DIALOGOS › GUILLERMO MARTINEZ, ESCRITOR Y MATEMATICO

“Lo escrito va restando libertad y abre otras posibilidades”

Martínez forma parte de una nueva generación de escritores argentinos. En pocos años y con un libro de cuentos y tres novelas, se convirtió en uno de los autores más reconocidos. Como matemático se apasiona con las singularidades. Como escritor busca el punto donde la imaginación hace discontinua la realidad.

 Por Ana Larravide

–“Borges y la matemática” reúne tus ensayos y artículos. Entre ellos, “Un Dios pequeño, pequeño” señala el poco quehacer que le han dejado a Dios la teoría del Big Bang y, luego, la física cuántica.

–Es muy complicado para los físicos ese problema.

–¿Y para los escritores?

–Para los escritores es muy fascinante. Todo indica que hubo un momento cero de la expansión del universo. No se sabe si el universo, en ese instante, tenía alguna dimensión o era un punto. Las posibilidades científicas de explorar el origen del tiempo son dos situaciones muy distintas: ¿sería una esferita infinitesimal o una singularidad, un punto de dimensión nula y de densidad infinita?

–¿Una singularidad?

–Las singularidades son los lugares donde no pueden aplicarse las fórmulas. Esa es la opción preferida, en general, por las mentalidades religiosas. Pero, bueno: son teorías. Con el tiempo se irán refinando y aparecerá la más plausible. Por ahora son difíciles de confirmar las dos. Hay un libro lindísimo, que te recomiendo mucho; se llama Proceso al azar, de Peter Landsberg. Sobre un congreso de matemáticos, físicos y biólogos que –sin fórmulas ni aparatos técnicos– debatieron hasta qué punto hay azar o hasta qué punto hay determinismo y cómo juegan esos dos términos en el universo.

–¿Un congreso real o de ficción?

–Fue un congreso muy importante, hace unos veinte años. Hubo quienes pensaron que todo es determinismo; otros, que todo es esencialmente azaroso y hubo también posturas intermedias. Todas las variantes fueron comprendidas y representadas con argumentos. Hermoso libro.

–¿Habla de física cuántica?

–No me mires aterrorizada. Propone ideas que no requieren saber nada previamente y son muy atractivas, incluso visualmente. Hace años que escribo una novela con el personaje de un niño que mira un libro (un libro que leí en mi infancia), “El universo en cuarenta saltos”: mostraba una chica en una ventana; en su brazo, una mosca. La segunda foto es la mosca. La tercera, el ojo de la mosca; la cuarta, las moléculas de ese ojo, la quinta son los átomos... Uno da vuelta el libro y encuentra otra vez a la chica de la ventana. Luego, una toma de las casas de su aldea desde arriba; después, una ciudad que las incluye, después el planeta... El chico de mi historia puede mover la sucesión de imágenes con el índice: alejarse o adentrarse infinitamente.

–En mundos infinitos, imprevisibles.

–No tanto. El sol sigue saliendo por el Este. Nuestro mundo tiene fenómenos caóticos, catástrofes naturales y partículas subatómicas; pero tiene también sus elementos regulares, sus recurrencias, sus claves ocultas. El juego de la razón es ahondar en él hasta donde sea posible.

–¿Creés posible encontrar certezas?

–Me interesa buscarlas.

–Pero ¿no era que aceptar la incertidumbre ayuda a vivir? Has escrito que “el don de Prometeo a los hombres fue regalarles no conocer su fin, ignorar el día de su muerte”.

–Ah, sí, por supuesto. Esa es una incertidumbre protectora. Esa reflexión, para mí, es lo más lindo que tiene La mujer del maestro. Tal como lo cuento allí, fue un hallazgo ese poema sobre ese primer regalo de Prometeo. Por eso el libro que esconde Jordán se llama “El primer don”.

Pero no me interesa la incertidumbre como valor en sí. Ciertamente hay una resonancia romántica en no poder acceder a los misterios últimos, en lo indeterminado, en lo que no puede conocerse, pero yo no siento ese enamoramiento absoluto de lo incierto, tan propio de la modernidad. Me interesa más, por el contrario, el desafío para el pensamiento que implica esclarecer lo que no se sabe. La frase “Sólo sé que no sé nada” resulta simpática en un primer momento. Pero, a continuación, uno se da cuenta de que sí sabe algunas cosas. Otras no. Y otras... resulta muy interesante tratar de saberlas.

