EL PAíS › PANORAMA POLITICO

CONJUROS

 Por J. M. Pasquini Durán

Desde tiempos inmemoriales, los hombres de poder han combatido a sus enemigos reales o imaginarios con toda clase de conjuros, de los mágicos y de los otros. En sus esfuerzos por hacer de la política y del poder disciplinas lógicas, Nicolás Maquiavelo, siempre a mano debido a sus enormes esfuerzos reflexivos, alertaba al Príncipe sobre la necesidad de ser preventivo antes de que fuese demasiado tarde: “Ocurren aquí lo que dicen los médicos de la tisis; en un principio es difícil de curar y difícil de reconocer, pero con el curso del tiempo, si no se la ha identificado en los comienzos ni aplicado la medicina conveniente, pasa a ser fácil de reconocer y difícil de curar. Lo mismo ocurre en los asuntos de Estado: porque los males que nacen en él se curan pronto si se les reconoce con antelación (lo cual no es dado sino a una persona prudente); pero cuando por no haberlos reconocido se los deja crecer de forma que llegan a ser de dominio público, ya no hay remedio posible” (ed. Alianza, pág. 39).
Las denuncias conspirativas que circulan aquí en estos días, ¿son la expresión preventiva de hombres prudentes? Durante las últimas semanas, hubo asuntos de Estado que tuvieron amplia difusión pública: las amenazas de escasez de gas y electricidad, la probabilidad de aumentos tarifarios de todos los combustibles y las escandalosas ineficiencias en los servicios de trenes metropolitanos, incluido el atentado en un vital centro automático de control del tráfico ferroviario en una de esas líneas. El Gobierno sospecha, además, que el auge delictivo en countries y otros inmuebles de alto impacto en clases medias y altas están vinculados en línea directa con la mano de obra desocupada por el despido masivo en las fuerzas de seguridad de miembros implicados en toda clase de delitos contemplados en el Código Penal. Aunque no exista un directorio único que diagrame y dirija el conjunto de actos y maniobras, es muy difícil negar que concurren en un mismo sentido: alimentar el fastidio popular en casi todos los niveles sociales y generalizar la sensación de inseguridad y de temor, ya en carne viva como se pudo percibir por el caso Blumberg.
Quizá las definiciones de conspiración, complot o conjura, tomadas al pie de la letra, sean demasiado rotundas para definir la actualidad hostil a la gestión del Gobierno. A lo mejor, la descripción adecuada tenga que referirse a una trama de intereses afectados por las políticas gubernamentales, que van desde el policía coimero hasta el bonista seducido por algún fondo de inversión especulativa, que tratan de defender, no siempre con métodos honorables, privilegios adquiridos en décadas pasadas, imposibles de prolongar por éste o por cualquier gobierno que tenga la sensibilidad suficiente para apartar fondos que vayan a pagar la deuda social interna. Es tanto lo que deben los privilegiados a los excluidos de las últimas décadas que la suma total, al igual que la deuda externa reestructurada, es impagable. La reparación impostergable, hoy en día, exige meter mano en intereses que se creyeron invulnerables y que se van a defender de cualquier modo.
Lo que pasa es que sobre esos intereses cabalgan grupos conservadores anacrónicos, siempre dispuestos a desestabilizar no a un gobierno sino a la democracia misma. Ellos son los que mueven a pronosticadores económicos y políticos, lo mismo que a sus influencias mediáticas, para travestir a los intereses concretos en pugna en motivos de propaganda política. Estas tendencias no involucran a los formales grupos o partidos de oposición que, desde derecha a izquierda, aceptan las reglas de juego de la democracia. Es incomprensible, por eso, que los representantes de estos partidos cubran de sospechas a la palabra oficial en lugar de acusar a las corporaciones y mafias que se niegan a la reparación económico-social impostergable. Lo más probable es que pese en ellos la desconfianza en las ambiciones hegemónicas que le atribuyen al presidente Néstor Kirchner y, desde ese punto de vista, perciban las denuncias en ese plan que rechazan en curiosa coincidencia, aunque con diversos argumentos, desde derecha a izquierda.
De vuelta a los añejos pensamientos de Maquiavelo, conviene recordar que para un buen gobierno “la mejor fortaleza es no ser odiado por el pueblo” y que el pensador florentino era enemigo de las “vías del medio”, de la “neutralidad” y de “gozar de los beneficios del tiempo”, así como de la excesiva prudencia y de la lentitud en la toma de decisiones. Haciendo caso de esos consejos, aún con la buena fe de aceptar que existen turbios designios de negros intereses, también el Gobierno debería revisar su propio ritmo y la escala de sus prioridades, lo mismo que cierta excesiva lentitud, así al menos aparece a los ojos del ciudadano común, para poner en caja a los concesionarios de servicios públicos que tratan de abusar de usuarios y consumidores. Esa firme determinación que el Presidente mostró en la defensa de los derechos humanos y en la depuración institucional, reconociendo incluso la disparidad de envergaduras en asuntos diferentes, es tiempo de probarla también en las relaciones del Estado con el mercado en beneficio del tercero en discordia, la mayoría social. No es cuestión de echar atrás el tiempo y reestatizar los servicios públicos, como pretenden esas opiniones fáciles que en los años 90 aplaudían de pie las privatizaciones, pero bien se sabe que no es esa la única opción disponible.
El plan de la restauración conservadora, hasta donde se puede percibir, más que tumbar al Gobierno busca debilitar y si es posible quebrar sus relaciones favorables con las expectativas populares, porque en la ausencia de consentimiento social será presa fácil para los controladores del mercado. Sin ese respaldo, que todavía aparece en las encuestas de opinión, al Presidente le queda abierta la única vía de replegarse al PJ, donde no son pocos los que le tienen las mismas ganas que algunos grupos económico-financieros. Tanto es así, que ninguna “conjura”, en las horas actuales, puede excluir a cuadros de ese y otros partidos que ya figuran en la historia de una parte sustancial del siglo XX en su rol de aliados de varias desestabilizaciones de gobiernos surgidos de las urnas. Por otra parte, hay más de uno de esos dirigentes que figuran en las nóminas de pago de las concesionarias de servicios públicos o en el reparto del botín de policías malhechores.
A la luz de estas complejidades, ¿habrá hecho bien el Gobierno en agitar los espectros? Si es una réplica de Pedro y el Lobo, que asustaba a sus vecinos con falsos anuncios hasta que un día fue cierto pero nadie acudió en su auxilio, es un tremendo error. En cambio, si fue la actitud del hombre prudente que mencionaba Maquiavelo, será oportuno que avance en la identificación de los reales destinatarios del acuse, en lugar de quedarse en apuntar con el dedo a publicistas o intelectuales orgánicos de los intereses en pugna. Cuando faltan evidencias para enjuiciar a los dueños del circo, no hay que perder el tiempo con los payasos. De todos modos, no hay pociones mágicas para contrarrestar al mal de ojo, cuando lo que se trata es la defensa de espacios de poder. Aunque suene redundante y hasta simplificador, las experiencias han mostrado una y otra vez que, exceptuadas las tiranías, los poderes válidos y permanentes son aquellos que se apoyan en el consentimiento popular.

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