EL MUNDO › OPINION

Aprender de América latina

 Por Pablo Iglesias y
Jacobo Rivero *

Corría el mes de febrero del año 2014 y fui invitado a dar una conferencia con Alberto Garzón, el líder histórico de Izquierda Unida. El representaba a Izquierda Unida y yo a un recién nacido Podemos. En un momento determinado de la charla alguien tomó la palabra para decir: “¿Cuál es la clave que les diferencia a ustedes?”. Yo me la jugué y dije: “La diferencia fundamental es que nosotros con Podemos sabemos cómo ganar”. Decir eso, cuando nosotros no entrábamos en ninguna encuesta, era arrogante. Garzón representaba a una fuerza política con mucha historia, con porcentajes de voto respetables, y nosotros éramos apenas una hipótesis que muchos se tomaban a risa; no sólo los sectores oligárquicos, también buena parte de la izquierda.

Aquella anécdota puede verse en un video en YouTube que se llama “El secreto de Pablo Iglesias”. Allí se cuenta que nosotros habíamos descubierto algo importante. Nosotros no éramos gente extraordinaria, sino gente ordinaria que había tenido tiempo de conocer algunas experiencias y que habíamos tratado de aprender de sus enseñanzas. Nosotros habíamos visto lo ocurrido en América latina... y habíamos visto que se puede ganar. Que incluso después de la caída del Muro de Berlín, se puede ganar. Hay una obra fundamental de Norberto Bobbio que se llama Derecha e izquierda, que decía –con razón, aunque reconocer esto sea enormemente amargo– que las nociones izquierda y derecha después de la caída del Muro de Berlín adquieren un significado completamente distinto y en buena parte de los casos un significado que regala la victoria a los adversarios. Eso implicaba asumir que teníamos que descolonizar lo que nosotros representábamos. A nosotros nos había gustado siempre leer a Franz Fanon, con ese prólogo maravilloso de Jean-Paul Sartre en Los condenados de la tierra, en el que dice a los europeos: “Es Europa la que debe sacar de sus entrañas a ese colono que lleva dentro”. Eso tiene que ver con la manera en la que los europeos se han relacionado con las áreas periféricas del sistema-mundo. Algo que también tiene que ver con la izquierda (...).

Esas reflexiones tenían mucho que ver con nosotros y nos hicieron ver a América latina de otra forma. En diciembre de 2005 yo estaba en Bolivia para participar como observador internacional en las elecciones, y recuerdo una conversación con Iñigo Errejón, a través de messenger, en la que yo le decía a Iñigo emocionado: “No te imaginas lo que está ocurriendo aquí, aquí están ganando los nuestros”. Imaginaos lo que representa la palabra “ganar” para un europeo como nosotros.

Después de la Segunda Guerra Mundial, en Europa occidental las posibilidades de transformación política se cerraron para siempre. Imaginad lo que significaba que alguien como Enrico Berlinguer, el heredero de Palmiro Togliatti y de Luigi Longo, los viejos líderes del Partido Comunista Italiano, llegara a afirmar, en un ejercicio de pragmatismo político sin precedentes: “Me siento seguro bajo el paraguas de la OTAN”. Era una manera de reconocer que la geopolítica derivada de la Guerra Fría implicaba un reparto por bloques, que y si los comunistas italianos querían llegar al poder tenían que asumir que “nos ha tocado en uno de los bloques”, y que había que aceptar todas las reglas derivadas de esa situación. Ni siquiera los comunistas italianos, que llegaron a ser la segunda fuerza en su país, pudieron cambiar las cosas. Se convirtieron en el Partido Democrático de la Izquierda, luego en Partido Democrático y ahora en una cosa que es la nada política y que encabeza el democristiano Matteo Renzi, convertido en la referencia fundamental de los despistados socialistas españoles y que representa una opción social liberal. (...)

En este marco, si por algo son valiosas las experiencias en América latina es porque se han enfrentado a un contexto en el que tenían todo en contra. Tenían la geopolítica en contra; tenían la ideología hegemónica a nivel mundial en contra; tenían las consecuencias de desestructuración de los niveles comunitarios, producto de las formas más agresivas de ejercicio del neoliberalismo, completamente en contra; tenían a las organizaciones de la izquierda tradicional viviendo una derrota histórica... Imaginad lo que representó, a finales de los años noventa, que la revolución cubana dejase de ser una referencia, lo que significó la derrota de las experiencias guerrilleras, la derrota de los sandinistas en unas elecciones que creían iban a ganar... Todo, absolutamente todo, en contra. La historia parecía que estaba en contra, pero no fue así. El contexto implicaba asumir que el territorio de la política era ese escenario burgués del parlamentarismo: presentarse a elecciones, intentar ganarlas, y hacer eso algo tan poco erótico, tan poco épico, como iniciar un programa de reformas desde el Estado bajo una economía de mercado que lo ocupa todo. Implicaba la necesidad de tener que entenderse con las empresas, tener unas relaciones muchas veces conflictivas con los movimientos sociales, enfrentarse a la verdad de la política. Mientras tanto, en la izquierda europea algunos pensaban que todo lo que ocurría en América Latina era una historia de cuento de hadas, en la que las masas populares de manera natural eligen a sus líderes naturales y todo funciona como la seda. Tenían dificultades en ver que la verdadera grandeza de los procesos pasa por redistribuir la renta, lograr avances sociales en un contexto global en el que los actores políticos cruciales estaban en contra. Por eso, antes de pensar en Podemos nos habíamos dedicado a estudiar lo que ocurría en América latina.

(...)

Al inicio de la crisis nuestra situación no era sencilla. Eramos ciudadanos en un país del sur de Europa donde parecía difícil que las cosas pudieran cambiar. En ese contexto, veíamos lo que ocurría en América Latina con mucho interés y teníamos la sensación de que era muy difícil que se produjera en nuestro país una situación que abriera posibilidades para el cambio. Pero la situación empezó a cambiar. La crisis que se inició en 2007 sirvió para crear en los países del sur de Europa manifestaciones de descontento social generalizado, de crisis de la gobernanza europea, crisis de estabilidad. Se abrieron estructuras de oportunidad política para el cambio. Fue así que, desde Podemos, hicimos precisamente lo que la izquierda no se habría atrevido a hacer: crear contradicciones en el adversario. Pensamos que había que evitar entrar en el juego con las cartas marcadas entre la izquierda y la derecha, donde era imposible salir del lugar que nos habían asignado.

La transición española, después de la dictadura de Franco, fue muy celebrada, e incluso pretendió exportarse a otros países como modelo de avance racional hacia la democracia. Aquella transición articuló un régimen político de enorme éxito, que contaba con una monarquía que logró presentarse y ser reconocida como un actor que había participado en la conquista de la democracia, con un sistema de partidos con dos grandes actores –el PSOE, de centroizquierda, y el Partido Popular, de centroderecha– que aseguraban la estabilidad política del país y que en las cuestiones fundamentales, tanto económicas y como de política internacional, terminaban estando de acuerdo. Parecía que todo iba bien. Pero la crisis acabó con buena parte de los consensos que sustentaban aquel régimen político. Se multiplicaron los desalojos, se agravó el empobrecimiento de la clase media y los jóvenes se vieron obligados a emigrar. Nosotros definimos a los culpables de esa situación con un nombre que la sociedad identificó desde el primer momento: la casta.

* Adelanto del libro Podemos. La fuerza política que está cambiando España, publicado por Le Monde Diplomatique (Capital Intelectual).

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