EL PAíS › ADELANTO EXCLUSIVO DE UN LIBRO INDISPENSABLE PARA EL DEBATE SOBRE LOS ‘70

El tren de la victoria

El hermano de Cristina Zuker, Ricardo, fue un militante montonero que desapareció durante la polémica “Contraofensiva”. Su caso está en el centro de la causa que llevó a la detención de Perdía y Vaca Narvaja y le puede costar la carrera al juez Bonadío. Pero también es una historia humana que recorre los años más duros de la Argentina contemporánea.

Por Cristina Zuker

Mamá de mi corazón:
Nunca pude verte sufrir, y sé que en este tiempo has sufrido mucho. Tengo un gran, enorme sentimiento de culpa, pero a pesar de eso estoy seguro de que a todos nos quedan muchas cosas por delante, mucho hilo en el carretel. Y seguramente el hilo que viene ahora será el más lindo, el que mayor alegría nos va a deparar después de esta pesadilla terrible.
Vos sos mi vida, mami, porque estás ligada a todas las cosas de mi vida, y quiero, necesito que muy pronto vengas a mi lado. Por favor no te demores.
Ahora tenés que estar tranquila. No hagamos más doloroso todo esto, ya que muy pronto estaremos todos juntos respirando otro aire, viviendo otras cosas. Tal vez tendría que pedirte perdón, pero prefiero decirte que sos lo que más amo en el mundo.
Un beso enorme. Tu hijo

Esta carta Ricardo la escribió el 17 de mayo de 1977, y se la entregó a mamá antes de subirse al ómnibus que lo llevaría hacia el exilio, a Brasil, una elección condicionada por la falta de pasaporte y la ilusión de que cuanto más cerca, más corto sería el camino de regreso.
El 19 de marzo se había desencadenado la tragedia, cuando una patota llegó a casa de mamá en busca de mi hermano.
Hacía casi un año que yo no vivía con ellos, y la noche anterior mi soledad había estado poblada de fantasmas. Los amigos que tenían miedo y huían del país, los casos de secuestros de los que nos enterábamos cada día, los cuerpos acribillados y abandonados, el peligro de figurar en una libreta de teléfonos equivocada. Lo que todo el mundo sabía, aunque el terror los volviera sordos y ciegos. “Haga patria, mate un montonero” se leía en las paredes blanqueadas, cuando ningún militante se animaba ya a salir a hacer pintadas para no poner en riesgo su vida.
Mientras peleaba contra el insomnio, trataba de recordar quién había dicho no hacía mucho que nosotros, mamá, Ricardo y yo, éramos como una familia de erizos, animalitos que sostienen el entrañable atavismo de juntarse y apretarse como si fueran uno solo, mostrando las púas ante cualquier ataque. No supe cuántas horas había dormido cuando los timbrazos persistentes y los golpes en la puerta lograron despertarme.
Era ya de día, y tuve el presentimiento de que esta vez las púas no iban a alcanzar para conjurar la desgracia.
Cuando abrí, mamá estaba tirada en el piso, y lloraba con desconsuelo. Todavía con la sábana pegada a la cara, lo primero que pensé fue que Marcos Zuker había vuelto para hacerla sufrir, pero no tardé en recuperar la lucidez cuando entre sollozos, con un hilo de voz, me dijo:
–Se llevaron a tu hermano.
Mientras la levantaba en mis brazos, me iba contando de manera entrecortada que a las seis de la mañana abrió los ojos asustada porque parecía que alguien trataba de tirar la puerta abajo. Que dudó en abrir, pero cuando lo hizo se metieron cuatro tipos vestidos de civil.
–Somos de Drogas Peligrosas –se presentaron–. Venimos a buscar a Ricardo Zuker.
