EL PAíS › OPINION

Tanto lío por un discurso

 Por Luis Bruschtein

Más significativo que la toalla arrojada sobre el ring por un menemismo devastado por la catástrofe inminente e inevitable del domingo es el pésimo discurso pronunciado por el ahora presidente electo”, señaló ayer el editorial de tapa de La Nación, que firmó José Claudio Escribano. Desde Ambito Financiero, el ex viceministro de Economía de Carlos Menem y rector de la Universidad del CEMA, Carlos Rodríguez, aseguró que el discurso de Néstor Kirchner le hizo acordar “al ayatolla Khomeini cuando invocaba la ira de los dioses contra los enemigos derrotados”.
Desde el centroderecha o la derecha, desde los sectores conservadores o neoliberales, el establishment, como se quiera, hubo varias voces ayer que se levantaron para criticar más el discurso que dio en el Hotel Interamericano el presidente electo, que la penosa maniobra del ex presidente Carlos Menem que renunció a presentarse en la segunda vuelta para debilitar al futuro gobierno. En sus expresiones, tanto Escribano como Rodríguez subrayaron esa debilidad, no la maniobra.
Es inusual que se descargue una artillería tan pesada contra un presidente cuando ni siquiera asumió. Por lo general, los nuevos presidentes tienen un período de gracia en este aspecto que suele respetarse aun después de campañas muy enconadas. Podría pensarse que en el marco de una crisis esta práctica política y periodística debería ser más necesaria, pero no es así, las críticas han surgido con mucha dureza antes de que asuma el nuevo presidente.
Con una verónica de torero fueron condescendientes con Menem, atacaron los cuestionamientos a las “corporaciones” y a “sectores del poder económico” que hizo Kirchner en su discurso y advirtieron con mucho énfasis que el presidente electo sólo obtuvo el 23 por ciento de los votos. Las simplificaciones ayudan pocas veces en política, pero el discurso de Kirchner en ese punto decía exactamente que el retiro de Menem del ballottage “es absolutamente funcional a los intereses de grupos y sectores del poder económico que se beneficiaron con privilegios inadmisibles durante la década pasada, al amparo de un modelo de especulación financiera y subordinación política”. Más adelante indicó que “apunta a mostrar débil y frágil al gobierno que se inicia para tratar de imponerle la continuidad de políticas llevadas adelante durante la década de los noventa”.
No hay que ser demasiado inteligente para darse cuenta de que la renuncia de Menem no fue el gesto irracional de un hombre cansado para evitar la derrota, sino que lo hizo con toda la intención de debilitar a su adversario. “Que se quede con el 22 por ciento, yo me quedo con el pueblo”, fue una frase muy clara. Subrayar la debilidad de Kirchner y criticar sus cuestionamientos al modelo económico de los ‘90 resulta una línea de acción en total concordancia con el gesto destructivo de Menem. O por lo menos aparece como una forma de aprovecharse de ese gesto.
Durante la campaña electoral, Ambito Financiero respaldó abiertamente al ex presidente Carlos Menem, en tanto que La Nación no pudo ocultar su preferencia por Ricardo López Murphy, el otro candidato del centroderecha. De alguna manera, sobre esas dos líneas de pensamiento se elaboraron las estrategias económicas que privaron en los años ‘90 y que terminaron en una catástrofe nacional, en lo social y en lo económico. Durante sus pocos días de ministro de Economía de Fernando de la Rúa, López Murphy sólo atinó a proponer –y acrecentadas– el mismo tipo de medidas que habían provocado la recesión, la desocupación y el caos. Fue tan ciego en ese sentido como antes lo habían sido Domingo Cavallo y José Luis Machinea. En su caso fue más grave porque a esa altura era imposible no ver el desastre. En vez de frenar y tomar otro camino, quiso apretar el acelerador y estrellarse contra la realidad como un suicida. La ideología –neoliberal– le impidió percibir los hechos concretos y actuar como un hombre sensato. Hay una falta de autocrítica sorprendente en esa vertiente del pensamiento económico y político y por eso resulta inoportuno y sin legitimidad que se apure ahora a levantar el dedo y pretenda erigirse en juez impoluto de la nueva etapa. No hay ideas nuevas en la derecha o el centroderecha liberal, son las mismas que se aplicaron en los años ‘90 y cuyas consecuencias desastrosas son las que se trata hoy de remontar. Por lo menos deberían escuchar y ser más abiertos a los nuevos discursos que seguramente serán discordantes con los suyos.
