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El que no invierte, gana

 Por Raúl Dellatorre

Las acusaciones cruzadas entre las refinerías que operan en el país –YPF de un lado, Shell, Esso y Petrobras del otro– eluden un dato esencial en el actual conflicto. Quizá porque la responsabilidad les alcanza a todos, nadie habló de la ausencia de inversiones en ampliación de capacidad de refinación (es decir, de producción de naftas) en, al menos, los últimos 20 años.

El lapso no es casual. El inicio de la década del ’90 coincide con la puesta en marcha del modelo de convertibilidad, la apertura económica y la desregulación de los mercados. También, de la desnacionalización de YPF, con lo que ello significó en pérdida de planeamiento estratégico. Las escasas inversiones en refinación anunciadas a lo largo de estas dos décadas se refieren, en todos los casos, a reformas para mejoramiento de calidad de productos (menos azufre, mayor octanaje, etc.), muchas veces pensadas en función de la posibilidad de exportación antes que del mercado interno.

Los males de la desregulación de los ’90 se trasladaron a la primera década de este siglo y se siguen padeciendo hasta la fecha. Una débil ley de abastecimiento es toda la herramienta con que cuenta el Estado para castigar conductas especulativas que afecten la oferta de bienes esenciales, como son los combustibles líquidos. Nadie obliga a las refinadoras a que acompañen el crecimiento de la demanda con aumentos en la capacidad de ofertar naftas. Ni sanciona a quienes teniendo capacidad ociosa no atienden a la demanda en sus puntos de venta. Para peor, el tribunal que debería sancionar estas conductas monopólicas jamás se constituyó.

El argumento de las “no integradas” (refinadoras y comercializadoras que no poseen extracción de crudo), que por falta de disponibilidad de más petróleo en el país no tiene sentido ampliar la capacidad de refinación, roza el ridículo. ¿Sabrán los directivos de Esso y Shell que toda Europa, Estados Unidos y Japón alimentan sus refinerías con crudo importado? Sin duda, lo saben. Como también que Japón, que no produce petróleo, es una potencia mundial en petroquímica, con materia prima importada. No hace falta ir tan lejos: Ancap, en Uruguay, asegura el abastecimiento del mercado, junto a otras petroleras privadas, refinando petróleo totalmente importado.

La política de precios de las petroleras parece más una burda provocación que lo que, en realidad, es: una forma agresiva pero eficaz de asegurarse buenos resultados. El diferencial de precios entre Capital Federal e interior es absolutamente abusivo: una misma marca vende la nafta súper a 3,40 pesos en Buenos Aires y a más de 4 pesos en rutas o ciudades del interior. En la misma Ciudad Autónoma, el desapego por vender de algunas marcas hace que, desde una estación de servicio a la vereda de enfrente, con otra de la competencia, las diferencias de precios puedan superar los 30 centavos por litro: casi un 10 por ciento. No les preocupa vender más en Capital, pero consiguen ganancias extraordinarias con los sobreprecios en el interior.

La experiencia de los ’90 debería haber sido suficiente para demostrar que no son “las señales del mercado” las que garantizan que, cuando crece la oferta, las inversiones se van a ver alentadas. Desde el fin del menemismo hubo varios intentos de regulación del mercado de combustibles, una necesidad que pocos discuten pero contra la cual, en las sombras, muchos operan.

Mientras tanto, Argentina sufre desabastecimiento, pero de una materia prima cuya escasez en el mercado local es la madre de otras escaseces: está desabastecida de planificación estratégica y de control sobre los monopolios.

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