Sus manos temblaban cuando prendió uno de los tantos cigarrillos Jockey Club que fumaba cada día. Después siguió hablando en forma entrecortada:
–Les dije que mi hijo no había probado drogas en su vida. Cuando lo sacaron del dormitorio, se iba atando los cordones de las zapatillas. Pero mientras tanto me miraba, y tenía los ojos enrojecidos, como se le ponen cuando está nervioso.
Como los de ella en ese momento, cruzados por hilitos de sangre, casi en llamas. Mamá siempre se tenía que poner gotas de colirio. Hubo un tiempo en que usaba unas que eran azules. Se las había recomendado Fany Navarro, una actriz que de la tapa de Radiolandia había devenido en personaje político, tras ser sindicada como amante de Juan Duarte, el hermano mimado de Evita. Había que hacerlas preparar en una farmacia, y las pupilas se destacaban sobre un blanco inmaculado. Ahora los ojos no le brillaban, estaban llenos de miedo y de dolor.
–Cuando se lo llevaban me tiré al suelo para agarrarlo de las piernas, pero uno me arrastró por el piso hasta el baño, me metió en la bañera, y me puso un revólver en la cabeza. Recién me soltó cuando los otros ya debían estar en la calle.
–Te salvaste, hija de puta –dice que le dijo mientras salía corriendo, y volvió a romper en sollozos.
Le preparé un té pensando en los pasos a dar. Sabía que lo de Drogas Peligrosas era una burda coartada. Además, tal como les dijo mamá, Ricardo no sólo no se drogaba sino que además criticaba con dureza a los que lo hacían. Para “la madre”, como algunos llamaban a la organización Montoneros, se trataba de un vicio pequeño-burgués que alejaba al miliciano de la realidad. Y como para Perón la única verdad era la realidad, los que incurrían en el delito de evadirla eran fuertemente castigados. También era necesario contabilizar que Ricardo había dejado de militar hacía un año y medio, más o menos a fines de 1975, cuando anunció formalmente:
–A partir de ahora le voy a dedicar la vida al fútbol, a San Lorenzo y a Defensores de Belgrano.

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–Vení para acá que tu papá necesita hablar con vos.
–Yo también –y me puse a caminar las pocas cuadras que me separaban de su casa.
Fue el primer día, de los que sobrevendrían, que nos abrazamos, los dos llorando como chicos asustados, sin saber qué hacer ante la poderosa y hermética maquinaria del terrorismo de Estado. También coincidimos, por fin, en que era preciso que nos mantuviéramos unidos para conseguir traspasarla. Me contó que le habían prometido una cita con el general Guillermo Suárez Mason, por entonces jefe del Primer Cuerpo del Ejército. A mi vez, le informé de la gestión prometida por el hijo de Viola, de seguro avalada por el tesón del presidente de Defensores, Eduardo Delucca, futura mano derecha de Julio Grondona en la AFA. A renglón seguido, me aboqué al tema de mamá. Le conté que la angustia la consumía, y que quería participar de la búsqueda. El consideró que a esas entrevistas “de alto nivel” era mejor que no fuera. Estuve de acuerdo, y sugerí que ella podía encarar los contactos con la Iglesia.
Al día siguiente mamá fue con su triste humanidad a la casa de la calle Paraguay que albergaba la sede de la Conferencia Episcopal. Tuvo la fortuna de que la atendiera el padre Berg, un sacerdote alemán que había visto, antes de huir, cómo las bombas destruían Colonia, su ciudad natal. No sólo se comprometió a transmitir su pena al cardenal Primatesta, sino que la consoló con su mensaje de esperanza:
–“El flaco” no va a permitir que a su hijo le pase algo –me contó después mamá, y no sería la última vez que el padre Berg nos apuntalaría con su fe. Se la veía apenas un poco más tranquila, con la satisfacción de un primer deber cumplido. De esos días recuerdo con culpa que su desasosiego me superaba. Que no tuve la paciencia necesaria para contenerla, y mucho menos para ver cómo su estado físico se deterioraba, en medio de la nicotina y el pánico.