–Le das importancia al azar. Al mismo tiempo parece que tuvieras muy presente la planificación. Cecilia, la mujer del maestro, admira en Jordán su capacidad de planificar su obra. ¿Qué predomina en vos?

–Las dos cosas ocurren. Cuando escribo, una parte corresponde a un mundo ideal donde uno entrevé la voz de un personaje, el desenlace, la organización fundamental de una trama, los rasgos principales de una narración, la idea eje. Eso sucede imprevisiblemente en el momento de la iluminación, la inspiración, el germen, como quieras llamarlo. Y luego sigue un intento de codificación por escrito, que es una codificación sucesiva, ¿no es cierto? Todo aquello tiene que ordenarse simultáneamente, de algún modo. Para sortear las dificultades se emprenden rodeos que hacen más interesante, más astuto, más sutil, el desarrollo. Es lo mismo que ocurre cuando se quiere demostrar un teorema: una idea inicial te pareció clarísima; pero al desarrollarla uno encuentra que las cosas no salen por ese primer camino. Entonces hay que tratarlas por separado, desglosar, dar rodeos, encontrar argumentos más sutiles. Exactamente lo mismo pasa en la narrativa.

–¿Esos problemas, rodeos, sutilezas, son la novela?

–Sin ellos podríamos decir nomás que “La mujer del maestro” refiere cómo un joven escritor se las arregla para acostarse con esa mujer. ¿No?

–Eso sería como decir que Migré, Shakespeare, Bergman y Woody Allen cuentan “el desencuentro de dos enamorados”.

–Justamente. Pero cada uno de ellos da sus rodeos en torno de una situación inicial. Hay una gran riqueza que viene del trabajo: lo escrito va restando grados de libertad y a la vez va abriendo otras posibilidades. Eso hace que el trabajo valga la pena. Hay un premio, en la dificultad. De pronto –ante un escollo, un obstáculo inesperado– aparece una solución creativa. ¿Ves?, ahí están las dos cosas: la planificación y (no sé si llamarlo azar) lo inesperado.

–Y no “da lo mismo” contarlo de cualquier manera.

–Por supuesto que no. Si bien siempre tengo claro a dónde voy –el final–- el problema es cómo ir avanzando, para que se sienta cierta complejidad en la trama. Eso me importa mucho. Me importan el tema del suspenso, la herencia del cuento, la idea de que el texto, hacia el final, resignifique el principio. Que el final sea un plus, una culminación inesperada.

–Y también inevitable.

–Sí, esa combinación –lo inesperado, lo inevitable– es un atributo de los buenos teoremas. Es como el acto de ilusionismo, cuando te dicen “con esto, esto y esto voy a construir una paloma”. Te muestran dos o tres plumas. El espectador dice: “No, no puede ser”, pero frente a él se va produciendo una secuencia –una cierta magia– y llega la paloma. Acabo de leer “Una partida de ajedrez”, de Stefan Zweig. Un cuento extraordinario. Un cuento largo. Es el ejemplo perfecto de lo que estoy diciendo: un viaje en barco... En ese viaje el narrador nos presenta a un campeón mundial de ajedrez, que va a jugar un torneo. Es un personaje insensible, autómata; un genio idiota, que sólo puede jugar al ajedrez. Toda la narración parece encaminada a hablar de ese sujeto, pero durante la travesía se organiza una partida simultánea y aparece otro de los pasajeros, que va a derrotar a ese campeón de ajedrez. ¿Cómo? Y ahí hay que ver cómo se las arregla Zweig –que ya nos había convencido de que el primer ajedrecista era imbatible– para crear otro personaje, entre la gente común del pasaje, que lo derrote ¡y que sea verosímil que lo derrote! Lo consigue.

–Crear una situación posible en lo imposible, ¿es la felicidad del escritor?

