ECONOMíA

Mentiras graves sobre los bancos centrales

 Por Joseph Stiglitz *

Un banco central independiente, centrado exclusivamente en la estabilidad de los precios, ha llegado a ser un aspecto fundamental de la cantinela de la “reforma económica”. Como tantas otras máximas políticas, se ha repetido lo suficiente para que llegara a creerse. Pero las afirmaciones atrevidas, aun cuando las hagan los presidentes de los bancos centrales, no sirven para sustituir las investigaciones y el análisis.

Las investigaciones indican que, si los bancos centrales se centran en la inflación, cumplen mejor con su tarea de controlarla. Pero el de controlar la inflación no es un fin en sí mismo: es un simple medio para lograr un crecimiento más rápido y más estable y con menor desempleo.

Esas son las variables reales que importan y existen pocos testimonios de que los bancos centrales independientes que se centran exclusivamente en la estabilidad de los precios obtengan mejores resultados en cuanto a esos aspectos decisivos. George Akerlof, que compartió el Premio Nobel conmigo en 2001, y sus colegas han sostenido convincentemente que existe una tasa óptima de inflación, superior a cero. De modo que la búsqueda a toda costa de la estabilidad de precios menoscaba, en realidad, el crecimiento económico y el bienestar. Investigaciones recientes ponen en entredicho incluso que fijar como objetivo la estabilidad de los precios reduzca el equilibrio entre inflación y desempleo. Centrarse en la inflación puede tener sentido para países con largas historias de inflación, pero no para otros, como el Japón. La tarea encomendada a la Reserva Federal, el banco central de los Estados Unidos, es no sólo la de garantizar la estabilidad de los precios, sino también la de fomentar el crecimiento y el pleno empleo. En los Estados Unidos existe un amplio consenso contrario a que se le encomiende una tarea limitada, como en el caso del Banco Central Europeo. En la Europa actual el crecimiento languidece, porque, al estar el Banco Central Europeo centrado exclusivamente en la inflación, no fomenta la recuperación económica.

Los tecnócratas y los agentes que intervienen en los mercados financieros y se benefician de ese acuerdo institucional han actuado con una eficacia impresionante para convencer a muchos países de sus virtudes y de la necesidad de considerar la política monetaria un asunto técnico que debe estar por encima de la política. Así podría ser, si lo que hicieran todos los presidentes de bancos centrales fuera –pongamos por caso– elegir los programas informáticos para la compensación de pagos. Pero los bancos centrales adoptan decisiones que afectan a todos los aspectos de la sociedad, incluidas las tasas de crecimiento económico y desempleo. Como hay compensaciones recíprocas, sólo se pueden adoptar dichas decisiones como parte de un proceso político.

Hay quienes sostienen que a largo plazo no hay compensaciones recíprocas. Pero, como dijo Keynes, a largo plazo todos muertos. Aun cuando fuera imposible reducir el desempleo por debajo de determinado nivel decisivo sin avivar la inflación, no existe certeza sobre cuál debe ser ese nivel. En consecuencia, el riesgo es inevitable: una política monetaria demasiado permisiva corre el riesgo de aumentar la inflación; si es demasiado rígida, puede causar innecesariamente un aumento del desempleo, con todo el sufrimiento que éste entraña.

Durante el período de auge en el crecimiento de los Estados Unidos en el decenio de 1990, el gobierno de Clinton consideró que valía la pena correr el riesgo que entrañaba la reducción de la tasa de desempleo, sobre todo si a los beneficios económicos directos se sumaban los beneficios sociales: reducción del número de personas dependientes de la asistencia social y también de la violencia. En cambio, el FMI instaba a aplicar una política monetaria más rígida, porque atribuía menos importancia al costo del desempleo, ninguna importancia, al parecer, a los beneficios sociales consiguientes a su reducción y mucha mayor importancia a los costos de un posible aumento de la inflación.

El análisis económico del Consejo de Asesores Económicos de Clinton resultó estar en lo cierto: los modelos del FMI (y de la Reserva Federal) eran erróneos. Los Estados Unidos consiguieron reducir en gran medida el desempleo sin aumentar la inflación... y el desempleo llegó a ser inferior al 4 por ciento. Pero eso no es lo que importa: lo que importa es que nadie podía estar seguro. Siempre es inevitable un riesgo calculado. Según las diferentes políticas, variarán los perjudicados y ésa es una decisión que no se puede –o al menos no se debería– dejar al arbitrio de los tecnócratas de los bancos centrales. Si bien es legítimo el debate sobre el grado de independencia concedido a los bancos centrales y otros órganos encargados de adoptar decisiones en una democracia, en ese proceso deben estar representadas las perspectivas de aquellos cuyo bienestar resulta afectado por las decisiones adoptadas.

Por ejemplo, los trabajadores, quienes tienen mucho que perder si el banco central aplica una política excesivamente rígida, no se sientan a la mesa. Pero los mercados financieros –que no tienen mucho que perder con el desempleo, pero sí que se ven afectados por la inflación– suelen estar bien representados en ella. Y, sin embargo, los mercados financieros no tienen ni mucho menos el monopolio de la competencia técnica. De hecho, muchos de los miembros de la comunidad financiera no acaban de entender bien el complejo funcionamiento del sistema macroeconómico... como lo atestiguan sus frecuentes errores a la hora de gestionarlo. Por ejemplo, la mayoría de las recesiones de los Estados Unidos desde 1945 fueron causadas por frenazos exagerados aplicados por la Reserva Federal. Asimismo, los bancos centrales adoptaron el monetarismo con fervor al final del decenio de 1970 y a comienzos del de 1980, justo cuando los testimonios empíricos estaban desacreditando las teorías en que se basaba. Sean cuales fueren los méritos de una moneda única, quienes en Europa deliberan sobre la adopción del euro deben pensárselo bien antes de vincular su suerte a un acuerdo institucional cuyos fallos resultan cada vez más patentes. Asimismo, los países en desarrollo deben tener en cuenta no sólo la independencia del banco central, sino también su mandato y representatividad. Deben equilibrar el interés por la eficiencia económica y el relativo a la responsabilidad democrática.

En muchas nuevas democracias, los ciudadanos están perplejos. Primero se alaban las virtudes del nuevo régimen, pero después se les dice que las decisiones relativas a la política macroeconómica –las que más les importan– son demasiado trascendentales para confiarlas a los procesos democráticos. Se advierte a los ciudadanos contra los riesgos del populismo (¿entendiendo por tal la voluntad de los ciudadanos?).

No hay respuestas fáciles. Pero en demasiados países tampoco hay un debate democrático sobre las diversas opciones.

* Artículo publicado en el 2003. Joseph Stiglitz es profesor de Economía y Finanzas en la Universidad de Columbia y en 2001 fue galardonado con el Premio Nobel. Antes había sido presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente Clinton y economista jefe y vicepresidente más antiguo del Banco Mundial.

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