EL PAíS › DOS REFLEXIONES A DOCE MESES DE LA ASUNCIóN DE CRISTINA KIRCHNER COMO PRESIDENTA

Los balances del primer año

Los errores y los aciertos de la estrategia oficial ante los conflictos internos y los problemas derivados de la crisis internacional. La ausencia de debates públicos, las falencias de la oposición y las oportunidades abiertas.

Una combinación letal

Por Marcos Novaro *

Cristina Kirchner inició su mandato hace un año con el respaldo que le brindaban cinco años de crecimiento de la economía y un peronismo en gran medida disciplinado detrás suyo. En aquellos días todo pareció indicar que la suerte seguiría de su lado y le permitiría cumplir con sus promesas de correcciones y profundización del “modelo”: precios de la soja por las nubes seguirían impulsando el crecimiento y nutriendo la recaudación, y la Presidenta podría dedicarse a mejorar las relaciones con el mundo, emprolijar los asuntos institucionales y sellar un amplio acuerdo social, preparando el terreno para un Bicentenario a toda orquesta que habría de darle proyección histórica al consenso kirchnerista.

¿Por qué todo salió tan mal? Cuando las cosas resultan de modo tan distinto a lo previsto, la primera reacción suele ser imaginar fuerzas malignas conspirando en las sombras. De eso ya hemos oído suficiente estos meses, así que conviene dejarlo de lado y pensar más en los problemas de la coyuntura y las deficiencias de la estrategia oficial. Ante todo, las cosas desde un comienzo eran más complicadas de lo que parecían, porque la herencia del gobierno anterior, en apariencia magnífica, encerraba algunos problemas no muy fáciles de resolver (combinación de apariencia y realidad que suele ser letal para un nuevo gobierno). Hacía tiempo que el sector público había dejado de “desendeudarse” y estaba “reendeudándose”, y venía retrasando el tipo de cambio para evitar darle más aire a la ya muy elevada inflación; con lo cual dos pilares de la recuperación iniciada en 2002 estaban seriamente debilitados para cuando Néstor cedió la banda presidencial a su esposa. Por otro lado, la conquista del peronismo había implicado el extravío de las banderas de innovación institucional y recambio político que en un comienzo los Kirchner habían sabido enarbolar, enajenándoles el apoyo de amplios sectores medios que, sobre todo en las grandes ciudades y a pesar de la presencia de los radicales K y otras expresiones menores de la transversalidad en el oficialismo, prefirieron ahora apoyar a la oposición, aun a una bastante improvisada e incapaz de prometer algo muy distinto, o siquiera de hablar de mucho más que del Indec, Skanska y cosas por el estilo.

A ello se sumó una estrategia mal encaminada en cuanto a las “correcciones” necesarias. Insistir en una política de subsidios que beneficiaba en gran medida a quienes no la habían votado, y muy difícilmente lo harían, financiándola con un aumento de las retenciones que recaía en quienes sí lo habían hecho, y para colmo descalificar las reacciones de protesta con argumentos que politizaban y extremaban el conflicto, erosionó seriamente sus bases de apoyo. Insistir en una lectura ideológica del conflicto, que era desmentida por la propia estructura de su coalición de apoyo, no sirvió para consolidar sus respaldos de izquierda, que además de cuantitativamente escasos mostraron ser tan exigentes como poco innovadores y dinámicos, ni para retener la simpatía de los sectores bajos y del interior, atentos a asuntos más pedestres que el Gobierno se mostraba cada vez más incapaz de atender. El que consumiera tanto tiempo y recursos en una batalla desde el comienzo mal planteada despertó una aguda desconfianza sobre sus capacidades de liderazgo. Con lo que se revivió un desencuentro que parece signar el destino histórico de los peronistas de clase media intelectual, aquel en que el resto de los peronistas constata en ellos todo lo malo que atribuye a la clase media en general, que no sabe lo que quiere, no defiende sus intereses y se pierde en elucubraciones inconducentes.

En este contexto, el declive de la popularidad de los Kirchner volvió menos creíble para la estructura peronista la amenaza de crear desde la Nación alternativas electorales en los distritos que se le rebelaran, y por tanto el control del PJ se volvió más dependiente que nunca de poder asignar discrecionalmente recursos fiscales, justo cuando ellos se hicieron más difíciles de conseguir y la opacidad de su gestión se tornó más fácil blanco de críticas.

