EL PAíS › OPINIóN

Fútbol, política y televisión popular

 Por Horacio González *

¿Hay que ir o no ir? ¿A dónde? A lo de Tinelli. Es cierto que es un menoscabo a la política. ¿Pero no estaría allí la vida popular, con sus recursos a la comicidad más desenfadada? Tampoco lo creo, aunque es evidente que contiene una extraña seducción. Es que la base recóndita de los actos contemporáneos de la política se compone de este menoscabo misterioso. Una parte esencial de la vida pública y del espacio histórico que crea ha tomado su lenguaje de fuertes formas imitativas respecto de la publicidad mercantil y las transacciones inmateriales. Tanto de dinero como de imágenes. La expresión ancestral de lo que es lo político viene de ferias y romerías; otra parte, del circo y del teatro. Los grandes escritos clásicos adquieren diversos modos según se anuden a cualquiera de estas esferas dramáticas, que también se sostienen en la fuerza del intercambio rústico y la imitación ramplona. Pero, si sobre esto hay mucho que decir, también es cierto que ahora se agrega otro desafío: ¿está disolviéndose la gracia de esa “infantería agreste” que es la vida popular? Si sumamos (suma que no parece imposible) la locución eufórica con que Tinelli va ordenando las piezas de su “music hall” chanflón, más el profundo andrajo moral que se produjo días pasados en el estadio de Boca, se percibe que hay un rasgón profundo en lo que podríamos llamar las molduras sentimentales de la vida popular.

Si, por un lado, cuanto más se acerca el fútbol a un modelo –por remoto que sea– de conflicto bélico, más se pierde su base fundada en el coliseo de las más genuinas pasiones competitivas. No es fácil explicar por qué se han vulnerado los límites que lo separan de las guerras oscuras por el honor, así como no es fácil explicar qué sugestión sombría ejerce el hecho de ser imitado en un programa de televisión. En cuanto a esto último, evidentemente ya no es sólo ir, sino que está en juego el gusto por ser imitado. Ser copiado. Soportar o gozar con la prueba del doble, aguantar que lo soez nunca termine de llegar aun a un límite, y quizá lo traspase y fingir que es gracioso. ¿Por qué? Desentrañar el atractivo de la duplicación es dilucidar por qué atraen los espejos. La pose clásica de la política, el gesto del orador, del asambleísta reconcentrado, del hombre sumido en las infinitas argucias de una reunión de asesores, ya no es lo único que nos permite imaginar que finalmente eso es la política.

Por el contrario, percibimos que estamos ante una nueva época, ante cambios en la propia figura del político que pueden ser arrasadores. No tienen problema los que ya han aceptado esto; el problema es que no hay una única manera de rechazarlo. O dicho de otro modo, no hay una única manera de proceder ante la falsificación del original perdido. Del mismo modo, la vida popular en sus estratos más profundos se ha agrietado en múltiples variantes prebendarias, que van junto a lo que genéricamente (y un poco para lavarse las manos) se denomina “violencia en el fútbol” y a lo que, sin esforzarse demasiado, se percibe como el triunfo de la comicidad tosca por sobre los sutiles maestros de la comicidad de antaño.

Y no es que la televisión, reconocidamente heredera de las grandes magias del circo, sea enteramente responsable del rediseño de toda la vida popular. En la televisión de masas se componen escenas primordiales y mayoritarias de nuestra vida. Las referidas técnicas de imitación, el sentido payasesco que es la segunda cuerda de todo lo que hacemos, la expresión del mimo que obliga a descubrirnos en nuestros ostensibles rituales o fatigosas rutinas que sólo nosotros no percibimos, el estado de parodia permanente en que ponemos al mundo, incluso cuando la orquestita del costado de la arena hace sonar un ritmo de suspenso porque el equilibrista parece caer. Quizá siempre ha sido así y eso es lo que llamamos mundo moderno. No es que el acróbata cae y entonces la música se pone tensa, sino que la tensión ambiental creada lo incita a actuar como si fuera a caer. Todo eso lo vimos y lo seguiremos viendo. Lo que no sabemos –y no es verdad que lo sepamos– es el efecto que produce la televisión politizando a sus propios personajes clonescos (locutores, entrevistadores, bailarines) antes que a los políticos que actúan en la escena de la sociedad política. A éstos los despolitiza en medio de intentos forzados para convertirlos en actores o de hacerlos bailar sin que sepan hacerlo.

