EL MUNDO › OPINIóN

Brasil, un país confuso

 Por Eric Nepomuceno

Las manifestaciones contra la realización de la Copa del Mundo en Brasil no tendrán las dimensiones de las que sacudieron al país hace un año, cuando se llevó a cabo esa especie de previa del Mundial que es la Copa de las Confederaciones. En aquella ocasión, todos en Brasil, lo que incluye a gobierno y oposición, se sorprendieron con las dimensiones y con el grado de violencia de manifestaciones que llevaron a centenares de miles de brasileños a las calles de las ciudades del país.

Además, el gobierno logró ahora organizar un esquema de seguridad apto para garantizar el orden y aislar a eventuales brotes puntuales de violencia. Los responsables de la realización del evento pueden tranquilizarse, al menos en lo que se refiere a la cuestión del orden público. Esa conclusión y ese anuncio partieron, por supuesto, del gobierno. Porque nadie más se animaría, en el actual escenario, a decir lo mismo. Faltando menos de diez días para que empiece la Copa, la contabilidad de las últimas semanas registra un número creciente de huelgas que, pese a ser convocadas por disidencias francamente minoritarias de sindicatos, logran paralizar las principales ciudades brasileñas. En al menos un caso –Recife, capital de Pernambuco– una huelga policial produjo, hace dos semanas, un escenario de guerra, con saqueos, asaltos por todas las partes, comercio cerrado, clases suspendidas.

Es verdad que las marchas y manifestaciones convocadas específicamente para protestar contra la realización de la Copa y contra los gastos abusivos vienen mostrando, al menos hasta ahora, un poder de movilización bastante reducido. Pero es igualmente verdad que huelgas inesperadas y que tienen por bandera temas tan vagos como “mejores condiciones de trabajo” se multiplican por doquier, y con fuertes consecuencias sobre el cotidiano de la gente. Algunas, como la de los transportes públicos de Río y de San Pablo, sorprenden por su capacidad de literalmente paralizar las dos mayores ciudades sudamericanas. Y están los maestros de escuelas públicas, y los guardias privados de seguridad de los bancos, y un largo y en permanente ebullición etcétera.

No hay un solo indicio creíble y palpable de que ese panorama cambie para mejor de aquí al jueves, 12 de junio, cuando Brasil y Croacia disputarán el partido inaugural de un torneo que irá a durar un mes.

En ese intervalo seguirán las denuncias, muy bien respaldadas por datos concretos, indicando que hubo robo explícito en la construcción y reforma de estadios, cuyos valores han sido francamente manipulados. Seguirán las quejas de que la fortuna invertida en la realización del Mundial debería haber sido destinada a sanar problemas crónicos en la salud pública, en la educación, en el transporte.

Por más que el gobierno muestre, y con razón, que los recursos invertidos en la Copa son ínfimos en comparación con el PIB nacional, esa crítica persistirá. Es que los brasileños tienen toda la razón del mundo para protestar contra la pésima calidad de esos y otros servicios públicos. Cuando se tiene, por un lado, a un gobierno que, pese a todas sus buenas realizaciones, no logra establecer un canal de diálogo con la opinión pública, y por otro, a un conglomerado de medios de comunicación que se esmeran para ocultar lo bueno y reforzar lo malo de ese mismo gobierno (y, a falta de errores concretos, inventa otros, abstractos), se llega a la receta casi perfecta para establecer un clima generalizado de confusión. Y si se agrega a ese cuadro un sistema político basado en el trueque de intereses mezquinos, y no en convergencia de propuestas, la perfección es alcanzada.

De aquí a mediados de julio habrá Copa y tensiones, desde las habituales en esa disputa que involucra al fútbol, pasión nacional absoluta, hasta las otras, las tensiones causadas por esa rara expectativa de que algo serio y grave podrá ocurrir en las calles de cualquier ciudad del país más futbolero del mundo.

Luego vendrá la campaña electoral, y después las elecciones, y sabremos quién habrá de gobernar nuestros estados, quienes serán los señores legisladores y quien presidirá a todos nosotros hasta 2019.

Todo eso parece muy lógico, muy bien programado.

Pero hay una pregunta que nadie contesta: ¿Dónde está la alegría de la víspera, que siempre fue característica de los brasileños a cada Mundial? ¿Dónde las calles coloridas para esperar a la fiesta? ¿Dónde aquella esperanza casi infantil de que otra vez dejaremos bien clarito que cuando se trata de fútbol somos los mejores no del mundo, pero de todas las galaxias?

Por décadas y décadas, el país vivió el sueño de volver a ser escenario de un Mundial. Bueno, el torneo empieza dentro de escasos días. Es, o debería ser, la mayor fiesta del planeta, esperada desde hace al menos 64 años.

¿Habrá fiesta?

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