EL PAíS › OPINIóN

Siempre con alegría

 Por Eduardo Aliverti

No es inevitable pero sí necesario, o conveniente, hacer la reiteración de que, salvo por un hecho que se aborda hacia el cierre de esta columna, todo estaba avisado. Sí puede ser llamativa la premura con que algunos connotados voceros macristas, bien que ni antes ni ahora autorreferenciados como tales, plantean dudas más o menos severas sobre el futuro de mediano y hasta corto plazo.

Se verá qué pasa con los precios tras una devaluación de alrededor del 40 por ciento, dicen con cara, pluma o voz de piedra columnistas del oficialismo militante, callados frente a la remarcación al galope que precedió a la medida y ahora alertas ante una de dos seguridades: que se acentuará el proceso inflacionario, como ocurrió toda la vida tras desvalorizar la moneda de un solo golpe, o que habrá de estabilizarse porque los formadores de precios ya se anticiparon justamente porque fue la devaluación más anunciada de la historia. En todo caso, depositan su confianza en el simpático acuerdo económico-social a que el macrismo convocó para el verano, una vez que la liberación del llamado “cepo” haya sorteado su debut sin grandes dificultades y que el saque al bolsillo de los sectores populares y de clase media se consolide sin turbulencias. ¿A qué van a ir los sindicatos al acuerdo ése? ¿A ponerle la firma al ajuste, como señaló Hugo Yasky? ¿Desde cuál piso inflacionario se partiría para llamar a la conciliación entre zorros y gallinas? No hay ninguna medida económica que sea neutra, perdónese la obviedad. Hay ganadores y perdedores, siempre, y sólo quien no esté mayormente en su sano juicio perceptivo puede esquivar la realidad de una bruta transferencia de ingresos hacia las clases dominantes y, en particular, al complejo agroexportador. En franjas medias habrá de regir, cabe pensar, la idea aliviadora de que le soltaron unos grilletes, que ante todo formaban y forman parte de un imaginario, de un simbolismo de libertad económica afectada. Pero los globos de la campaña se terminaron. Hugo Moyano –ajá– dice que hay olor a los `90. Varios consultores, que es por lo general como se les llama a quienes les hacen ganar más plata a los ricos, previenen que, primero, habrá de verse qué sucede en las paritarias si no para las fiestas, de no haber algún bono extraordinario o compensación por el estilo que el Gobierno no tiene entre sus ideas; y después, comprobar si tamaña devaluación, sumada a la quita de retenciones, encaja en un plan de rediseño productivo de largo plazo; o si sólo se trató de acomodar al dólar y apropiar ganancias en forma extraordinaria. En la hipótesis benigna de un fin de año tranquilo, como explicó el ex viceministro de Economía, Roberto Feletti, se verá lo que sucede en febrero, mes difícil para el trabajador. “No se cobra aguinaldo y, después de los gastos de fiestas y vacaciones, le viene la canasta escolar con la paritaria lejos. Ahí se van a percibir los efectos en salarios y jubilaciones, que son los ingresos fijos.” También habrá de verse cuánto de efectivo tiene que Macri les haya hablado a sus amigos con el corazón de clase. Estados Unidos acaba de subir su tasa de interés, los precios de las materias primas no se recuperan, los bancos extranjeros prestarán la plata bajo condiciones que no son precisamente una contribución patriótica y, por fin, hoy resulta que el acuerdo de swaps con los chinos, para aumentar las reservas, no estaba tan mal.