Pero... he aquí que ciertos políticos saben bailar. Esto introduce un tema novedoso cuando el político, sin perder su condición de tal, baila en público con cierto decoro danzante, una pizca adecuada de destreza artística, una torsión que no desmedra la apostura corporal. ¿Pero es verdad que no la pierde? En lo que se vio en el programa de Tinelli, arriesgo un pálpito. Scioli es quien interpretó cabalmente la naturaleza circense de la situación, y salió airoso de una prueba: atarse la corbata con una sola mano, utilizando los dientes. La escena es una clásica bufonería de kermesse y tiene un enigmático poder. Sabidos los inconvenientes corporales del candidato, Scioli los aprovechó con eficacia. Su conocida dificultad con el brazo la revirtió en una proeza en la carpa pueblerina repleta de holgazanes prestos a gozar de la desgracia ajena. El mito de su brazo faltante hace tiempo recorre la política argentina. Aquí lo convirtió en un juego alusivo a “torneos y competencias”, un desafío al azar. En cuanto a Macri, su opción danzante está tomada de los escorzos de las marionetas, en el que suelen incurrir los estudiantes en sus fiestas de fin de curso. Tenía allí su carta fuerte y el imitador lo exigió a fondo, pues la tarea del imitador, sin duda, es severa. Se propone él ser el auténtico. Sin quererlo, pues esas cosas no se quieren, Tinelli sometió a sus invitados a la prueba fundamental, saber si eran ellos. El problema más difícil al que nos lleva la pregunta sobre si sé quién soy yo.

Desde luego, todo habría sido ensayado previamente; imitador e imitado vestían de igual manera, nada podía dejarse a la imprevisión. Sin embargo, este programa mortal que hace décadas ya originó un sordo combate contra lo que muchos llamaron la “tinellización de la cultura”, permite un espectáculo primigeniamente político, que es ni más ni menos que el de la destrucción de la política y su turbia reconstrucción en otro lado, un lugar mítico en donde ya no puede percibirse qué cosa es. Se la hunde confusamente en las formas más grotescas del vivir cotidiano y de la rapacidad de los hábitos de relación interlingüística de “la gente”. Lógicamente, la política es otra cosa, pero el abismo al que la lleva Tinelli es un acto de grosería antropológica cuyo reverso insospechado puede explicar tanto la lucha por los medios (tal como se realiza entre nosotros y en todo el mundo) como la creación de grandes personajes caricaturescos como la doctora Carrió, que consiguen admirablemente, fusionar el folletín gótico (“me quieren matar”) con la alta filosofía (“Adorno y Horhkeimer verían en todo esto una mueca cómica”). Pero Carrió no condena a Tinelli sino a los políticos que fueron. No es coherente, porque todo lo que se vio es la materia de la que ella misma está hecha. La pérdida del área de privacidad en el trato, operar fuera de los conceptos y hacer pasar a primer plano las configuraciones escandalosas, las infidencias, el comadreo de parejas, la cuerda zumbona que hace de toda conversación un acto que siempre está a punto de develar algo furtivo. Todo está teatralmente expresado en Carrió, en la mirada cómplice hacia un fuera de cámara, esa nada donde en su vaguedad no existe otra cosa que un mesianismo que se anuncia y fracasa al mismo tiempo.

Las reglas lúdicas del programa consisten en una masilla totalmente parodial, su conversación consiste en el guiño cómplice y la escondida humillación, en el simulacro de evaluaciones previamente pactadas. Allí, Macri y Scioli mostraron sus estereotipos más eficaces y un desliz sólo podía ser medido en términos de las performances de un programa donde su conductor es un actor que nunca se confiesa tal. Pero debe haber sentido como una ofensa que en cierto momento Adrián Suar le dijera “vos también sos un poco actor”. Esa fue una fisura, porque aunque malo y de pobres recursos, Tinelli es un actor, y porque además no hay que decirlo. Es el “actor escondido”, “futbolizado”, de todas estas complejísimas maniobras dramáticas enfundadas en la gran tradición ostentosa del locutor, el imitador, el especialista ingenioso en bellas o groseras parodias.

Lógicamente, la vida popular y la esfera política no se fusionan totalmente con estas grandes ficciones colectivas, pero en cuanto a la vida popular (que es la dimensión donde se juegan los combates por las figuras y conceptualizaciones ejemplares del mundo ético) vivimos una semana de graves corolarios. La televisión masiva y el fútbol como estructura diaria de la conversación colectiva se han interligado de una manera que no es fácil de explicar, en una cabalgata (la “cabalgata deportiva”, así se llamaba un viejo programa radial) de violencia simbólica y de violencia real. Todo ello acecha a la política, que a la vez es el ámbito de donde debe resurgir el ingenio para reparar los grandes espacios de masas, para que no se conviertan en el entretenimiento mezquino de una vida popular que, sacrificada ella misma, pide sacrificios rituales a sus dioses momentáneos. Ojalá el sentido de lo que ocurra de ahora en adelante puede ser que ella, en vez de sucumbir, sea rescatada por nuevas configuraciones donde retorne la gran televisión del espectáculo popular y el fútbol vuelva a jugarse sin gas pimienta.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

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