EL PAíS › LAS LECCIONES DEL PT Y LOS APLAZOS A LA POLITICA ARGENTINA

¿Y por casa, cómo andamos?

La construcción del campo popular en Brasil y su deconstrucción por acá. Dos lecturas sobre la sobrevivencia de la Argentina como comunidad. El eterno retorno: coimas en el Senado a dos años de la renuncia de Chacho Alvarez. Y digresiones por doquier.

 Por Mario Wainfeld

“Quem nao gosta de samba
bom sujeito nao é
e ruim da cabeça
ou doente do pé”

Dorival Caymmi. “Samba da minha terra”

Aquel que no gusta del samba no es buena gente, está mal de la cabeza o de las tabas, dice el samba y dice bien. Aquel que –amando la política y ligándola a ciertos predicados vinculados a la igualdad y el progreso– no siente bullir la sangre ante la perspectiva de una victoria del PT en las elecciones presidenciales de hoy en Brasil también está fallado.
La posibilidad de que un hombre de pueblo, pobre de nacimiento, trabajador por añadidura, morochazo y petisón llegue por medio del masivo voto popular a dirigir un país que es un continente es, en sí misma, un salto cualitativo en la política de la región. Máxime si se sopesa que el PT es una construcción de décadas, de argamasa militante y obrera, templada en cien movimientos sociales, curtida en numerosas derrotas y experimentada en un progresivo aprendizaje de la gestión.
Claro que puede haber quien piense que Luis Inázio da Silva ya ha traicionado los principios que lo llevaron a ser líder o que lo hará inexorablemente si gana las elecciones. El riesgo de vivir es equivocarse, el de crecer envejecer y el de pasar de pantalla, es encontrarse con pruebas más severas. Quienes advierten los riesgos de los cambios están en el linde de quedar aliados a quienes desean evitarlos. Y no advierten que algunos cambios, por sí solos, son semilla de momentos mejores, impredecibles claro, pero superiores a lo que hay.
Lo que hay –y vale como ejemplo y motor para la emulación– es que una bocha de millones de brasileños consideran a Lula un adalid contra el neoliberalismo, que forzó a sus competidores a enriquecer y “correr a la izquierda” su agenda y que el PT ha gobernado territorios que son como países y en ellos ha hecho no una revolución, pero sí que muchas personas del común vivieran mejor.
Brasil, el mundo y el Mercosur serán mejores si hoy gana Lula. Y después se verá, como siempre acontece en cuestiones humanas e históricas.
El vecino –socio de Brasil– que ni por asomo tiene en su bagaje un político como Lula –una construcción como el PT– debería aprovechar los efluvios de la fiesta para mirarse al espejo y preguntarse por qué, en la Argentina, eso no se consigue.
La sociedad, no la dirigencia
Puesto a describir lo ocurrido en este año, Eduardo Duhalde cuenta que la Argentina pasó del riesgo de la guerra civil a una relativa armonía que preanuncia (y precede a) un cierto crecimiento económico. La política –en este caso el Gobierno– habría sido el catalizador que sobrellevó la crisis y llevó a la sociedad a aguas calmas. A los ojos de quien escribe estas líneas ese relato (que registra algunos datos innegables) peca de autocomplacencia severa respecto del papel del Gobierno y, aún, de la política institucional en esta etapa.
La Argentina parecía asomarse el último verano a la disolución nacional, pero está del lado de la sociedad civil el mérito de haberlo evitado. Resistente y crítica desde siempre, fastidiosa y hasta jacobina puesta a defender intereses sectoriales, la sociedad criolla esta vez llevó la protesta a un punto de equilibrio casi exacto lo que le permitió jaquear a sucesivos gobiernos y dejar claras sus reivindicaciones, pero deteniéndose un micrón antes del desborde o la violencia. La ebullición contestataria se autolimitó permanentemente, fuera quien fuera su portavoz, los ahorristas, los asambleístas, los piqueteros. Hasta en El Jagüel la furia pareció imponerse como tope lo simbólico.
Fue la sociedad la que aceptó –y se adaptó a– vivir lapsos bien prolongados sin Gobierno, sin moneda, sin bancos ni cajeros automáticos ni (en sentido cabal) agentes del orden.
La llamita de la resistencia, el resurgimiento de experiencias micro militantes y solidarias, el trueque y los comedores comunitarios –por citar algunos ejemplos simbólicos y al tun tun– brotaron de la entraña misma de la sociedad salteando las instancias institucionales desacreditadas y, de ordinario, incompetentes.
La administración Duhalde registró que era imposible domeñar esa trama díscola mediante la represión. Ese es su mérito posterior, temporal y conceptualmente, al de la “gente” que no acepta cualquier cosa ni rompe cualquier cosa. No es que el duhaldismo lleve la mano blanda en su código genético, precisamente. El conurbano bonaerense enseña otros modos y Duhalde es el mismo que instaló la veda nocturna para adolescentes hace un puñado de años. Pero el oficialismo registró la intransigencia social frente a las tropelías de sus funcionarios y su falta de adecuación a los tiempos. Fernando de la Rúa decretó el estado de sitio cuando esa medida era imbancable y terminó regando de sangre las calles del país y del microcentro porteño. Duhalde escarmentó en cuero ajeno y obró en consecuencia.
La sociedad argentina se despabila, en buena hora, del letargo y la infantilización concomitantes con la convertibilidad. Pero los tiempos de la conciencia, la solidaridad y la organización no concuerdan con los calendarios electorales y ese cabal crecimiento no tiene su correlato en la oferta para los inminentes comicios.
Tapá ese espejo, por favor