El mismo pánico que me inspiró la cara de Suárez Mason, aquella mañana en que nos encontramos muy temprano papá y yo en Bullrich y Santa Fe, junto a las rejas que bordean el Regimiento de Patricios. Juraría que no se levantó de su escritorio cuando llegamos, tras atravesar silenciosos el arbolado terreno que rodeaba su bunker. Vestido de riguroso uniforme verde oliva, pude ver sus botas brillantes cuando me agaché para buscar el encendedor que se había resbalado de mis manos temblorosas. Lo que sobresalía al mirarlo era su nariz, que sin duda le había ganado el certero mote de “Pajarito”. Cuando sus ojos nos escudriñaron como quien busca carroña, su expresión tenía muy poco de águila, y mucho más de ave de presa. El trámite fue corto. El torvo Suárez Mason se limitó a escribir en un papel el nombre de mi hermano y la fecha de secuestro. Pronto se cumpliría una semana, y tratamos de hacerle comprender nuestra desesperación.
–Llámeme la semana que viene, Zuker –fue su escueta respuesta, antes de partir desolados. Sabíamos de su poder, aunque no imaginábamos que fuera tanto como él mismo reconocería en 1979:
–Firmé entre cincuenta y cien sentencias de muerte por día –se ufanó el general del Ejército Argentino ante un embajador extranjero, diálogo que aparece en uno de los documentos sobre la dictadura militar desclasificados por el Departamento de Estado norteamericano.
“Fue esa mañana aciaga”, como hubiera dicho Ricardo, que decidimos ir hacia Retiro, a la capilla Stella Maris, ubicada dentro del predio de la Armada, hoy casi enfrente de los tribunales de la avenida Comodoro Py, donde cada vez que concurro miro ese edificio cristiano como la sede del Purgatorio. Nos habían dicho que allí monseñor Gracelli, adjunto del vicario castrense, monseñor Tortolo, proporcionaba información a los familiares acerca de “los desaparecidos”, círculo atroz al que había ingresado mi amado hermano. Está de más decir que a Zuker todos lo reconocían pero, aquella vez, personal de la fuerza nos cacheó a ambos, mientras a mí, como al resto de las mujeres, me retenían la cartera “hasta el egreso”, avisó el uniformado sin avergonzarse. O tal vez presentían que serían mujeres las que no cejarían en su denuncia por la sistemática violación de los derechos humanos, “las locas de la plaza”, como han intentado disminuirlas sin éxito.
De hecho, en la antesala, parecida a cualquier repartición policial, las mujeres eran amplia mayoría. Una de ellas se acercó a mí y empezó a acariciarme con una sonrisa tristísima:
–Sabés que te parecés tanto a mi hija... Se la habían llevado hacía un mes, y ésta era la tercera vez que venía. Nunca olvidaré su rostro, deformado por el dolor y el miedo. Volví a pensar en mamá, en su sufrimiento, y en el de todos los que en ese momento esperábamos hablar con un representante de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Algunos salían silenciosos. Otros llorando. Todos nos mirábamos en ese momento, mientras veíamos entrar al siguiente. Por fin nos tocó a nosotros.
Monseñor Emilio Gracelli, cuando todavía no sospechaba que su nombre iba a figurar con fulgor propio en los anales del horror que registró la Conadep, nos invitó a sentarnos frente a él. Nos separaba su escritorio, que sólo alojaba un par de ficheros y una carpeta grande de tapas negras, y más de una lapicera, en medio de una habitación despojada. Además nos separaba la evidente hipocresía que se leía en sus ojos demasiados claros, casi acuosos, en el crucifijo que tenía a sus espaldas, en su sotana negra como los cuervos. Y en esas manos casi femeninas, de uñas muy cuidadas, tan ajenas a la imagen de un siervo de Dios.
Le contamos nuestra penuria, y tiró con munición gruesa:
–¿Qué quiere, Zuker, con ese apellido?