El resultado del giro hacia la “reconquista del mundo” no fue mucho mejor. El valijagate no dio tiempo ni para iniciarlo y convenció incluso a los más razonables funcionarios de Cancillería de que el gobierno de EE.UU. era por lo menos indiferente ante la suerte que le tocara a su par argentino. Lo que alentó a abrazar también en este terreno una visión polarizada e ideológica de los conflictos, contra lo que Cristina había pensado hacer, y justo cuando la estrella de Chávez y su rol de financista de última instancia entraban en crisis y el antinorteamericanismo virulento dejaba de estar de moda. El fracaso de iniciativas como la del rescate de rehenes de las FARC y la obtención de la presidencia de Unasur le revelaron que también en el frente externo la herencia recibida era más pesada de lo que parecía, y que las cuentas acumuladas habría que pagarlas; y el errado timing de otras, como fue el caso de las ofertas a los holdouts y el Club de París, revelaron además de eso cuán costoso es improvisar cuando la suerte deja de jugar a favor.

La recesión internacional quiso ser interpretada como la oportunidad para que Cristina saliera de su laberinto. Pero a medida que pasan las semanas, y la caída de los precios de los granos se agudiza, no queda más remedio que convencerse de lo contrario: la historia parece haberse encarnizado con la segunda administración de los Kirchner, y querer que ella pague por toda la buena fortuna que regalara a la de su marido. Sería errado pensar, con todo, que la coyuntura la condena, y que sólo le cabe elegir entre un final largo y penoso o uno doloroso pero al menos corto. Todavía tiene margen para decidir, y puede tanto equivocarse y seguir minando la poca confianza y autoridad que le queda, como ha hecho con el manotazo a los fondos de pensión y el blanqueo de capitales, como intentar enmendarse y evitar males mayores. A veces cuando ya nadie espera nada de un gobierno es cuando se le presenta la oportunidad de trabajar más eficazmente por el futuro de su sociedad, aunque no muchos de sus contemporáneos sepan valorarlo y sus adversarios se ensañen con su desgracia. Fue el caso de Alfonsín tras los comicios de 1987: recién entonces él pudo plantear una fórmula de cooperación con el peronismo y tuvo la oportunidad, a través de ella, de llevar a cabo reformas perdurables. Recordemos que sólo en parte él se convenció de que ésa era su última oportunidad (la mejor que había tenido) y finalmente prefirió polarizar con una variante del peronismo que le pareció domeñable e inofensiva. Fue por ello en gran medida que las cosas terminaron a la postre tan mal, para Alfonsín y para el país. Esperemos que la actual gestión entienda mejor que aquélla los signos de los tiempos. Si lo hace, independientemente de su suerte electoral, podrá cumplir una tarea bastante más positiva que la acumulación de oportunidades perdidas para el cambio social, económico e institucional que ha caracterizado a los últimos años.

* Sociólogo (UBA), investigador del Conicet.


Lo previo como pendiente

Por María Pía López *

A Cristina Fernández no le tocaron tiempos fáciles para gobernar. Tampoco adversarios cuidadosos. Este año fue el de mayor conflicto político desde el 2002 y el de una crisis mundial de magnitud aún desconocida. Y si en el primero el Gobierno no puede eximirse de responsabilidad –en la lógica de articulación política, en la composición de alianzas, en la explicitación pública de las decisiones gubernamentales–, frente a la segunda las medidas son aún parciales y portan el riesgo de desatender el efecto de la crisis sobre las capas populares. Todo ello en un contexto regional en el que se conjugan liderazgos populares con situaciones de polarización política no eximida, en algunos países, de violencia. Bolivia y Venezuela exhiben los rasgos más complejos y radicales de un escenario muy novedoso respecto de los años ’90. Por ello, las ideas de un fin del neoliberalismo y una escena que le sucede a su defunción, pero de la cual ignoramos sus trazas últimas, recorren América latina. El modo argentino de tratar estas rupturas es, ciertamente, ambiguo. No por casualidad el mismo partido político que llevó adelante las reformas neoliberales de los noventa –desde la privatización del sistema jubilatorio hasta la brutal concesión de las empresas públicas– ahora realiza las reformas contrarias, deshaciendo lo que hizo, llorando de alegría antes como después. Decir ambigüedad no es condenar. Sólo recordar que la interpretación debe esforzarse en el matiz antes que en la conmemoración festiva o en la denostación profesional que seguramente encarará gran parte de los medios de comunicación y de los políticos opositores.

