EL MUNDO › SUBRAYADO

Una zoncera argentina

 Por Claudio Uriarte

El Departamento de Estado norteamericano es una institución ambigua: su rol público es ser el megáfono diplomático de Estados Unidos ante el mundo, pero ese papel se invierte a menudo para convertirse en realidad en una especie de embajada del mundo dentro del gobierno de Estados Unidos. Eso ocurrió, por ejemplo, durante toda la guerra de Afganistán, en que el Departamento de Estado, temeroso de alienarse el apoyo de Europa y de los países árabes, bloqueó todo lo que pudo las iniciativas más unilateralistas del Pentágono. En realidad, es una agencia que imagina su tarea como la construcción de las coaliciones internacionales más amplias en pos del objetivo de que las aguas internacionales permanezcan lo más inmóviles posibles. De hecho, sus funcionarios son fanáticos de la inmovilidad; cualquier cambio los asusta, cualquier desviación de la norma los influye. Detrás del look macho que les gusta aparentar, suele haber una niñera un poco pomposa a la busca de moderados en donde sea, se trate del Irán de los ayatolas o del Afganistán de los talibanes.
Por eso mismo, la decisión de una Argentina en bancarrota de acudir a Washington con una encendida defensa de los derechos humanos del pueblo cubano es la barrabasada más contraproducente que pueda imaginarse: el canciller Carlos Ruckauf tranquilizó a Colin Powell sin que Powell entregara nada a cambio a Ruckauf. Desde la toma de posesión del mando por Eduardo Duhalde, el Departamento de Estado se encontraba en pánico ante la posible emergencia de un nuevo Hugo Chávez en la Argentina, mientras la Casa Blanca y el Departamento del Tesoro ignoraban olímpicamente el asunto, replegados en la regla de tres simple de sus lugares comunes del laissez faire. La alarma del Departamento de Estado no era, por una vez, exagerada, ya que, con la deriva argentina, y el liderazgo de Lula para las elecciones brasileñas de setiembre, el equilibrio subcontinental se les corría demasiado a la izquierda. Después de la gira de Ruckauf, los funcionarios sonrieron: “Duhalde no es Chávez”, dijeron. Ese era el problema.
Una gira alternativa de Ruckauf hubiera empezado por Brasil –con una visita a Lula– seguido por Venezuela –para verlo a Chávez– y luego por Cuba. Recién después debió haberse ido a EE.UU., para asustar a Powell con las presiones de supuestos grupos radicalizados de Argentina. Un abrazo con Fidel Castro tampoco hubiera estado fuera de cuadro: un canciller tan reaccionario como Nicanor Costa Méndez no dudó en hacerlo, en plena Guerra de las Malvinas.

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