Vi a mi padre enrojecer, apretar los puños y doblarse tras acusar el brutal impacto. Como Suárez Mason, Gracelli anotó el apellido culpable y el nombre de mi hermano en su voluminosa carpeta negra. Nos palmeó la espalda con cinismo, y quedamos en volver dentro de tres días. Caminamos tomados del brazo unas cuadras que nos parecieron interminables, hasta volver a Retiro. Mudos, sin encontrar palabras para transmitir lo indecible, nos separamos. Yo me fui a ver a mamá, que me necesitaba más que nunca. Zuker hablaría años después de esas humillaciones. La última vez que lo fuimos a ver, el siniestro Gracelli recurrió a su fichero para decirnos con una frialdad pasmosa:
–Zuker, según mis registros, su hijo está muerto.
(***) Volvimos a encontrarnos al día siguiente de aquella entrevista con Gracelli, para ir a la esperada cita con el general Roberto Viola que su hijo había concertado para las ocho, tan temprano como marca la disciplina cuartelera. Viola, que entonces era jefe del Estado Mayor Conjunto y ya se consideraba in pectore sucesor de su amigo y compañero de promoción, Jorge Rafael Videla, cumplía funciones en el Comando del Ejército, frente a la Rosada. Vetustos cañones parecían apuntar a los que subían la empinada escalinata del edificio, tan imponente como todo monumento fascista.
Llegué cinco minutos antes. Subí agobiada por el miedo las trabajosas escaleras. Zuker no estaba arriba, así que volví a bajar. En ese momento los intestinos me jugaron una mala pasada: sentí que me cagaba encima, literalmente. Las caras inmutables de los pertrechados soldados de guardia no parecieron darse cuenta de mi infortunio.
Cuando entramos a su amplio despacho, Viola se acercó a saludarnos. Petiso y con el pelo canoso y ralo peinado hacia atrás, su piel tenía un definido color amarillento. Unas oscuras ojeras resaltaban las prominentes bolsas, un rasgo de familia, bajo sus ojos fríos. El bigote prusiano, que parecía un homenaje a Adolf Hitler, apenas ocultaba la raya apretada de su boca. La chaqueta del uniforme era verde oliva, ajustada por un grueso cinturón negro, tan negro como sus zapatos abotinados y la corbata que rodeaba su cuello demasiado grueso. El pantalón marrón caqui lo sindicaba como “ladrillo”, un mote con que los integrantes de otras armas descalifican a los egresados de la Escuela de Infantería. Sin embargo, las charreteras con tres soles amarillos sobre fondo rojo demostraban que Roberto Viola había sabido cómo llegar a teniente general. (***) Frente a ese troglodita, Zuker trataba de explicar la terrible situación que atravesábamos. No me voy a olvidar jamás de lo que dijo:
–Los subversivos están en las alcantarillas.
Su brutalidad me indignó.
–Si está muerto, muéstreme su documento –casi le grité, llorando desconsolada.
–Yo no dije que su hermano estuviera muerto –levantó la voz el general de tan baja estatura.
Nos despidió con un “voy a ver qué puedo hacer”. Mamá anotaba con una cruz los días que iban pasando, como una marca de su propio calvario. La noche anterior a su cumpleaños contó cuarenta y seis cruces. Pocas horas después, a la madrugada, a mi hermano lo tiraban desde un coche, detrás del Hospital de Niños. Cuando se sacó la venda de los ojos, convertida ya en un trapo grasiento, la escasa luz alcanzó para cegarlo. Después se dio cuenta de que estaba a una cuadra de mi casa. A los pocos minutos, tocaba el timbre del portero eléctrico. No hay palabras para describir la emoción de ese momento, cuando se abrazó a mí temblando, como si viniera de otro mundo. Habíamos conseguido arrancárselo a la muerte, pensé mientras lo acariciaba entre risas y lágrimas. Tenía puesta la misma ropa del día en que se lo llevaron. Se le notaban los kilos de menos, la palidez del encierro, la seña imborrable del horror vivido impresa en su mirada todavía llena de miedo. No sé si llegó a hablar con alguien de lo que había padecido. Conmigo nunca lo hablaría. Estaba ansioso por bañarse, cambiarse, afeitarse, antes de ir a ver a mamá. Entonces me dijo:
–Les rompí tanto las pelotas con que mi vieja cumplía años, y que no le podía fallar, que al final me largaron.
