La victoria de Donald Trump no debería ser motivo de sorpresa, considerando un sistema que cruje tanto al interior de Estados Unidos como a nivel del orden mundial consolidado que le otorgaba un lugar central a esta potencia.
El “terror” comenzó cuando este empresario que inició su disputa al interior del Partido Republicano comenzó a desplazar a sus rivales en la interna. Ahí el establishment, los medios de comunicación y el mercado bursátil, así como la propia elite republicana del partido comenzaron a preocuparse y reaccionar. 
Estos sectores querían una derecha xenófoba pero marginal, como el Tea Party, la Asociación Nacional del Rifle. Una derecha radical y xenófoba pero que fuera el complemento que mostrara lo educados y moderados que eran los miembros de la elite republicana. Una derecha radical y xenófoba subordinada al proyecto republicano-demócrata del establishment estadounidense.
Trump escapó de esa contención cuando su mensaje espontáneo y anti-establishment comenzó a decir “verdades incómodas” sobre la manipulación de Wall Street y los factores de poder. Esto, así como sus propuestas, lo convertían en un candidato “impredecible”. Si hay algo que los factores de poder deberían detestar en el bastión del capitalismo mundial es la “impredecibilidad”. 
Las crisis inducidas en los países periféricos pueden producir ganancias extraordinarias para estos sectores, pero no resultan igual de convenientes en el centro del capitalismo mundial. Para ejemplo están el crack de 1929 y la crisis de 2008, y los infinitos problemas que esos eventos originaron para el American Way of Life.
Desde el espectro contrario, Bernie Sanders ya había generado un gran entusiasmo hablando de su “revolución política” contra las donaciones de campaña de Wall Street que corrompen a los políticos estadounidenses. Su denuncia de las brechas del sistema tal como funcionaba hasta ahora para contener las demandas insatisfechas de los estadounidenses de carne y hueso, así como su promesa de renovación ética de la política, habían generado un profundo impacto en la campaña, obligando a Hillary Clinton a correr su discurso hacia el progresismo para vencer en la interna demócrata.
Siendo la primera mujer con serias posibilidades de convertirse en presidenta de los Estados Unidos, en esta elección la cuestión de género quedó desplazada al estar representada por una candidata financiada por Wall Street y proveniente del centro de la clase política tradicional. De este modo, ante la crisis del sistema nacional e internacional asentado sobre la hegemonía estadounidense, la brecha entre el pueblo y el 1 por ciento fue más importante en esta elección que las justas aspiraciones de género.
Con su discurso racista y contra lo establecido, Trump se ganó el odio del Estados Unidos bien pensante. Percibía la fractura entre el sistema institucional y la vida cotidiana, y le daba una explicación. La misma era racista y manipuladora, pero se atrevía a decir lo que Hillary y la clase política tradicional no se animaban. Qué este sistema, así como está no funciona, y la culpa la tienen los extranjeros y la “casta” bursátil que se enriquece a expensas del “pueblo”.
¿Cómo puede ser que en la sociedad líder del “mundo libre, occidental y democrático” pudiera generarse este “monstruo”? Trump expresaba el “inconsciente” denostado de la sociedad estadounidense, aquello que era visto como una maldita barbarie inexplicable.
Sin embargo, desde la violencia endémica originada por la fascinación con las armas (“un voto, un arma”), hasta la política exterior de intervención para asegurar el dominio, los Estados Unidos albergan dentro de sí mucho más de Donald Trump de lo que la clase política y económica, formal y bien pensante, está dispuesta a admitir.

* Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (UBA).