecido.
–Aquí con las leyes de impunidad se debatía lo mismo, no se trataba sólo del castigo sino de sus otros efectos sobre la sociedad. ¿En qué reaparecen estos valores de la dictadura?
–En muchos de los acontecimientos ocurridos en los últimos diez años. Veamos el caso del Partido Popular (PP) que ganó las elecciones de 1996 y del 2000 y que quizás hubiera triunfado también en el 2004. El PP se basa en valores que no siempre son los de la derecha democrática, los que sustentan su capacidad de movilizar y de distorsión de los procesos políticos, provienen en buena medida del franquismo: un sector importante del PP es de extrema derecha, como lo son el discurso, la política, el estilo de Aznar y de muchos dirigentes, y también lo es una parte de la militancia. Pero no se trata sólo de logros electorales. Actualmente, la cúpula eclesiástica y el PP movilizan a un sector importante de la sociedad bajos consignas propias del franquismo más acendrado, como ocurre en esas manifestaciones masivas, de gran intolerancia y mucha agresividad, contra los derechos de los homosexuales, de oposición violenta a cualquier intento de negociación política para acabar con la violencia en el País Vasco. Por ejemplo, en este momento, en un país democrático, moderno, en gran parte no creyente o no practicante de religiones, hay grandes movilizaciones para exigir que en la escuela pública la religión católica, apostólica y romana, sea obligatoria y además evaluable en iguales condiciones que las matemáticas, la lengua o la historia, una barbaridad, del mismo modo se alientan los enfrentamientos entre el mito de la España Eterna y las demandas autonomistas de las nacionalidades; cuando se plantea el desarrollo de las autonomías surge el más rancio españolismo patriotero, y se condena al actual gobierno simplemente porque está abierto a buscar soluciones en el País Vasco y en Cataluña. Y es que estos particularismos culturales e históricos existen, forman parte de la realidad de un país plural. Hay sociedades con elementos diferenciales en el País Vasco, en Andalucía, en Cataluña, en las Canarias. Son realidades no sólo integrables sino que se pueden utilizar positivamente para el conjunto de España. Pero si se acentúa lo negativo puede acabar como la profecía autocumplida, o puede llevar a que, aun en sociedades donde la inmensa mayoría de la población no es independentista, la reacción ante este españolismo genere nacionalismos separadores.
–Sin embargo, también en esta última época parecen haber resurgido multitud de iniciativas de memoria. ¿Cuál ha sido su alcance?
–Sí, esa lucha contra el silencio fue emprendida desde hace mucho por militantes, historiadores, juristas, colectivos de víctimas y asociaciones de ex presos o ex deportados que vienen exigiendo responsabilidades, haciendo denuncias, recuperando memorias. En los últimos años hay un salto, se multiplican las investigaciones y denuncias en relación con la Guerra Civil y la represión posterior. Se reclama la búsqueda de fosas comunes, investigar lo ocurrido en las cárceles, se piden medidas reparatorias, homenajes, se recuperan elementos de la resistencia democrática, en especial de luchas obreras, se reconstruyen vidas, episodios e historias, se buscan testimonios orales y documentación. La participación y curiosidad de los jóvenes, de los estudiantes, impulsa parte de estas iniciativas que llevan adelante organizaciones de derechos humanos, de víctimas, asociaciones sociales y que encuentran algún apoyo institucional mayormente en los municipios, pero ha costado mucho, pasito a pasito. Las escasas acciones con apoyo gubernamental no conforman una política al respecto, lo cual marca grandes distancias con otras experiencias, como la de los juicios (de Nuremberg o los desarrollados en la Argentina y Chile) o con las grandes iniciativas culturales realizadas en países europeos. En España nada de eso existe y algunos de los gestos que se han hecho (búsqueda de archivos, de fosas comunes de soldados y civiles asesinados) incluso han generado reacciones de rechazo. Es el precio que estamos pagando por tantos años de impunidad y políticas de olvido.