–Ahí está. Para mí ése es el sentido de ser escritor: el plus de imaginación, que debe tener el escritor. Apuesto a ese tipo de literatura: una literatura que no sea una descripción de un fragmento de nuestra realidad económico-político-social. No. ¡Algo más! Algo que no esté en el mundo, algo que sobresalga. ¡Imaginación!

–“Imaginación, cabalga: la realidad te pisa los talones”, pedía Dino Buzzatti.

–Claro, para realidad ya tenemos el diario. Pido que la literatura me lleve más allá de eso. Lo primero que miro en un libro es eso: imaginación, originalidad. La gracia del escritor, el encantamiento de su “acto de ilusionismo” es hacer aparecer ante los ojos de todos algo que estaba pero nadie veía.

–Al leer Crímenes imperceptibles casi se la ve filmada. ¿Incluías ese proyecto al escribirla?

–No, para nada. Sólo vigilaba esa tensión que se da entre el desarrollo psicológico de los personajes y el mecanismo de la trama. Me preocupaba si iría a restringirme al género policial o si derivaría a una novela de pensamiento... Una maquinaria intelectual, que ya aparecía en Acerca de Roderer.

–Al profesor Seldom, nombrado sobre el final, lo conoceremos mejor entre los protagonistas de Crímenes imperceptibles.

–En Crímenes... desarrollo esa postura filosófica con mayor libertad, en un mundo más lúdico.

–A tus personajes les gusta jugar. Y a algunos se les nota unas inmensas ganas de ser felices.

–Sí. Mi amigo Pablo De Santis observó en “Acerca de Roderer” una cierta tristeza. Una tristeza de época. Una época de frustraciones (que incluyó Malvinas), de decadencia familiar, la muerte de los padres, incluso la muerte del protagonista. Trata muchos temas angustiosos, me dijo. Creo que es así. Pero en Crímenes imperceptibles hay un registro de alegría, de iniciación en otro sentido, de descubrir un nuevo mundo.

–En Infierno grande describís a una alumna de matemáticas que asistía a clase como a una tortura. El profesor lo nota; ella explica, furiosa: “No me gusta la matemática”. “¿Querrías hacer teatro? –le pregunta él–. Algo habrá que te guste en la vida...” y le enumera otras actividades... “No. No. No. Nada me gusta”.

–Ese es el cuento que Piglia me ha dicho que prefiere, de los míos. Me dijo que en general domina en ellos la mirada intelectual. Y que éste es el único en que lo que está afuera pone en jaque a esa mirada racional. Eso le ha gustado.

–A esa muchacha nada la hacía feliz. En cambio, en Crímenes imperceptibles Beth quiere ser feliz, como imagina que lo es el becario.

–Sí, sí. Quiere ser feliz como un valor vital. Es muy cierto. El personaje de Beth tiene que ver, por oposición, con ese cuento de Infierno grande.

–Frente a ese muchacho tan libre –que estudia lo que quiere, juega, viaja–, Beth se ve sin horizontes. Envidia su capacidad de ser feliz.

–Ese es un tema. De todas maneras, en las novelas hay elementos que quedan determinados por los requisitos de la trama. A veces uno no es totalmente libre en la elección de esos elementos, sobre todo cuando es una novela policial. La falta de libertad en Beth es algo que me lo sugirió la trama policial: tuve que encontrar un motivo para que ella actuara dentro de la novela. Eso me hizo poner énfasis en su aburrimiento, en lo opresivo del instrumento que ama.

–“No hago más que seguir la partitura” dice, casi como una maldición.

–Claro. Es otro tema recurrente en mi escritura. En Acerca de Roderer, el padre del protagonista, que durante toda la vida se dedicó a pescar...

–Abandona la pesca.

–Y en un relato de Infierno grande, el piscicultor mata todos sus peces. Son reformulaciones de la idea que aquello que más te gusta en la vida llega un momento en que te harta o se convierte en detestable. Eso reaparece en Beth: a veces una persona tiene una habilidad y esa habilidad –que a la vez le da trabajo– se convierte en una condena: la tiene que arrastrar toda la vida.

–¿Por qué “toda la vida”? Puede cambiar. Ser más feliz.

