ECONOMíA › GUERRA POR EL REPARTO DE COSTOS Y RESPONSABILIDADES EN EL CLIMAX DE LA CRISIS

A ver quién le pone la firma a la sentencia

La disputa entre Roberto Lavagna y Mario Blejer entra en una semana decisiva. La alineación del Central con el FMI torna muy difícil la posición de Economía. Pero el partido no terminó y el fantasma judicial persigue a todos los jugadores.

 Por Julio Nudler

La renuncia de Amalia Martínez al directorio del Banco Central, donde se encargaba de manejar las reservas de divisas del país, para irse a trabajar a Cargill, una de las multinacionales que más dólares genera desde la Argentina, da el tono de la descomposición del Estado nacional. Cerca de Mario Blejer, presidente del BCRA, dicen que será muy difícil remplazar a la dimitida. “Miren todo lo que le costó a Roberto Lavagna conseguir colaboradores –comentan con malicia–, y sólo pudo armar un equipo de aficionados, más pobre aún que el de Remes.” Lo cierto es que si Blejer y Jorge Remes Lenicov conversaban dos o tres veces por día, aquel y Lavagna pueden dejar pasar dos o tres días sin siquiera hablarse, a pesar de que la situación es cada vez más explosiva. De hecho, mientras Remes se había alineado en su última etapa con el BCRA y los bancos, Lavagna intentó seguir una línea autónoma, distante del establishment financiero, y ahora tiene que sufrir su embate frontal.
Pensando en la economía real, Lavagna quiere darle transabilidad a los depósitos reprogramados (los viejos plazos fijos). Pero esto tiene dos consecuencias. Una es que de ese modo el dinero, desprogramado, baja a cuentas más líquidas, las del llamado corralito. La otra es que se mueve entre bancos. Esto tiene a su vez dos implicancias. Una es que acelera el drenaje de fondos, ya que el corralito escurre a gran velocidad. Otra es que los bancos que más depósitos pierden caen en severas situaciones de iliquidez. Ante esto, al Central se le abre un dilema: reponer con redescuentos (emisión) la liquidez faltante, o no hacerlo y provocar, con el cierre del grifo, la caída de bancos. Un camino se muestra tan intransitable como el otro. El primero es el de la inflación descontrolada. El segundo, el del pánico y la implosión.
El Fondo Monetario, y como correa de transmisión suya el actual directorio del BCRA, quieren imponer como solución la conversión forzosa de los depósitos reprogramados en un papel estatal (Bonex) a largo plazo, que cotice en el mercado. Economía concibe en cambio un título optativo, mientras paralelamente se dé de nuevo a los titulares de los antiguos plazos fijos la disyuntiva de adquirir con ellos bienes registrales, desprogramación mediante. Pero esto, obviamente, termina engordando el corralito, que es donde los vendedores de esos bienes reciben el pago. Por tanto, para impermeabilizar un poco las cuentas a la vista (de las cuales, en los hechos, cualquiera extrae tantas veces el tope permitido como cuentas a su nombre posea en entidades diversas), se ideó limitar la extracción de las cuentas sueldo más abultadas, intención que debió ser abandonada.
Según indica la experiencia de estos seis meses, la batalla por evitar que el dinero huya de los bancos por cualquier resquicio está perdida de antemano. Lo notable es que los depositantes incluso prefieren llevarse pesos muy depreciados, en lugar de recibir los hipotéticos bonos que les entregarían con un valor nominal igual a los dólares de los que alguna vez se creyeron dueños. Mientras que esos plazos fijos les fueron pesificados a $ 1,40, y hoy el dólar cuesta 3,50, y menos aún si se lo compra con un cheque financiero, la perspectiva de recuperar apenas entre el 36 y el 40 por ciento de los dólares originales les atrae más que la obtención de títulos públicos a largo plazo. Quiere decir que el valor actual de esos bonos es visto como menor todavía que el valor licuado de los depósitos.
Este comportamiento de los tenedores de depósitos, de repudio al peso, a los bancos y al Estado, finalmente robustece la posición de quienes serán sus verdugos, imponiéndoles la conversión forzosa de sus cuentas en dudosos papeles de lenta maduración. Porque el argumento del Fondo y del Central es que un bono voluntario tendrá escasa aceptación. En la indefinición provocada por la parálisis política del Gobierno, se agranda la pérdida patrimonial de los depositantes y el eventual costo fiscal de cualquier fórmula tipo Bonex, porque el Estado estará canjeando una deuda depreciada por otra reconocida a dólar pleno. Hoy esa diferencia va de1,40 a 3,50, pero no se sabe a cuánto podrá estirarse en las próximas semanas.
La intención de esterilizar los depósitos, que impulsa el BCRA, abarca también la mitad del corralito, aceptando que los plazos fijos correrán esa (mala) suerte inexorablemente. En este caso, los bancos podrán hacer el excelente negocio de desembarazarse del Préstamo Garantizado, ex bonos estatales, entregándoselos al fisco a cambio de los Bonex con los que saldarán su deuda con los depositantes. Pero respecto del corralito, la alternativa que se plantea es emitir al ritmo del drenaje o transformarlos, por las buenas en este caso, en un bono. Pero Hacienda está lejos de resignarse a admitir la emisión de títulos por algo más de 10 mil millones de dólares para neutralizar lo que queda en el corralito no transaccional. Obviamente, sin el anzuelo de ofrecer planchas con el dólar a 1,40 no hay esperanza alguna de interesar a los atrapados. Y aun así...
El FMI está hoy privilegiando claramente la conveniencia de la banca internacional que opera en el país. Es obvio que la asunción de más deuda externa por el Estado argentino perjudica aún más a sus actuales acreedores –y, entre éstos, a todos los aportantes del sistema de AFJP–, pero este reparo no parece preocupar demasiado a Horst Köhler ni a Anne Krüger. Lo que se procura es que la banca extranjera pueda deshacerse de activos y pasivos, reduciendo en todo lo posible su papel de intermediarios financieros, pasándole el problema al Estado y decidiendo luego, sobre una hoja más limpia, si quiere quedarse en la Argentina o irse del todo. Mientras tanto, al Estado se le redolarizaría una deuda que creyó haber pesificado, teniendo que emitir nuevos bonos soberanos. Esto implica cargarle la hipoteca al contribuyente, embargándole parte de sus ingresos futuros.
Ahora la cuestión es encontrar quién esté dispuesto, saltando por encima de razones desde políticas hasta judiciales, a sellar con su rúbrica decisiones que pueden costarle caro.

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El repudio de los atrapados al peso, a los bancos y al Estado favorece a su verdugo.
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