–Usted ha sido un protagonista de esta historia, un militante, y es además un intelectual. Parece que la reflexión sobre su propia práctica juega un rol importante en sus conclusiones. Desde allí, ¿cómo ve usted el proceso que instaló el silencio y el camino al olvido?
–Muchos de nosotros hemos contribuido a esto, sin darnos cuenta. Una anécdota propia: yo estaba en el núcleo del Partido Comunista responsable de la primera campaña electoral. Las referencias a la lucha antifranquista, a la dictadura, se hacían en los actos con los militantes, para darles ánimos, ideas, para cohesionarlos. Pero en cambio, en los carteles, spots televisivos y de radio, ese discurso no estaba, era todo más light. Decíamos que estábamos por “la amnistía de todos los delitos políticos (donde entraban todos), pero no “por la condena de los torturadores”. Buscábamos tranquilizar a la gente. Y lo hacíamos pensando que era la manera de consolidar la democracia. No pretendo juzgar, ni denunciar, ni siquiera autocriticarme, más bien intento indagar lo ocurrido. Creo que fue positivo consolidar la democracia, pero esto tenía también efectos perversos que no vimos. Hay políticas que son correctas, pero pueden generar efectos negativos, y para que éstos no ocurran se requiere prevenirlos. (Yo lo veo a diario en urbanismo: una determinada política de espacio público, que es buena, encarecerá el suelo, necesitaré entonces construir viviendas sociales, etc., para prevenir sus efectos negativos). Lo importante es que veamos no sólo lo que se ha hecho mal sino lo que en buena parte se hizo bien, pero con efectos posibles negativos que no fueron previstos...O si alguien los previó, pensó que no era posible ir más allá. El resultado fue obtener una democracia formal duradera, la primera en nuestra historia contemporánea. Pero con una marca original que la hace vulnerable a concepciones fundamentalistas y autoritarias latentes en la sociedad.
–Treinta años sin Franco, un país que cambia de piel y de imagen –como usted ha dicho en algún texto– y esta sociedad a merced de ideas y valores del más rancio franquismo que pegan en sectores sociales importantes. ¿Cómo ve usted el curso a impulsar en una situación como la actual?
–España, como otros países, sufre una crisis de vacío político simbólico. A diferencia de lo que ocurre en otras sitios, donde el vacío es llenado por comunitarismos atomizados que hostigan a la democracia sin llegar a cuestionar sus bases, en España la derecha política y eclesial tiende a un fundamentalismo unificador con posibilidades hegemónicas. A este vacío lo llenan la derecha o los nacionalismos periféricos, que son los que tienen capacidad de movilización, porque se sustentan en valores hereditarios, históricos, culturales, de identidad, que en un momento de globalización se ven aún más fuertes. Este vacío simbólico se manifiesta en el carácter frígido de la democracia española, frágil, economicista. Y esto explica la encuesta que comentaba antes, la “indiferencia”, las posiciones ante la dictadura.
No se logró “re-simbolizar” la vida política democrática y la sociedad se siente poco implicada en proyectos colectivos de los partidos (salvo en algunos claramente antidemocráticos). Y a esto se ha llegado por dejar que las elites de poder monopolizaran el manejo de la memoria histórica.
Creo que si las democracias no desmontan el andamiaje de olvido montado por las dictaduras previas, mantienen a una parte de la población desarmada ante la manipulación. El olvido no es lo contrario de la memoria, sino de la verdad, al no recordar se falsifica la historia. Por eso lo usa el poder, para que se recuerde sólo que lo justifica. Si la tarea de la memoria histórica es construir verdades, está claro que debemos apropiarnos de nuestro pasado si buscamos un proyecto que consolide las bases del avance democrático. Necesitaremos, además, otras palabras, las de la resistencia. No están más. Desaparecieron del lenguaje político como la propia memoria de resistencias y luchas. La tarea es recuperarlas.

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