–¿Y si no puede? En el mundo en que vivimos se valora que uno tenga una cierta especialización. De manera que, si uno tiene un trabajo, se perfecciona en ese trabajo, queda atrapado en él... Es muy difícil ensayar distintas vidas.

–La literatura permite ensayar distintas vidas.

–Sí.

–¿La vida no permite tanto?

–La literatura permite mucho más.

–¿Las teorías matemáticas en Crímenes... son parte de tu juego?

–Esas teorías no existen. Son plausibles. Todo eso que refiero, de los tests de inteligencia, acerca de que cierto número de gente acierta todas las respuestas pero en algún caso propone una respuesta diferente a la normal... respuesta que, sin embargo, no está errada; transitó una lógica diferente. Esos tests son ficciones. Como el hombre que, inconsciente, continuaba escribiendo símbolos.

–Emociona ese personaje que, descerebrado, rescata los signos esenciales de su vida. ¿Dónde se aloja o perdura lo esencial de una persona? En él, en esos signos que dibuja.

–Sí, sí. Me gusta mucho esa historia. Hay un par de pequeños cuentos dentro de Crímenes.... Por ése siento predilección. Nada de eso lo tenía pensado. A medida de que uno avanza en la escritura se mete en cierto mundo. Acuden a uno sus símbolos, sus ideas...

–Preguntas como “¿Qué soy sin cerebro? ¿Algo sigo sintiendo, algo queda de mí?”

–Quise hacer alusiones a esos temas. Sobredimensionar esos aspectos hubiera sido caer en algo pedante, pesado. O peor: en explicaciones insuficientes. Pero así, mencionados en medio de un romance de personajes jóvenes, esos temas contribuían a un buen balance, me pareció.

–Con la misma aparente simplicidad mencionás lo terrible, en tu obra. Como en el cuento que da el título a Infierno grande.

–Siempre me sentí orgulloso de ese cuento. Apareció en el ’80.

–Escribiste sobre crímenes ocultos.

–De una manera indirecta. La literatura tiene esa eficacia.

–En Infierno grande hay otro cuento, el del profesor que sale en busca de una peluquería en el mismo pueblo, años después.

–Sí. Pasa a veces que, ya escrito un cuento, a uno se le ocurre una variante posible con alguno de sus personajes y tiene que escribir otro.

–Como en Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson.

–No lo conozco.

–Son cuentos, también, de pueblo chico. Sherwood Anderson los escribió por 1920. Los protagonistas de cada cuento son personajes secundarios en otros. Se pueden leer como capítulos de una novela. Quien me prestó ese libro hace años me hizo sobre el autor un cuento encantador.

–¿Un cuento sobre el cuentista?

–Sí, había llegado a su pueblo un borracho, de esos que trabajan lo mínimo, para poder tomar whisky el resto del mes. Coincidían en el mismo bar a la misma hora, después de que Anderson –que dirigía un diario–- concluía su trabajo. Muchos días tomaron whisky juntos y Sherwood Anderson le hablaba de literatura. Así, semanas, Pero el vago no volvió al bar. Y el escritor, que lo extrañaba, fue a la pensión a buscarlo. “Suba usted”, le indicaron. Golpeó y salió, desmelenado, iluminado, el vago: “¡Estoy escribiendo un libro!”, le dijo. “¡Oh, Dios!”, dijo Anderson. Pero después le ofreció editar lo que escribiera, dejando en claro que él no le corregiría las pruebas. El libro se publicó, con un error en tapa: el nombre del autor con una u de más; una u que el nuevo escritor conservó para siempre en su nombre: William Faulkner.

–¡Qué cuento...! Con Svevo y Joyce pasó algo parecido: Svevo contrató a James Joyce como profesor de inglés. Le contó que había escrito un par de novelas en su juventud, un día le mostró La conciencia de Zeno. Joyce quedó encantado. Y mirá vos, estas cosas... en Oxford conocí a un serbio... casi no nos tratamos, el primer año. Al aparecer Acerca de Roderer se enteró y me dijo que él, de adolescente, había escrito cuentos y pensado en ser escritor. Después, se había dedicado a las matemáticas. Volvió a escribir cuentos. Después supe que ganó el primer premio de literatura en Serbia... ¡Pero qué lindo eso sobre Faulkner!

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