Poniendo cara de ganador, se metió en el baño. Cuando salió, le presté una bombacha antes de tirar su calzoncillo a la basura, un buzo y se dejó los mismos pantalones. Estaba listo. Ahí me di cuenta de que mamá nosoñaba con el regalo que iba a recibir ese 4 de mayo de 1977, cuando cumplía cincuenta y cinco años.

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Sin oponer reparos a la grabación de la charla, Roberto Perdía empieza a hablar con un tono de voz que parece impostado, lejos de aquellos modos tajantes con que impartía las órdenes más temerarias o condenaba cualquier acción que sublevara sus férreas convicciones éticas. Va midiendo las palabras antes de pronunciarlas. Sin embargo, su primera aproximación a los hechos se contradice con aquella sorpresiva visita a nuestra casa, justamente en Madrid.
No sería el único “no me acuerdo” que escucharía durante el largo rato que duró nuestra charla. Estábamos en su casa de la calle Tucumán, justo enfrente de la Comisaría 3ª, en el pequeño cuarto que oficia de estudio, ahora que ha vuelto al ejercicio de la abogacía después de trasegar durante los últimos diez años varios organismos oficiales. Sobre todo, la Subsecretaría de Derechos Humanos del Ministerio del Interior, asesorando a su amiga Alicia Pierini. El pelo empezó a perderlo mucho antes, por eso lo de “Pelado Carlitos”, aunque en una época tratara de disimularlo usando un desproporcionado bigote. De camisa blanca arremangada, el antiguo campesino croata que empezó a militar desde organizaciones cristianas a los veinte años mantiene un inmejorable estado físico.
–Tengo una nebulosa respecto del tema de tu hermano. Hubo una serie de reuniones preparatorias para la convocatoria de Madrid, y debo haberlo visto muchas veces. Esa fue otra de las metidas de pata. Mientras teníamos esa percepción del peligro, se hizo una convocatoria abierta, tan pública que se dejaba un alto margen para que el enemigo pudiera irse enterando. Era una contradicción...
Coincido con él. Yo había sido una de las asistentes, en ese local del PC madrileño, en la calle Escalona. Era un ventoso pero soleado domingo de febrero del ‘79, aunque “el cielo de Madrid es tan distinto del de Buenos Aires”, me decía con nostalgia Juani Bettanin, mientras caminábamos hacia la cita. Concurrió gran parte de la colonia argentina en Madrid. Ni los chicos faltaron, pues no habían tenido con quién quedarse. Allí escuché el fogoso discurso de Perdía, único orador en el evento. Hubo quienes al salir pusieron en lo que parecía una manga para mariposas incautas un papelito con su nombre. En realidad se trataba de una bolsa que el negrito Guillermo Amarilla, otro integrante de la organización asesinado en Campo de Mayo, sostenía a la salida, donde el que se ocupaba de la seguridad era el hoy cuestionado empresario de la ferrovía Mario Montoto. Yo vi a mi hermano poniendo en esa bolsa un papelito que significaba su incorporación a la Contraofensiva.
Perdía se acuerda sólo de algunas de las cosas que dijo ese día:
–Había un estado de ánimo en el exilio y también en la conducción, como que ya estaba, de que ya ganábamos militarmente. Aunque parezca otra contradicción, yo dije que no había ejército montonero capaz de derrotar al enemigo, que eso era un aspecto limitado de una cosa mucho más amplia, y lo dije de un modo hasta grosero. No sé por qué...