No hay mejor modo de reconciliarse con las estrategias del gobierno de Cristina que leer La Nación los domingos. Revisar las columnas de un Grondona o un Morales Solá, entre los espantajos golpistas y el lobby empresarial. En espejo se percibe un gobierno que, no sin balbuceos, no sin torpezas, se tuerce de los rumbos establecidos por los poderes habituales. Pero la valoración de la escena contemporánea exige un paso más allá de esa adhesión que la violenta mezquindad de los opositores tienta. Exige evitar responder al maniqueísmo crítico con un maniqueísmo elogioso.

Es un gobierno que tomó medidas relevantes: desde la fracasada modificación del esquema de retenciones hasta la exitosa transformación del sistema previsional; desde las estatizaciones de Aguas Argentinas, el Correo o Aerolíneas hasta la revalorización de la televisión pública. Son signos promisorios. Como lo son las apuestas en el campo de la salud o la inversión en desarrollo científico. Sin embargo, pareció faltar algo en la consecución de esas medidas. Un documento de Carta Abierta nombró esa falta como carencia de lo previo a las decisiones mismas. Lo previo: la argumentación política, el debate amplio, la constitución de alianzas, la existencia de una trama institucional capaz de realizar, efectiva y exitosamente, esas transformaciones.

Pende como deuda durante este año la reflexión necesaria respecto de las condiciones en las que efectivamente se toman las decisiones políticas, condiciones que exigen menos ingenuidad que trabajo sobre el matiz. Por lo menos en varias dimensiones. Una, la del estado real del Estado argentino: la consideración de una trama institucional corroída, plagada de ineficiencias, puntos ciegos, lucha de bandas. Cuando ese Estado es contrapuesto al mercado como lugar de defensa de lo público, se debe considerar hasta qué punto su existencia es colonizada, en muchos casos y todavía, por las lógicas de mercado. La otra, la de la primacía de una sensibilidad social que piensa la política como ejercicio del mal y dispendio de la falsedad. El discurso presidencial que cultiva la argumentación racional y explícitamente política es tomado, por esa sensibilidad, como acto de locura, como violación a la sensatez del ciudadano imbuido del pensamiento mágico que proveen los medios de comunicación. Y finalmente, no se ha considerado lo suficiente la hondura de la modificación neoliberal de la sociedad argentina, la transformación del trabajo, de las formas de acumulación y de la relación entre inclusión económica y social. La respuesta esbozada ha sido la de un remozado desarrollismo de cierta potencia en el momento anterior a la crisis, pero que no ha modificado de raíz la cuestión social que termina siendo retomada como cuestión de seguridad por los pensamientos de las derechas.

Sobre ninguno de estos aspectos la reflexión puede ser escueta. Tampoco de su ausencia podemos acusar sólo al Gobierno. Más bien es una responsabilidad de la clase política en su conjunto, de los dirigentes sociales, de los que distribuyen opinión desde los medios, de las ciencias sociales. Pero las apuestas más relevantes del Gobierno y su obvia responsabilidad lo ponen ante una exigencia singular: pensar los matices y la ambigüedad del escenario en el que interviene y de sus propias acciones, antes que arrojar sobre ellos el manto de una falsa nitidez, las que proveen imágenes más tranquilizadoras que eficientes. Porque decir, sin más, pueblo y oligarquía o el Estado contra el mercado o festejar la tecnología como panacea, postergan las necesarias intervenciones reflexivas sobre las instituciones estatales, los medios de comunicación y las necesidades populares. Todo eso que está pendiente para enlazar fuertes políticas de gobierno encaradas durante el 2008 con una puesta en práctica capaz de movilizar las creencias y compromisos colectivos.

* Ensayista, docente e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

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