EL PAíS › OPINIóN

Cautiverios

 Por María Pía López *

Medalla incrustada en la memoria cultural argentina: la idea de cautiverio. Basta recordar la fuerza de El rapto de la cautiva de Rugendas. La imagen –una blanquísima mujer arrebatada y un broncíneo indio aguerrido arriba del caballo– le habían sido sugeridas por el poema de Esteban Echeverría. Nudo de una cultura desplegada en la frontera y en la guerra entre colonizadores y colonizados. Martínez Estrada recordó, ante la contundencia de esas imágenes, que había una omisión a reparar: la de los cautivos indios, secuestrados por las avanzadas del ejército y vendidos como siervos. Faltaba esa palabra reparadora en una sociedad que se confortaba por su piedad ante un solo tipo de víctimas. La dijo el ensayista. Hasta ahí, incluso el Martín Fierro había hecho gala de la tristeza por la blanca capturada. Muchas versiones hubo luego, pero fundamentalmente una que se reescribe: la cautiva que elige su destino, que ama el orden de los hechos. Borges, Aira, Saccomanno escribieron ese relato.

Narraciones o imágenes de frontera: intercambio, mestizaje y violencia. Pero no me interesa aquí su funcionamiento literario sino su insistencia como metáfora política en la actualidad. La idea de toma, secuestro y cautiverio se reclama para pensar las instituciones. No pocos políticos del escándalo se presentan como hidalgos combatientes por la libertad de la república cautiva. Incluso hay quien imagina la necesidad de una intervención extranjera para redimir las instituciones de tanta barbarie. Ecos del pasado: alguna vez el Cabildo de Montevideo agradeció la invasión del imperio lusitano porque colonizando el actual Uruguay los liberaba del dominio artiguista. No estamos ante ese escenario, pero sí ante la agitación del odio contra un gobierno al que se priva discursivamente de legitimidad.

Se trata como gobierno de facto a un gobierno democrático al tiempo que se propone un futuro que incluya a los “que quieren a Videla”. Un gobierno surgido de las urnas, en una democracia representativa, actúa por sí pero también por la sociedad de la que ha emanado. Actúa por ella pero no sin ella. Toma sus fuerzas y sus posibilidades y sus horizontes de las urnas y de las calles, de la movilización y de los grupos activos. En ese sentido, el gobierno actual resulta no sólo de las elecciones, sino también de hechos políticos no electorales. Por eso, acierta la Presidenta cuando llama a recordar, al resto de la clase política, que el 2001 ocurrió y esos acontecimientos pueden volver a suceder. Este gobierno expresa esa crisis de la representación, el temor hacia sus efectos, la búsqueda de un nuevo orden y algunos valores impulsados por minorías activas. Lo mejor que se puede decir de esa experiencia es que sigue siendo fiel a los “que no quieren a Videla”. Con todo lo que eso implica, no sólo de justicia frente al pasado sino de definición de las políticas del presente.

Pero la metáfora del cautiverio alude, fundamentalmente, a las conciencias políticas. El repiqueteo opositor enarbola la idea de clientelismo para señalar intercambios monetarios que anudarían los votos o los cuerpos movilizados a favor de políticas gubernamentales. Dan cifras a veces. Otras les basta arrojar: son pagados por el Estado. Horacio González ha señalado hasta qué punto esa idea de las conciencias cautivas menoscaba al pueblo real y desconoce su autonomía política. La imagen sin embargo es más extensa, y contra la idea de un cautiverio debido a necesidades económicas se arroja la idea de conciencias cautivas por la manipulación informativa de los medios de comunicación. Advertir en Clarín un constructor de rejas capaces de organizar la conducta política y la movilización callejera se asemeja más de lo que parece a la denuncia de una opresión organizada por el reparto de dádivas materiales. Son semejantes, al menos, en considerar que no hay autonomía política o no hay terreno para ella.

Porque desde esas perspectivas no habría terreno para sujetos autónomos cuando la necesidad organiza, con mano de hierro, la vida; pero tampoco habría condiciones para ellos en una sociedad capturada por poderes mediáticos capaz de moldear las aspiraciones, valores y deseos. Es decir: ni la lógica de la necesidad ni la de las sociedades mediáticas permitirían concebir una disputa democrática, efectivamente desplegada por sujetos políticos. Ni una ni otra son adecuadas. En tanto tiran como lastre innecesario la obligada pregunta por las condiciones en las que los hombres y mujeres se advierten como actores políticos, se deciden a ocupar las calles o se reconocen en una serie de símbolos. Ni siquiera los presuntos redentores de ese universo de cautivos podrán realizar sus tareas sin preguntarse, acabadamente, por la politización actual de la sociedad argentina.

* Socióloga y ensayista.

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