EL PAíS › PROTESTA CON MENOS GENTE Y EL PEDIDO DE ELECCIONES

El primer cacerolazo del nuevo año

Tras la designación del nuevo Presidente, comenzaron a escucharse otra vez las cacerolas en barrios de Buenos Aires. Fue una demostración pacífica, más chica que las anteriores y donde primó el reclamo de elecciones.

Parecía, al comienzo, que serían pocos, que la ciudad de Buenos Aires no le mostraría los dientes a Eduardo Duhalde, el ex candidato convertido en Presidente tras el fracaso de los fracasos. Parecía, sobre todo porque la noche de anoche se vivió sin televisión en vivo, que nada pasaba en la ciudad, amén de unos escuálidos grupos de señoras airadas por la asunción del “otro” peronista. Hay que decir, por respeto a lo cierto, que hubo un cacerolazo de unas cinco mil personas en Buenos Aires. Pedían elecciones, insultaban al nuevo Presidente al grito de narco y de ladrón y le daban, como venían haciendo, a la Corte Suprema y la corrupción en unos cantos con los que marcharon desde el Congreso a la Rosada, de la Rosada al Congreso, extendiéndose a lo largo de toda la Avenida de Mayo, como una marea en alza, aunque un poco más cotidiana que sus veces anteriores.
La marcha tuvo su toque festivo que por lo menos contrarrestó el patético Año Nuevo que pasó la mayoría. De hecho se prolongó durante horas. Comenzó casi igual que el que hizo renunciar tras dos días de protesta y 26 muertos a Fernando de la Rúa. No, en este caso por un discurso prepotente y negador como aquel, sino por el de estudiados movimientos y diagnóstico funesto de Duhalde, que en los barrios de la clase media porteña –la zona que va más allá de Congreso hacia el Norte– sonó como una condena. A las once y media de la noche se escucharon los primeros golpes de cachivaches en Barrio Norte y Palermo, Recoleta, Belgrano, Almagro, Villa Crespo, Caballito. Comenzó a rumorearse que una columna bajaba por Santa Fe. Que otra venía por Córdoba.
¿De qué dimensiones? Nadie lo sabía exactamente hasta que llenaron la avenida caminando hacia la Casa de Gobierno, permaneciendo una media hora, evitando algunos que un par de borrachos con palos arremetiera contra los vallados y “armara bardo para que nos repriman”. De a poco se habían acumulado anti duhaldistas y gente que reclamaba por prontas elecciones en la esquina de Riobamba y Rivadavia, transformada por los vallados de seguridad, en el extremo sur de la casa parlamentaria, protegida vaya a saber por cuánto tiempo más de la cacerola y el fuego. Y con dobles barreras: un segundo vallado después de una fila de policías, una de los grupos especiales, camiones lanza aguas, y celulares. Comenzaron varios jóvenes de veintipico y matrimonios, desocupados recientes, estudiantes dejando la facultad.
Cerca de las dos, otra vez sin conducciones, sin carteles, sólo con esa variada gama de objetos a repiquetear, se pusieron en marcha, medio en silencio, medio cantando consignas que en dos semanas han envejecido al oído del cacerolero habitual. Aquella de: “que se vayan todos, que se vayan todos, que no quede uno solo”. Es otra, clásica, de “a ver, a ver, quién tiene la batuta...” Pero sobre todo una e insistente: “¿Donde están /los medios/ dónde están?”. Y no hablaban de la clase media, que allí estaba, al grito. Eran los mismos medios que cubrieron tanta protesta ciudadana, incrédula, hasta desconfiada de lo que viene, asumida quizás como la castigada de los últimos años que sólo ve sombras en lo que se viene.
Verónica, por ejemplo, una madre joven, morocha de trenzas y cartera cruzada, junto a su amiga rubia, empleadas de bares, estudiantes de teatro, sin un peso en el bolsillo, esperando que se reactive la economía para recibir aunque más no fuera propinas. O Carlos Silva, 25 años, estudiante de imagen y sonido en la UBA, un chico cuya madre y hermana han quedado de súbito a su cargo hace unos meses, divorcio paterno de por medio, y pérdida del trabajo de ambos. Carlos, que trabajaba como editor de video en una pequeña productora por 500 pesos, se quedó sin empleo en la última oleada de despidos en el fin de Cavallo. Tiene en el bolsillo del jean dos cheques hace demasiados días, y espera para cobrarlos. “No tengo para comer”, dice. Su amigo, Juan Pablo, de Baradero, estudiante como él, conserva un empleo en una agencia de publicidad por 400 y hadecidido, como varios otros comentan en la marcha, que se va apenas junte la plata del pasaje a Vigo, en España, donde tiene un tío.
La fiesta parece siempre más fiesta si se la contempla desde uno de los guarda-rail amarillos de los bulevares de 9 de Julio. Fue allí donde cayeron el 20 de diciembre por lo menos cuatro de los muertos de la última hora del gobierno de De la Rúa. Ayer la gente pasaba gritando “¡elecciones!, ¡elecciones!”. Kuriaky, uno de los chicos de H.I.J.O.S., suelto en medio de montones de chicos modernos y señoras con ollas viejas, pidió a Página/12 que aclarara, firmemente, en la crónica: “¡Somos una banda! ¡Somos una banda!”. Las caras de los anteriores combates volvían a verse, a sonreír ante los encuentros, y en diez minutos se llenaba la mitad de la plaza, también superprotegida por las vallas que mantienen lejos el clamor, perseverante, de los que no votaron. “Yo no lo voté, yo no lo voté”, volvían a cantar los caceroleros del último cacerolazo.

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Críticas al nuevo presidente Eduardo Duhalde y reclamo
de elecciones en el cacerolazo del primer día de 2002.
 
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