EL PAíS

La dura historia detrás de los chicos muertos de hambre en Tucumán

Son apenas la punta del iceberg de décadas de abandono, de presupuestos sociales desviados para financiar la política, de disputas feroces por el poder y de una impunidad de rara perfección.

 Por Felipe Yapur

Tucumán tiene el raro privilegio de ser una provincia donde los hechos políticos, sociales y económicos tienden a anticipar lo que luego sucederá en el país. En 1975, la puesta en marcha del Operativo Independencia fue prólogo del Estado terrorista que se implementó con ferocidad a partir de 1976. Veinte años más tarde, el arribo a través de las urnas del genocida Antonio Bussi a la gobernación marcó un hito en la crisis de representatividad política nacional. Hace días, la provincia recuperó protagonismo a partir de la muerte de once niños desnutridos. Desde diferentes sectores políticos se señaló al gobernador justicialista Julio Miranda como uno de los principales responsables de esos fallecimientos. Es cierto, es trágicamente cierto, pero también es verdad que estas muertes son el resultado del modelo de exacción, concentración de la riqueza y exclusión social que profundizó el menemismo pero que comenzó hace 25 años con la dictadura militar.
Los nombres de los famélicos niños muertos son los más conocidos de los 350 que se cobró el modelo en lo que va del año en Tucumán. Sin embargo, representan el emergente, el resultado de una serie de interminables y fatales políticas que llevaron al Estado y a sus integrantes a abandonar a los que debía proteger. Los muertos son la punta de un iceberg. En una de esas puntas están el gobierno provincial y sus respectivos administradores desde 1983. Otro de ellos es el sistema de salud de Tucumán. Otra es la universidad local, pero también es la sociedad, aunque con distintos niveles de responsabilidad.
El desguace
Los diez años de menemismo y los dos de la Alianza se caracterizaron por la aplicación de políticas de ajuste, la destrucción de la industria nacional y la precarización laboral. Tucumán no fue la excepción. Ortega, Bussi y Miranda aplicaron a rajatabla dichas políticas y la provincia que floreció en las décadas de 1950 y 1960 bajo la explotación intensiva de los ingenios azucareros comenzó a desplomarse. El cierre de once ingenios durante el onganiato produjo el desplazamiento de 200.000 tucumanos a la periferia más pobre de Buenos Aires. La crisis más fuerte se sintió durante la última dictadura, cuando la industria azucarera decreció un 35 por ciento y la actividad privada el 26. Buena parte de esa masa de desocupados la absorbió el Estado provincial, que entre 1976 y 1986 creció el 29 por ciento. En 1988 la tasa de desempleo era del 16 por ciento. Dos años más tarde trepó al 29 con la consecuente caída de los niveles salariales y no se detuvo más. Hoy supera el 50 por ciento. “La corrupción institucionalizada en el Estado”, tal como lo definió el fiscal anticorrupción Esteban Jerez, hizo el resto. En 1991, al comienzo de la gestión Ortega, la provincia contaba con más de 300.000 personas por debajo del nivel de pobreza. Hace 11 años, durante el mes de junio, el Sistema Provincial de Salud (Siprosa) informó que 115.000 niños padecían desnutrición, una cifra cercana al 25 por ciento de los niños tucumanos de ese año. La última información del Indec arroja la friolera de 400.000 tucumanos indigentes. Mientras todo ello ocurría, los funcionarios del Ministerio de Asuntos Sociales de las diferentes administraciones estaban ocupados en otros temas.
El coto de caza
Una a una, las administraciones utilizaron el Ministerio de Asuntos Sociales de la provincia como una de las fuentes generadoras de fondos más importantes para el financiamiento de la política. José Domato, el justicialista que sucedió al ya fallecido Fernando Riera, puso en ese estratégico ministerio a un geólogo, Víctor Graells. El especialista en yacimientos mineros terminó preso por un affaire vinculado a la compra y almacenamiento de cientos de kilos de pan dulce en mal estado destinados a la gente pobre de Tucumán. Tras la intervención federal de 1990, elcantautor devenido en político Ramón “Palito” Ortega tuvo que mover todas sus influencias en la Legislatura provincial para salvar a su ministro Luis Roberto Castro del juicio político que se le iniciaba luego de que la prensa publicara el pago de sobreprecios en la compra de insumos hospitalarios, medicamentos y de ambulancias donde las camillas ni siquiera cabían. Por estos días Castro, un licenciado en Turismo, funge de intendente de la ciudad de Lules, la localidad que vio nacer al “autodidacta” vernáculo.
