ECONOMíA › LAS PRIVATIZADAS NO PODRAN RECLAMAR “LUCRO CESANTE”

Servicios públicos en el subibaja

El proyecto de marco regulatorio para ser enviado al Congreso por el Gobierno combina la recuperación de potestades para el Estado con algunas garantías diseñadas para las empresas.

 Por Cledis Candelaresi

Sin duda el proyecto de marco regulatorio de los servicios públicos que el Gobierno acaba de enviar al Congreso intenta reivindicar para el Estado algunas potestades mayores a las que tuvo durante las privatizaciones noventistas. Quizás una prueba de ello es el artículo 18, que le atribuye la posibilidad de variar “los alcances y modalidades de la prestación” sin reconocerles a las empresas derechos adquiridos, salvo el de cobrar una cierta indemnización. O el que le impide a éstas interrumpir el servicio aun en casos de falta de pago de los usuarios o cuando el propio fisco no honrara los compromisos asumidos en el marco del contrato. Sin embargo, la iniciativa oficial está lejos de ser belicosa con las prestadoras ni amenaza vulnerar las posibilidades de un negocio atractivo.
En uno de sus primeros artículos, la propuesta reserva al Estado la facultad de diseñar y determinar el plan de inversiones de los servicios públicos, amplio universo no delimitado por este proyecto, que se extendería a prestaciones no consideradas esenciales como la telefonía. Esa facultad de decidir qué, cuándo y dónde invertir ya fue utilizada en la reprivatización de rutas nacionales, en las cuales Planificación programa y financia las obras principales. Pauta similar a la que se utiliza para renegociar la adjudicación de trenes urbanos, cargando sobre las espaldas públicas no sólo la planificación de las obras sino también aquí el costeo.
Pero hay otros aspectos del marco que presentó en público Julio De Vido bastante menos simpáticos para las operadoras privadas que aquella prerrogativa estatal de disponer cuánto y dónde hay que invertir. Entre ellos, la imposibilidad expresa de incluir el concepto de “lucro cesante” (el beneficio que una empresa dejara de percibir hasta el final de la concesión) en el cálculo de cualquier eventual indemnización. Aun la que pudiera corresponderle si el administrador de turno resolviera cambiar unilateralmente las condiciones contractuales invocando razones de “bien público”. O la disposición de que las casas matrices de los inversores locales sean también responsables por el mantenimiento de la oferta que éstos hicieron en la Argentina. O que un “veedor”, representante de la propia privatizada, se integre al órgano de control y pueda acceder al detalle de los números de la empresa.
Tampoco es muy bienvenido el principio de que no se podrán cortar los servicios en caso de “manifiesta incapacidad de pago en la factura”, siempre y cuando, claro está, esa interrupción “afectare las condiciones básicas de subsistencia” del cliente moroso. Algunas de las tantas disposiciones que hacen mirar a los actuales inversores privados con cierto celo la propuesta oficial, aunque no con la inquina que puede suponerse.
Es cierto, por ejemplo, que se prohíbe el ajuste automático de las tarifas. Pero en el mismo párrafo se advierte que éstas pueden ser alteradas “teniendo en consideración los costos reales incurridos y previstos”, implícito reaseguro para no operar un servicio a pérdida. El mismo que otorgan los incisos del artículo 23, que habilitan expresamente las revisiones tarifarias en cinco casos distintos.
En primer lugar, el precio podrá subir si “mejora la eficiencia” de la prestación; por motivos estacionales (por ejemplo, los que acaban de fundar el reciente reajuste en el precio de la energía eléctrica mayorista); por “razones extraordinarias, imprevisibles y sobrevinientes” (otra eventual emergencia económica); por “neutralidad tributaria” (si el Estado sube los impuestos, ese ajuste sería trasladado a la tarifa), o si hubiera que realizar una expansión del servicio no prevista en pliego.
En rigor, ninguno de esos principios son demasiados novedosos respecto de la legislación vigente, como tampoco lo es el enunciado de que las tarifas deben ser “justas y razonables”, aunque sí la precisión de que ese beneficio no puede exceder al de otras prestaciones equivalentes. Un parámetro que, sin embargo, debería evaluarse luego en cada caso.
Como pauta para futuras renegociaciones, el marco general prevé que si el Estado resolviera rediscutir una concesión, los operadores privados no tendrán la garantía de conservar la rentabilidad prevista originalmente, pero sí que podrían ser indemnizados por los daños y perjuicios. Aunque con el aval del órgano regulador, podrán contratar a sociedades controladas por ellos mismos y deben otorgar “preferencias” a los proveedores locales, aunque no exclusividad.
Para los adjudicatarios actuales ni siquiera fue una sorpresa la creación de un fondo solidario para solventar el consumo de los servicios “esenciales” –se sobreentiende que luz, agua y tal vez gas, aunque no se especifica– que demanden los indigentes. Las empresas participaron activamente en la discusión de un proyecto impulsado por el radical Gerardo Morales, que hace casi un año tuvo media sanción del Senado. El texto, hoy paralizado en la Comisión de Obras Públicas, ya previó un sistema de subsidio muy similar, con un idéntico aporte empresario equivalente al 10 por ciento de la factura, un adicional del 2 sobre la del resto de usuarios, más el descuento del IVA como contribución estatal.
El marco largamente trabajado entre Planificación y Economía no tendría demasiados escollos para conseguir una rápida aprobación en el Parlamento. Allí prosperan las iniciativas giradas por el Poder Ejecutivo, del mismo modo que suelen estancarse las que surgen de los despachos legislativos. Valga de ejemplo la propuesta justicialista para eliminar el IVA sobre la garrafa social que no consigue llegar al recinto.

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