Miércoles, 17 de septiembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Juan Carlos Martínez *
En octubre de 1978 el entonces presidente italiano Sandro Pertini recibió en el Quirinal de Roma a cuatro mujeres argentinas que llegaron a su despacho para transmitirle la tragedia que estaban viviendo. Fueron tres Madres y una Abuela las que accedieron a aquel encuentro: Hebe de Bonafini, Elida B. De Galletti, Rosario Cerrutti y María Isabel Chorobik de Mariani.
Ese mismo año, el entonces papa Juan Pablo II había recibido en mano por lo menos cinco carpetas con detalles de la desaparición de personas en la Argentina.
Algunos de esos documentos con la nómina de niños desaparecidos fueron depositados en la Secretaría de Estado del Vaticano. Otros fueron recibidos por el propio jefe de la Iglesia en forma personal de manos del cardenal brasileño Paulo Evaristo Arns en una oportunidad y, en las restantes, le fueron entregadas por el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, por un teólogo residente en Noruega y por la Nunciatura Apostólica de Buenos Aires.
Tanto el Quirinal como el Vaticano tenían en su poder abundante información de lo que estaba ocurriendo en la Argentina bajo la dictadura. Información que habían recibido de fuentes insospechables.
Sin embargo, las actitudes de unos y otros fueron absolutamente distintas. Mientras la Iglesia hacía oídos sordos al reclamo de Madres y Abuelas, el jefe del gobierno italiano les abría las puertas del Quirinal para recibirlas en su despacho y expresarles su solidaridad.
La otra cara estaba representada por el obispo Juan Carlos Aramburu, cuyas declaraciones públicas ese mismo año confirmaron la postura que tuvo la Iglesia Católica durante el terrorismo de Estado. “En la Argentina no hay tumbas anónimas... todas las personas fallecidas han recibido cristiana sepultura”, dijo sin tener en cuenta que por aquellos días las fosas comunes estaban abarrotadas de cadáveres de víctimas del terrorismo de Estado.
En los últimos meses de 1982, el diario italiano Corriere della Sera publicó las fotografías de niños apropiados durante la dictadura en la Argentina. Eran chicos de descendencia italiana, entre ellos Clara Anahí Mariani, nieta de Chicha Mariani, quien por aquellos días había visitado nuevamente Italia en busca del apoyo de la Iglesia y del gobierno de Pertini.
Las respuestas fueron las mismas: Pertini reiteró su compromiso, pero Juan Pablo II repitió su silencio.
En 1985, en plena búsqueda de Carla Artes, llegó a la Argentina el presidente Pertini. Desde el mismo aeropuerto de Ezeiza, el presidente italiano lanzó su primer mensaje: “Yo le pido a esa familia que tiene a esa niña a la que su abuela está buscando desde hace años, que la devuelva”, instó Pertini reafirmando de esa manera su invariable solidaridad con Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.
Horas después, en la Asamblea Legislativa realizada en su honor en el Congreso de la Nación, Pertini volvería a respaldar la lucha de Madres y Abuelas.
“Ante vosotros deseo rendir homenaje al heroísmo de aquellas mujeres, madres y esposas argentinas, que desafiaron inermes el poder de la dictadura con la misma fuerza espiritual que demostró Antígona cuando reclamó a Creonte el cuerpo del hermano en nombre de una norma más alta que la ley escrita: aquella de la humanidad.”
Pertini recordó en su discurso los dos primeros encuentros con aquellas mujeres. “Nunca podré olvidar dos encuentros clandestinos que tuvieron lugar en el Quirinal con representantes de las Madres de Plaza de Mayo. Su llanto resuena aún en mi alma. Lloraban por criaturas inocentes arrancadas del seno materno a las hijas encarceladas y que, con sádica crueldad, fueron regaladas como una mercancía cualquiera. Estas mujeres nunca tendrán paz, como tampoco la tendrán sus familias hasta que no hayan restituido esas criaturas a sus madres”.
El desencanto de las Abuelas con la actitud de la Iglesia se tradujo en uno de los tantos testimonios ofrecidos por Chicha Mariani: “Acudimos a la Iglesia Católica y a la jerarquía eclesiástica desde los primeros días de nuestra tragedia. Encontramos puertas cerradas, palabras ofensivas y a veces crueles, como, por ejemplo: los tienen quienes han pagado cinco millones por los bebés, de modo que los cuidan bien, no se preocupen. No podemos hacer nada, váyanse. Recen, a ustedes les falta fe. Sólo algunos obispos y sacerdotes nos dieron estímulo y valor para soportar el calvario que no sabíamos entonces que sería tan largo”.
La actitud valiente de esa minoría eclesiástica que enfrentó a la dictadura con los verdaderos principios del Evangelio no alcanza para eximir a la Iglesia de la responsabilidad histórica que tiene por haber guardado silencio mientras se cometían las más graves violaciones a los derechos humanos, entre las cuales el robo de niños fue una de las más espantosas.
En los largos años en que Jorge Bergoglio estuvo al frente de la Catedral Metropolitana no se acercó una sola vez a la ronda que las Madres realizaban todos los jueves desde el 30 de abril de 1977. Le bastaba cruzar la calle entre la Catedral y la Plaza de Mayo para llevar siquiera el mudo pero elocuente mensaje de su presencia. El silencio de Bergoglio simbolizaba el silencio cómplice de la Iglesia Católica frente al terrorismo de Estado.
Pocos dudan de que en los archivos del Vaticano está buena parte de la historia que vivió la Argentina en aquellos años, incluido el destino de gran parte de los niños apropiados.
El 20 de este mes, el ahora papa Francisco I compartirá con la presidenta Cristina Fernández un almuerzo íntimo en su residencia romana.
Una de las citas frecuentes que el Papa argentino suele confesar a viva voz es su condición de pecador. Hasta ahora no ha revelado cuáles han sido sus pecados, aunque algunos de ellos están marcados a fuego en las páginas de la historia.
El encuentro con la Presidenta puede ser la oportunidad propicia para que Bergoglio ensaye un mea culpa y se decida a poner en manos de la Presidenta los archivos que la complicidad vaticana guarda bajo siete llaves.
* Periodista y escritor.
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