De lo del tren de la victoria tampoco se acuerda, aunque no niega que bien pudo haberlo dicho.
–Existía una idea absolutamente correcta: que la dictadura militar comenzaba a atravesar un período crítico. La ofensiva militar estaba agotada, y empezaba el movimiento de avance del campo popular. Lo que habíamos planteado en septiembre u octubre del ‘78 se estaba cumpliendo, que el pueblo había empezado a caminar era cierto. Y ahí vienen dos errores nuestros: no quería decir que los montoneros los hacían caminar, y tampoco quería decir que porque habían empezado a caminar tenían simpatía por los montoneros o que los montoneros podían contar con esa solidaridad. Actuamos como si no hubiera pasado nada entre nosotros y el resto delpueblo. El mayor error fue no habernos dado cuenta del efecto que había tenido nuestra actuación desde el ‘74 en adelante, y en segundo lugar el peso de la represión. Nos colocaron como el enemigo principal, la bestia peluda, los malos de la película.
A poco de escucharlo, me di cuenta de que sus conceptos repetían casi textualmente lo ya volcado en su libro La otra historia. Y yo venía a hablar de mi hermano, así que decidí interrumpirlo.
–¿Cuál fue el criterio de reclutamiento?
–Yo no me acuerdo de cada caso en particular, pero de lo que se trataba era de la disposición que tenían los compañeros de volver en ese momento. En su gran mayoría se trataba de compañeros que habían militado antes, y que habían salido del país. La práctica previa era muy despareja: muchos habían estado presos unos cuantos años, pero la mayoría formaba parte del exilio. Yo creo que ése fue uno de los problemas serios del reclutamiento. Se conformó un equipo para actividades muy especiales con un grupo humano que tal vez no estaba del todo preparado. Una cosa era imaginar lo que se podía hacer desde el exterior, donde estaban todas las condiciones de seguridad y la contención de la familia, de los amigos, de los compañeros, y otra cosa era después vivirlo. Una cosa era el compromiso afuera y otra era el compromiso adentro. Había compañeros en el país que se habían ido incorporando progresivamente, durante distintos momentos de la lucha, pero estos grupos tenían días en que no hacían nada, y al día siguiente tenían que salir a tirarle cuatro tiros a no sé quién...
–¿A quién?
–Habíamos decidido golpear sobre el equipo económico, responsable de estar entregando la riqueza nacional, con la protección de las Fuerzas Armadas. Una vez en el país, a medida que se avanzaba en el chequeo, iba apareciendo el objetivo. Algunos se iban descartando en el camino. Ahí estaban a cargo del conjunto de las fuerzas tres compañeros que se desprenden de la conducción: Raúl Clemente Yager, Horacio Mendizábal y Horacio Campiglia.
Todos cayeron. El último fue Yager, responsable militar de la Contraofensiva, un tipo muy racional que, sin embargo, cuando salió del país después de la primera etapa, estaba seguro de que lo iban a agarrar. “Voy a ser el primer fusilado legal de la dictadura”, le transmitió a Perdía cuando por fin pudo salir de Buenos Aires. Vuelvo a interrumpirlo, esta vez para preguntarle cómo se había permitido que mi cuñada Marta llegara a Buenos Aires en el ‘79 con mi sobrina Ana Victoria, teniendo en cuenta los riesgos que implicaba cumplir con tales objetivos.
–Te puedo responder con criterios, no con datos. Ningún compañero venía con los hijos, pero en este caso, te repito, tengo una nebulosa con el tema de Pato, Marta y la nena. Cuando Marta salió de España con la nena no venía a incorporarse formalmente a la Contraofensiva. Que ella en su fuero íntimo viniera con esa idea puede ser, pero yo no estoy al tanto de esos vericuetos.

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Ricardo a los tres años y medio.
 
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