El economista norteamericano Joseph Stiglitz, por ejemplo, ex alto funcionario del gobierno de su país y del Banco Mundial, ha dicho que la principal causa del déficit público en Argentina no es el gasto de las provincias, sino las AFJP. Para los ayatollas fundamentalistas del neoliberalismo, este hombre, a quien nadie podría acusar de anticapitalista, pasaría a formar parte del eje del mal con esa frase que no es de izquierda ni de derecha. Porque la crítica, como las de Kirchner en su discurso, a los pilares asimétricos de un modelo que ha probado su ineficacia y que estalló por sí solo en mil pedazos no es en sí misma de izquierda ni de derecha.
De izquierda o de derecha será lo que construya de allí en adelante. Pero cualquiera sea el camino que tome Kirchner deberá hacerlo sobre la base de una visión crítica del modelo pasado y del papel que jugaron en él cada uno de los actores económicos, sociales y políticos. Porque por derecha o por izquierda, sería suicida intentar repetir la misma historia. Stiglitz ha calificado de “ideologista” al FMI, ya que impulsa medidas que perjudican a los países y terminan afectando al organismo internacional porque entonces a esos países les resulta más problemático pagar sus deudas. Sin embargo, la señora Anne Krueger demostró cierto pragmatismo al expresar hace pocos días su “sorpresa” por el hecho de que la economía argentina haya salido de la recesión y comenzado a crecer. La señora Krueger tendría que aclarar que su sorpresa es porque ese punto de inflexión se produjo cuando la conducción económica local tomó distancia de sus recetas y exigencias.
Pero el centroderecha argentino sigue instalado en la soberbia del discurso único del neoliberalismo, que demostró ser anacrónico y limitado. Ha sido incapaz de recrear su pensamiento. Durante la campaña electoral se eligieron autoridades en la UIA y la Cámara de Comercio y en ambas, pese a algunos intentos de renovación, ganaron los dirigentes más enrolados con el menemismo. Y supuestamente algunos de ellos representan a sectores de la economía que fueron devastados por esa política.
Puede ser ceguera ideologista, o puede ser que las empresas argentinas ya estén tan trasnacionalizadas que no puedan ni pensar en otra opción, en cuyo caso los choques serán duros porque el camino que insisten en imponer demostró ser intransitable. Lo más lógico sería que el espacio del centroderecha se reacomodara en el nuevo ciclo que se abrió por el peso de los hechos y las reglas de la economía, más que por una decisión ideológica. El apabullante rechazo a Menem expresa ese fenómeno más allá de operaciones mediáticas y de la guerra entre él y Duhalde. Su candidatura no tenía destino porque su proyecto ya era inaplicable.
En su columna, Escribano afirma también que en su discurso, Kirchner “se permitió la temeridad de sembrar dudas sobre el tono que tendrá su relación con (los empresarios y) las Fuerzas Armadas”. Se refiere seguramente al párrafo donde Kirchner afirmó que provenía de “una generación que no se dobló ante la persecución, ante la desaparición de amigos y amigas y ante el mayor sistema represivo que le haya tocado vivir a nuestro país”. Frases como esas de Menem y hasta más fuertes, nunca provocaron la reacción de nadie y llama la atención que ahora provoquen comentarios tan drásticos. En todo caso, en las Fuerzas Armadas saben la historia del presidente electo y están obligados a aceptarla sin arriesgar la gobernabilidad. En todo caso, las críticas han sido hasta ahora a un discurso, no a medidas o decisiones que es donde se prueban las palabras.Por eso, las críticas desmedidas a un discurso suenan más al intento de ocultar el fracaso vergonzoso del centroderecha en la figura de Carlos Menem, su espada más victoriosa, y la inexistencia de ideas nuevas en esa corriente de pensamiento.

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