El genocida Bussi, que llegó a la gobernación en 1995 a través del apoyo popular, también tuvo su viernes negro con el ministerio a través de una de sus “excelencias” y principal asesor, Alberto Germanó. Este abogado se ganó la confianza del militar cuando lo representó en las causas por desaparición forzada de personas. Durante su paso por dicha cartera, se las ingenió para contratar la compra de comida deshidratada que entregó a los comedores escolares. El pastiche maloliente fue resistido por los maestros y vomitado por los alumnos. A Germanó el negociado le costó un juicio político que supo sortear con una renuncia a tiempo para luego permanecer a la sombra del ex dictador.
No fue el único caso de la gestión bussista. Carlos Octavio Quijano, más conocido como “el monje negro”, también estuvo a cargo de ese ministerio. Durante su tarea llevó adelante la construcción del nuevo Hospital Padilla, el más grande del norte argentino, que estuvo bajo el control de una empresa fantasma que dirigía el albañil Pedro Robles, un íntimo amigo del ministro que se educó en la Universidad del Sacro Cuore de Milán.
Todos están libres. Ninguno tiene una causa sobre sus espaldas.
El sistema de salud
En 1984, la joven democracia de Tucumán inauguró –durante el gobierno de Riera– lo que se conoció como el Siprosa o Sistema Provincial de Salud. El organigrama planteado fue considerado como de avanzada porque alrededor de los hospitales públicos el sistema incorporaba una especie de “primera trinchera” que conformaban los Centros de Atención Primaria de Salud o simplemente Caps, como se los conoce en la provincia. Estos Caps tienen como misión no sólo atender la población con patologías simples y derivar a los hospitales las más complejas, también deben realizar un permanente control de las condiciones sociales y de higiene y salubridad de la zona de influencia. Esto último tiene como objetivo anticiparse a la posible aparición de distintas enfermedades, su contención y control en caso de que se produjeran. Es decir, los profesionales de los Caps no sólo debían atender a la población que hasta allí se acercaba, sino también debían salir a buscar esas enfermedades. Es decir, el Estado en movimiento, en la calle, en las casas. De acuerdo a cómo está organizado el Siprosa, los casos de niños desnutridos tuvieron que haber estallado en los Caps y éstos deberían haber advertido sobre lo que estaba sucediendo a las autoridades provinciales y prevenir así las muertes de hoy. Nada de ello ocurrió en un Estado donde el sueldo promedio es 250 pesos pagos en bonos provinciales devaluados un 15 por ciento con respecto al peso.
Hoy, Miranda está debilitado y hostigado por su opositores políticos y por las organizaciones no gubernamentales (donde militan algunos bussistas) que lo denunciaron judicialmente y exigen su destitución. Como única respuesta decidió bajar un 20 por ciento los sueldos a funcionarios para un fondo de ayuda. Además, en un intento por resistir la virtual intervención de su gobierno ante el arribo de la esposa de Eduardo Duhalde, se nombró a sí mismo como presidente de un comité de emergencia social que conformó con sus ministros y secretarios de Estado. El ex distribuidor de garrafas pelea por mantenerse en el puesto sin preocuparse demasiado por la suerte de la mitad de los tucumanos que carecen de empleo y sufren un deficiente sistema de salud.

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Miranda está bajo fuego por las muertes infantiles que le estallaron en la cara este mes.
 
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