El colega Raúl Dellatorre (Página/12, el viernes) describió el detrás de bambalinas del gran salto devaluatorio, en su artículo “El país de la ciclovía financiera”. Mientras casi todos anduvieron entretenidos con la gran noticia que les cambiará la vida a los argentinos, pasaron desapercibidos otros anuncios que el ministro Prat-Gay dio con alegría. Se elimina, para los capitales provenientes del exterior, la obligación de constituir depósito por un monto equivalente al 90 por ciento de los fondos que ingresen. Y si esos fondos quieren irse, lo pueden hacer libremente con el requisito de permanecer apenas cuatro meses. Capitales golondrina para financiar a corto plazo y que aprovechan “la oportunidad de ganancias en dólares difíciles de encontrar en el resto del mundo”. Como puntualiza Dellatorre, “una vez que se entienda que el ‘dólar libre unificado’ alcanzó un valor estable, quizá más cercano a los 15 pesos (...) y (¿ya?) conformes los exportadores cerealeros”, ingresan los capitales por unos meses, los colocan a tasas alrededor del 40 por ciento anual, los retiran al vencimiento y los cambian al dólar que se habrá mantenido liberadoramente estable. Una orgía de ganancia especulativa. La bicicleta de Martínez de Hoz. Pero no es todo. “El (supuesto) acuerdo con un grupo de bancos extranjeros, para obtener un préstamo de 5 mil millones de dólares, pagará una tasa del 7 por ciento. El Banco Central se comprometió a dar, en garantía, letras del Tesoro Nacional. Es decir, deuda del Ejecutivo nacional con el BCRA, que hasta ahora era una deuda intra-Estado, no exigible sino negociable entre organismos públicos, pero que en adelante sería parte de un reclamo privado extranjero.” Cuando eso ocurra, los chirolitas del libre mercado habrán descubierto de la noche a la mañana que el Estado debiéndose a sí mismo era un tanto distinto que una deuda exigible en dólares por haber puesto en garantía, finalmente, las joyas de la abuela. Increíble, u ojalá lo fuera. La misma película. Como admitió Prat-Gay y como asimismo subraya Dellatorre, esos mecanismos de captación de recursos fueron “condición necesaria” para ir la unificación y liberación del tipo de cambio. Es “la vuelta al endeudamiento externo de corto plazo y la recreación de la bicicleta financiera”. Y claro que también de vuelta: no debería poder creerse. Tomado desde la dictadura, pasando por el Domingo Cavallo de entonces y el de la Alianza, y el incendio de 2001, y la recuperación con otra receta desde 2003 hasta ayer nomás, no transcurrieron 40 años. ¿Tan largo y tan poco trágicos son los ingredientes de ese período como para que una porción notable y legítima de la sociedad argentina no aprenda lecciones? ¿O será que esta vez sí y no dará tiempo a que la historia se repita, porque simplemente fue cosa de que la yegua ya había cansado y cuestión de tirarse una cana al aire?

De todas las medidas gubernamentales, en síntesis, la única verdaderamente sorpresiva –para ajenos y aun propios, hasta donde se conoce– fue el decretazo que metió por la ventana a dos jueces en la Corte Suprema. El firmante se abstiene de opinar sobre la estricta constitucionalidad del dedazo, no sólo porque es un aspecto que excede sus saberes y por la profusa cantidad de opiniones que, en inmensa mayoría, ya indicaron su ilegalidad manifiesta. Basta con atender la insólita contradicción entre el machaque del respeto por las formas, la necesidad de que el Congreso no sea una “escribanía” del Ejecutivo, la mención a Cristina como una figura autoritaria que avasalló las instituciones, lo imperioso de reintroducirnos en el concierto de naciones serias que brindan seguridad jurídica y, apenas asumido, pegar semejante estocada en el máximo tribunal del país. Vista la reacción desencadenada, que incluyó la definición de “mamarracho” por parte de constitucionalistas adictos al Gobierno y hasta entre sus tanques mediáticos, la pregunta parecería ser cómo pudo Macri cometer un error con el tamaño de habérsele indicado que, por mucho menos, la ex presidenta habría sido sometida a un ataque indescriptible. Ahora se habla de una instancia de negociación con los senadores que comenzaría en febrero, para llegar a las sesiones ordinarias de marzo con la probabilidad de que el par de supremos del macrismo sea aprobado por el cuerpo. Es dudoso que eso acontezca, atento al rechazo que generó la medida y a que, en particular, el currículum de Carlos Rosenkrantz está atravesado por sus relaciones con el Grupo Clarín (entre otros) y, antes, por su opinión contraria a la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Macri, entonces, debería insistir con el nombramiento en comisión de ambos jueces, y en consecuencia debiera cambiarse el interrogante del momento. ¿Fue un error? ¿Puede pensarse seriamente que no midieron las consecuencias de una medida de esa naturaleza? Como la respuesta es no sin lugar a duda alguna, se deduce que es una lógica de medición política. Esto es, cerciorarse de hasta dónde pueden correr el límite, ponerlo muy alto en un comienzo que todavía no tiene mayor desgaste y luego bajarlo pero desde la vara fijada desde campo propio. Es una acción típica de ejercicio del poder y su eventual ilicitud no va en perjuicio de que demuestra capacidad de fijar la agenda, pero eso no invalida que la verdadera pregunta sea cuál es el apuro por conseguir mayoría en la Corte a costa de dejar un flanco político tan grande de cara, entendámonos, a las relaciones con un Congreso de alta conflictividad donde el Gobierno está más en minoría que a sus anchas. No da la sensación de que sea el grueso de la sociedad quien pierde el sueño por la integración del tribunal, por máximo que fuere. ¿Es acaso que lo urgente consiste en requerir de la Corte para eliminar impugnaciones, frente a una batería de medidas que al paso del tiempo no resistirían las barreras institucionales? Una película que también ya vimos, por cierto, gracias a la mayoría automática de los amigos cortesanos del menemato.

Sería muy grosero, eso sí. Pero siempre con alegría.

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Imagen: Bernardino Avila
 
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