EL MUNDO › OPINIóN

El hombre que me hizo llorar

 Por Jack Fuchs *

En este tiempo, el de mi último tramo, tras luchar incansablemente por casi setenta años con mi memoria, como siempre, los recuerdos me ganan, toman la palabra, se inmiscuyen en mis sueños, dominan mi vigilia. Las fechas, nuevamente, hacen de las suyas. Otro 19 de abril. Otro aniversario del Levantamiento del Ghetto de Varsovia. Pasaron 67 años. Otro aniversario que me sacude.

Hoy se me hizo presente el fantasma de un hombre. Un hombre que vivía, junto con su familia, allí donde yo vivía. En Lodz, mi ciudad perdida. Ellos, en el tercer piso y nosotros, mis padres, mi hermano, mis dos hermanas y yo, en el segundo. Lo conocía muy bien y jugaba diariamente con sus hijos en nuestro patio. Aquel patio lleno de historias, fantasías, aromas, emociones.

Esos años, 1937, 1938, estaban heridos de escasez, pobreza, hambre. Pero nosotros aún así jugábamos. Fue ese el momento en el que aquel hombre decidió emigrar a la Argentina. Un país que prometía abundancia, un futuro. El partió solo. Y con el esfuerzo de su trabajo procuraba arrancar a su familia de las penurias. Yo tenía once o doce años por ese entonces. Ellos tenían tres hijos, dos niñas y un niño. Aquel primogénito, yo lo recuerdo muy bien, tenía síndrome de Down, y le hacíamos la vida imposible, en el patio, jugando con él. Siempre venía a mi casa y se ponía al lado de mi padre, quien lo protegía de nuestras inocentes travesuras.

El hombre, a la distancia, luchaba por reunir a su familia en la nueva tierra. Ellos, mientras tanto, se alimentaban con los manojos de ilusiones que recibían en cada carta. Quimeras que, al poco tiempo, empezaron a vacilar cuando el cónsul, en Varsovia, privó de la visa a ese hijo marcado como “indeseable”. Pero siguieron luchando en un intento desesperado por conseguir aquello que le negaban. El, desde Argentina, y ella clavada a su tierra. ¿Qué madre podría dejar a un hijo condenado al abandono?

Mientras tanto, el calendario seguía su implacable curso. Nadie podía imaginar aquello que se avecinaba. Y no pasó mucho tiempo para que la ocupación nazi diera su estocada a Polonia y un poco más, para sufrir las consecuencias del encierro en el Ghetto. Confinados, todos nosotros, a la hambruna y la miseria extrema, entre muros y púas, seguíamos jugando. Y, cuando pensábamos que lo peor ya nos había atravesado, Treblinka se llevó, entre muchos, a estos queridos vecinos, a mis amigos y compañeros de juego. Todos ellos murieron. La madre y sus tres hijos.

Y más tarde, Auschwitz nos borró a nosotros de Lodz, arrojándonos brutalmente a la condición de infrahumanos. Nunca más volví a ver a mi familia. Todos murieron. Y así, huérfano, me lanzaron con salvajismo a Dachau. La pesadilla parecía no terminar.

Hasta que al fin, en mayo de 1945, volví a nacer, en una soledad indescriptible. Todo había terminado. Todo. Ahora podía dar vuelta la página y sumergir aquel infierno en el río Leteo. Lo único que tenía era mi cuerpo enfermo y desnutrido, mi dignidad y muchos fantasmas. Lo único que deseaba era empezar de nuevo. En Argentina, una tía me esperaba dispuesta a ocuparse de mi humanidad. Sin embargo, sin saber por qué, yo me negué a ir. Y así la vida me llevó a los Estados Unidos. En ese tiempo no pensaba en los porqués. Todo estaba sepultado bajo un manto de sinrazones. Simplemente me decía: “No quiero ir. Punto”. Debieron pasar muchos años y muchos divanes para que me percatara del miedo que en aquel entonces había tenido, de enfrentar las preguntas que mi tía podría haberme hecho. ¿Qué pasó con tu mamá? ¿Y con tu papá? ¿Qué, con tus hermanos? ¿Y tus primos? Yo me había negado, tajante, a exhumar esos recuerdos sin lápida.

Recién diez años más tarde logré romper el tabú y emprendí la visita a aquella tía que tanto me había esperado. No hizo ninguna pregunta, no hubo ningún reproche ni lágrimas. La única evocación que trajo fue la de aquel hombre. “Aquí hay un tal Scherer –me dijo ella—, ese hombre que dejó a la familia ¿te acuerdas?” De repente se agolparon en mi mente un cúmulo de imágenes que suponía enterradas. Yo lo recordaba perfectamente. Su rostro. Su historia. Además de mi tía, él era el único testigo que quedaba de todo lo perdido. Y eso me impulsó a encontrarlo. Fue así que hallé a un hombre taciturno, abandonado y casi en la miseria. Vivía en una habitación, solo, sin ayer y sin mañana. Nos saludamos algo cohibidos. Era una gran conmoción encontrar a alguien que hubiese conocido a mi padre y a mi madre. E indudablemente para él también, que yo hubiera conocido a su señora y a sus tres hijos. Nuestras miradas eran esquivas. No podíamos articular palabra. Entre ambos parecía haber un profundo abismo de silencio. Yo tenía mucho para decir. Para preguntar. Y al mismo tiempo no había nada de qué hablar. Porque ¿qué preguntas le iba a hacer? ¿Qué nos podíamos contar, si ya sólo con vernos aparecía lacerante nuestra historia? Nuestro mutismo gritaba el vacío.

Apenas salí de allí, la inmensa congoja que había estado guardada en el fondo de mis entrañas desbordó en un llanto descontrolado. Yo pensaba que nada de lo pasado había subsistido. Pero ese día algo cambió. Yo nunca había derramado lágrima alguna. Nadie conocía mis heridas. Me había encargado de construir un poderoso dique que, durante años, se mantuvo firme, encerrando mis tan dolorosos recuerdos en un lugar olvidado. Este hombre fue el único que me hizo llorar. Y cada vez que lo veía, el llanto me invadía, incontenible, sin palabras. Sólo gemidos sordos resquebrajando mi muralla.

Ultimamente recuerdo los nombres de sus hijos: Abrahamek, Yakhna y Raskeh y el de la madre de ellos, Rushka. Era una mujer delgada, baja y se ganaba el pan haciendo ojales. La pila de camisas que llevaba, cada día, sobre su cabeza era más grande que ella. Trabajaba incansablemente. Y tenía a los chicos cuidados, impecables. Los recuerdo a todos vívidamente y cuando los evoco, puedo ver calcada a mi propia familia.

Hoy, después de los tantos ¿porqués? que me he atrevido a formular puedo comprender. Cada vez que veía a este hombre, ese que me hizo llorar, revivía a mi padre y lo volvía a perder. Me veía a mí mismo. Veía al sobreviviente. Cada vez que veía a este hombre, lloraba a mis difuntos. Cada una de las lágrimas que derramé les dio mortaja y los veló. Y hoy, con mis recuerdos, levanto sus lápidas. Los duelo.

* Con la colaboración de Viviana Kahn.

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