Mirándose en espejo con el PT a los partidos políticos populares argentinos debería caérsele la cara (si la tienen) de vergüenza (si aún conservan un ápice). Cuando a mediados de los ‘80 se restauró la democracia en estos parajes, los partidos de Brasil brillaban por su insignificancia y por su transitoriedad. Armados electorales precarios, se desmigajaban en cosa de horas. La Argentina tenía dos partidos de origen popular, discurso igualitario, implantación de líderes, punteros y militantes en todo el territorio de la Nación. Pues bien, el PT vino creciendo y esos dos partidos –que vienen gobernando desde 1983– cayendo. Y cuánto.
El PT tiene un líder indisputado que ha crecido en su capacidad discursiva, su formación y su sintonía con el conjunto de la sociedad de su país. Y tiene también cuadros dirigentes fogueados en la oposición o en la gestión de municipios o estados. Y tiene militantes de base. Y militantes de otras organizaciones que le dan apoyo crítico y referencia.
Mezclados en un mismo lodo, los partidos hegemónicos de la Argentina, a fuerza de pactos y contubernios han desmerecido a la política. La UCR, una fuerza que hizo del comicio un mito, no quiere que haya elecciones. El peronismo, que hizo de la unidad un mito, no puede organizar una interna.
Este rancherío arrastra una larga década de neoliberalismo berreta y arrasador, pero es del caso resaltar que lleva 20 años de erosión a la credibilidad democrática por obra y gracia de los representantes del pueblo.
El retorno retorno:
coimas en el Senado
A veces la realidad se obstina en prodigar símbolos. Se cumplen hoy dos años de la renuncia de Carlos Alvarez a la vicepresidencia de la Nación y los diarios hablan, como entonces, de coimas en el Senado. En el caso de estos días, como en una novela negra, es difícil espigar quiénes son los buenos. Los denunciantes son tan sospechosos como los denunciados y las lealtades duran lo que un soplo de aire fétido en una canasta.
La historia del lobbysta Carlos Bercún, que trabajaba al unísono para el Gobierno y para los bancos –vendiendo la misma mercadería y percibiendo salarios primermundistas–, es muestra de una tendencia perversa. La porosidad entre lo público y lo privado ha teñido los últimos quince años y así estamos. Es del caso recordar, en medio del bardo, que lo de Bercún es regla y no excepción. Un botón de muestra: Mario Vicens, el actual presidente de la ABA, fue alto funcionario de Economía hasta hace un ratito. Los cambios de camiseta se producen durante el partido, lo que hace perfectamente comprensible que en su transcurso se roben la pelota y los banderines del corner.
El caso de la ley de marras es sinuoso y equívoco. Lo que es palmario, como señaló la senadora Cristina Fernández de Kirchner, es que así se han dictado las leyes durante los últimos quince años. En un genuino cambalache, donde (casi) todos son iguales y (casi) nadie es mejor.
Lo de (casi) viene a cuento del aniversario de la salida de Chacho. Muchos argentinos de bien reclaman que se vayan todos. Alvarez lo hizo ante tempus y –paradójicamente– quedó envuelto en la misma vindicta de los que se quedaron, siendo que sus pergaminos son diferentes. Porque no es lo mismo repudiar la corrupción que encarnarla. Y tampoco es lo mismo (aunque sea cuestionable) defeccionar en la lucha contra la corrupción que practicarla. Y no es lo mismo irse al llano tras un fracaso político que irse a laburar para los bancos o para el FMI como hizo Mario Blejer o a tomarse vacaciones en la Cancillería como hizo algún otro.
A dos años queda claro que Alvarez era certero en lo que denunciaba. No lo fue en el modo en que pretendió combatirlo y desamparó a sus votantes. Lo pagó con una sideral devaluación de su capital político. Válido y hasta bueno es que los protagonistas en la democracia paguen en votos y en prestigio sus errores o traspiés. Pero es imprescindible distinguir entre los errores y el delito, entre la política (aún errada) y la cerril defensa de intereses privados desde el poder público. Acaso el aniversario, una convención apenas, y la noticia de la semana, ayuden a que comience a prosperar un juicio más matizado sobre uno de los pocos que se fue sin que lo echaran.
La renuncia de Alvarez, acto intrincado como su protagonista, que contiene defección y también desprendimiento, amerita a dos años una evaluación que dé cuenta de su complejidad. La democracia conlleva la necesidad de distinguir, de percibir la gama de grises y de no embolsar a todos en el mismo saco.
De viajeros y de envidias
¿Ganará Lula? Y si gana ¿qué podrá lograr? Ojalá que gane, ojalá que pueda cimentar nuevos códigos de ciudadanía, nuevos estatutos y marque un quiebre en la tendencia a la desigualdad y la concentración del poder, de los prestigios y de la riqueza. Un cambio de rumbo, una agenda más generosa e igualitaria promete el PT y es una bella promesa a fuer de noble y ambiciosa, pero también de posible.
Muchos dirigentes del centroizquierda argentino han viajado o viajarán a Brasil para participar de los eventuales festejos y –si se puede– sacarse alguna instantánea con Lula. Bueno es que lo hagan pues intentan definir una posición de apoyo a uno de los más consistentes –y más integradores– movimientos políticos de la región. Y tampoco es desdeñable la sagacidad o la picardía de “traer para acá” un eventual resultado feliz. Pero sería sensato pedirles que –amén del periplo y la foto– se propusieran al menos dos trabajos prácticos: a) preguntarse por qué no han conseguido acá articular una fuerza análoga y b) se sacaran una foto todos ellos juntos, dando alguna señal de vocación de unidad y de sumar.
Muchas lecciones tenemos por aprender los argentinos de ese país inmenso y hermoso al que hoy miraremos, ese país cuya gente baila, ríe y juega a la pelota como nadie. Y que, en estos tiempos, es formidable también haciendo política. Pra frente, rapaces.

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