EL PAíS › INTIMIDAD DE LA RENUNCIA DE DE LA RÚA

El día final

De la Rúa tampoco pudo prever su caída: aunque parezca increíble, a las 11.45 de la mañana del 20 de diciembre estaba convencido de que iba a seguir hasta el 2003 y se preparaba a reorganizar su gabinete sin Cavallo.

 Por Miguel Bonasso

Aunque usted no lo crea, a las once y cuarenta y cinco de la mañana del 20 de diciembre, Fernando de la Rúa estaba convencido de que iba a completar su mandato hasta el 2003. Es más: se disponía a reorganizar su gabinete cesanteando al cuestionado Domingo Cavallo (que nunca llegó a renunciar formalmente como hizo trascender el gobierno) y otorgando parte de los controles del área económica al Jefe de Gabinete Chrystian Colombo.
A esa hora todavía creía en las promesas de Carlos Ruckauf y otros dirigentes justicialistas, en el sentido de que le asegurarían la gobernabilidad. Pocos minutos antes se había producido una brutal oleada represiva en la Plaza, con cargas de la Montada sobre las Madres de Plaza de Mayo, para “despejar” el acceso a Palacio del hombre que todavía creía ser el Presidente. La represión, ordenada por el jefe de policía Rubén Santos e implementada por los oficiales superiores de la Federal que se encontraban en el lugar o en la Sala de Operaciones, había estado precedida por varios acuciosos llamados al celular personal de Santos de varios hombres del entorno presidencial, que demandaban despejar el área: el secretario privado Leonardo Aiello, el secretario general de la Presidencia Nicolás Gallo, el ministro del Interior, Ramón Mestre y el ministro de Justicia (y hermano del primer magistrado) Jorge de la Rúa.
Las excesivas esperanzas de Fernando de la Rúa descansaban en un dato módico de la realidad: el famoso acuerdo del hotel Elevage que pronto se convertiría en papel mojado. La madrugada anterior, Colombo; Mestre; el titular de la SIDE, Carlos Becerra y los gobernadores radicales Roberto Iglesias y Pablo Verani se habían reunido en el hotel de marras con los justicialistas Carlos Ruckauf, Ramón Puerta y Eduardo Menem. Aunque faltaban varios pesos pesados del peronismo, Colombo se retiró a las tres de la madrugada con la promesa de que la poderosa oposición sostendría al Gobierno, sin entrar en ningún tipo de coalición. Faltaban muchos gobernadores y dirigentes que al día siguiente debían reunirse en Merlo (San Luis) para ratificar el acuerdo y otorgarle mayor representatividad.
A esas horas hervía el cacerolazo y el barbado Jefe de Gabinete debió hacer malabarismos para sortear a los manifestantes que rodeaban la residencia Olivos, a la que ingresó por el túnel de Libertador. Ya dentro de la Quinta, Colombo caminó unos metros en dirección al chalet presidencial, hasta toparse en la entrada con Antoñito de la Rúa, para muchos un decisivo (mal) consejero de su padre. Aunque para su progenitor siempre será la víctima propiciatoria de una cruel campaña de mentiras.
“El viejo duerme”, le informó el novio de Shakira al Vikingo y Colombo debió resignarse a regresar al día siguiente. La realidad era aún más cercana a los sainetes de Vacarezza: el Presidente no podía escuchar la importante novedad, porque estaba en ropa de cama.
Cuando Colombo regresó a las ocho de la mañana, De la Rúa ya vestía ropas normales y escuchó la buena nueva con moderado optimismo no despojado de ansiedad. Quedaron en encontrarse a mediodía en la Rosada para firmar los decretos necesarios para reorganizar el gabinete. Al Vikingo le aguardaba una tarea pesada: hablar con los justicialistas, pero también con los propios correligionarios que el día anterior se habían presentado en la Rosada con Raúl Alfonsín a la cabeza para pedir la renuncia de Cavallo. (Lo que suponía la del propio Presidente, aunque no lo dijeran).
