EL PAíS › LA COMPARACIóN CON LO INCOMPARABLE > SOBRE EL EDITORIAL DE LA NACIóN QUE RELACIONó A LA ARGENTINA ACTUAL CON EL ASCENSO DE HITLER EN ALEMANIA

Fragilidad y legitimidad democrática

 Por Guillermo Vázquez *

En un notable ejercicio de sinceramiento, el diario La Nación publicó el pasado 27 de mayo, bajo el título “1933”, un editorial que pretendemos hacer un sano uso: coincidir en una similitud –ya diremos de qué clase– de nuestro momento político social con la República de Weimar, pero cuyos riesgos se situarían en el exacto lugar contrario al que señala el editorialista del matutino porteño.

En nuestro caso, afirmar que estamos en Weimar de ningún modo quiere referir a una asimilación –imposible– entre dos momentos históricos (la Alemania del ’19 al ’33 con la Argentina de la última década) y su insostenible analogía con fuerzas sociales y políticas actuantes. Mucho menos sobre el desencadenamiento posterior –primer objetivo argumentativo del referido editorial del diario porteño–, algo muy usual en la salvaje opinología argentina, donde se llega a lugares de inexplicable frivolización sobre los totalitarismos, o la represión dictatorial, muchas veces no por la torpeza del análisis, sino simplemente por mala fe, o por la presencia de estas dos cosas –al fin y al cabo, acumulables– en el mismo enunciador. Por eso encontramos, en cuanto soporte masmediático exista, una extendida afirmación de que “estamos en una dictadura”, o la más “elaborada” –y también burda– identificación entre el populismo latinoamericano y el totalitarismo nazi.

Con afirmar que “estamos en Weimar”, en la dirección exactamente contraria a la que marca el editorial de La Nación, aquí queremos hacer un reconocimiento de una debilidad del proceso político y democrático vivido en la última década que aún transitamos. Una debilidad que es, a nuestro juicio, el reverso absoluto de la supuesta fortaleza abrumadora, que opera casi siempre con el bastardeo de un término tan democrático y deudor de las mejores tradiciones políticas como “hegemonismo” –también en términos de esa salvaje opinología argentina–. Por el contrario, la apuesta de este proyecto político –establecer derechos nuevos siempre bajo una institucionalidad indiscutible, con un trasfondo conflictivo sin resolución definitiva– contiene la misma debilidad. Los gobiernos de Salvador Allende, Ricardo Obregón Cano y Raúl Alfonsín –todos de varias y diversas similitudes con la última década argentina– también se sostuvieron como en Weimar.

Por eso sentimos válido, aunque muy lejanamente, el “1933”. Porque vemos más una fragilidad que otra cosa en las reconstrucciones que nuestra sociedad ha venido conquistando, herida tanto por el horror dictatorial como por el saqueo neoliberal, ante tanta amenaza de restauración de privilegios, desigualdades, ajustes. Nos vemos allí porque el amplio espectro de derechos (sociales, económicos, políticos, humanos) que consiguió nuestra sociedad en el proceso institucional de la última década parece siempre “precario” –palabra que usa mucho una tradición de teoría política– por un conjunto de riesgos que permanecen como fundantes de toda democracia, y que en Weimar estuvieron también presentes: el acecho del poder financiero, de corporaciones de diversa índole –hacedoras de inflación o de artilugios que las mantienen al margen de las leyes de la república–, la angurria de la ganancia desmedida sin atender el golpe en la moneda nacional que ello genera. Y no sólo eso: nuestra fragilidad, constitutiva de todo proceso político, es también la del conflicto entre el tiempo (ralentizado) de las instituciones con el tiempo (apremiante) de las necesidades sociales; es la difícil convivencia de una cultura del cambio y la movilización puesta en marcha, con la cultura de la reacción omnipresente; de una demanda de igualdad sin treguas con la búsqueda de preservación absoluta de privilegios. Todo esto era Weimar.

Actuar políticamente estando en Weimar no debería implicar pasividad ni terror por lo que podría acontecer, sino que es asumir esa precariedad –dijimos: constitutiva, inerradicable–, pero apostar por fortalecerla, hacerla más inclusiva. En Argentina, la política de derechos humanos trascendió absolutamente el bajar dos cuadros de genocidas de una institución estatal, más allá del fuerte simbolismo que aquel acto despertó (y que sigue generando): viene siendo efectivizada (con deudas aún pendientes) y sostenida socialmente con tanta legitimidad que nos ha hecho hablar otro lenguaje, asumir el protagonismo de nuevos actores e instaurar nuevas prácticas institucionales –y erradicar otras–. Por esto mismo, en “nuestro Weimar”, débil y sin embargo de gran legitimidad democrática, no se ve en el horizonte ningún huevo de serpiente del horror posible, que quizá sólo anide en el imaginario de la restauración conservadora que preparan algunos, ansían otros, pero que millones impedirían.

* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Córdoba.

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