De la Rúa se aproximaba vertiginosamente a su retiro sin entender cabalmente las causas del desplome. Su deterioro había comenzado el 5 de octubre del 2000, cuando produjo un verdadero golpe palaciego que provocó la renuncia del vicepresidente Carlos “Chacho” Alvarez y el fin del gobierno de coalición que dio paso a un presidencialismo huérfano de apoyos, empezando por el del propio partido radical, conducido porAlfonsín. La desgracia se acentuó cuando Domingo Felipe Cavallo se mostró impotente para disciplinar a los grandes intereses económicos, divididos entre dolarizadores y devaluadores. El fin del crédito externo, las fisuras de esa convertibilidad que el Presidente quería mantener a rajatabla (a pesar de que su propio superministro la había puesto en entredicho con el famoso “factor de empalme”) y la terrible fuga de capitales operada entre marzo y noviembre, lo empujaban decisivamente hacia la puerta de salida.
Sin embargo, a pesar de estos síntomas ominosos, (a los que había que sumar la creciente reticencia del FMI) él hacía otras cuentas. Confiaba en las relaciones internacionales que había ido tejiendo (George W. Bush, en primer término) y en los buenos oficios de Jacob Frankel, que había sido presidente del Banco de Israel y ahora estaba a cargo de la compañía financiera Merrill Lynch. Un lobbista de llegada fácil a los capos del sistema financiero internacional. Según De la Rúa, Frankel había logrado que Horst Köhler autorizara un libramiento de 1.260 millones de dólares, a cambio de que el Congreso le aprobara el presupuesto aquel del déficit cero a un gobierno sin oxígeno. El presidente fantaseaba con que ese libramiento abriera las puertas de otros aportes del Banco Mundial y el BID lo que, sumado al canje de deuda por 54 mil millones de dólares que había completado Cavallo con los famosos “préstamos garantizados”, podía haber convertido al 2002 en un año tranquilo, de recuperación de la economía, según una simple apuesta a la fe.
La realidad, como se sabe, no autorizaba estos sueños. Empezó a maliciar que el acuerdo del Elevage era papel mojado, cuando la mayoría de los gobernadores justicialistas, empezando por los de las provincias chicas (nucleados en el Frente Federal) faltaron a la cita del Comité de Crisis y se marcharon a inaugurar el aeropuerto de Merlo con Rodríguez Saá. Cuando Puerta estaba por subirse al Cessna Citation que lo llevaría a San Luis, recibió el llamado apremiante del Presidente pidiendo una señal decisiva del cónclave justicialista.
–No se apure –dijo el presidente provisional del Senado. –Usted va a recibir el pleno apoyo de las instituciones.
–¿A qué hora me van a dar el apoyo? –apuró De la Rúa.
–Bueno, mire, primero tiene que hacerse la reunión –contestó cachazudo el misionero.
–Y ¿a qué hora es la reunión?
–Está citada a las siete de la tarde, pero usted sabe que en política siempre se empieza una hora más tarde. Yo antes de las diez de la noche le tengo noticias.
El Presidente protestó:
–¡Ah, no! A las diez ya va ser de noche.
El Número Dos largó la carcajada.
–Y sí, que a las diez va a ser de noche se lo puedo asegurar. Es más, es lo único que le puedo garantizar en este momento.
Mucho antes de que llegara la noche, a las cuatro de la tarde, De la Rúa lanzó un SOS público al justicialismo que ya estaba en otra cosa. A esa hora (y no precisamente por casualidad) ocurrieron las primeras muertes de manifestantes en la Capital Federal: las de Gastón Riva, Carlos “Petete” Almirón y Diego Lamagna.
Y a partir de entonces ya no le quedaron esperanzas. El jefe de la bancada justicialista de Diputados, Huberto Roggero le pidió el juicio político, pero fue su correligionario, el senador Maestro el que le dio la puntilla al anunciar su renuncia antes de que se hubiera producido. Mientras él sacaba la estilográfica para redactarla, Canal 13 anunciaba el triunfo de la fracción “devaluadora” del gran capital, anticipando que el dólar pasaría a cotizarse en un peso con cuarenta centavos. Profecía que se vio demorada una semana, debido al inesperado ascenso de Rodríguez Saá,y no tardó en corregirse (apriete en Chapadmalal mediante) para coronar al ungido de la Corporación, que devaluó, pesificó y licuó deudas de los grandes grupos tal como estaba acordado.

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