EL PAíS › LA INSCRIPCION AL PLAN JEFES DE HOGAR

En la cola

Pobres estructurales y clase media en baja se anotaron de a miles para el subsidio a cabezas de hogar con hijos. Las colas fueron una radiografía de la crisis y en algunos casos una escenificación de la fragmentación social. “Si no pagan, hay guerra civil”, fue una de las frases escuchadas.

 Por Laura Vales

–Hoy tuve suerte –dice el hombre que espera en la cola frente a la Municipalidad.
–¿Por qué? –pregunta Página/12
–Desde que salí de casa hasta que llegué acá no tuve que hablar con nadie.
–¿Cuál es el problema de hablar?
–Que todos están mal. Yo pongo voluntad, pero me cruzo con alguno que se pone a contar lo suyo y ya me pisotean el ánimo.
A los 42 años, Carlos Torres acumula decenas de estrategias para mantener alto el ánimo. Las va contando mientras espera, en la intendencia de Quilmes, para anotarse en el plan Jefes y Jefas de Hogar. El Gobierno abrió la inscripción al subsidio hace tres semanas, inmediatamente después de que Eduardo Duhalde anunciara al país la creación del programa que llegará, de acuerdo con la promesa oficial, a un millón doscientos mil desocupados. Pero Torres, remisero informal de Quilmes, fue a anotarse recién este jueves. En las últimas dos semanas la remisería para la que trabaja lo llamó apenas cuatro veces y le pagó 6 pesos la jornada, a consecuencia de lo cual sus ingresos se redujeron a la insignificancia y no le alcanzó para mandar a sus tres chicos al colegio. Una vez tomada la decisión, puso el despertador a las cuatro de la madrugada y caminó hasta la Municipalidad, para no gastar. Cuando llegó había otros esperando, le dieron el número 26. La mujer del número 27 se agregó 10 minutos después.
A las 9 de la mañana ya no era necesario preguntar dónde quedaba la oficina de inscripción: la cola de desocupados salía de la puerta de la Municipalidad, doblaba la esquina y se extendía como un cartel luminoso a lo largo de toda otra cuadra. En Quilmes están yendo a llenar la planilla del jefes de hogar 500 por día.
Igual en el resto del Conurbano. En La Matanza se inscribieron desde el jueves 4 hasta este viernes unas 30 mil personas; en Lanús 12 mil, en Avellaneda 11 mil; en Berazategui 14.500. A nivel nacional, según datos extraoficiales, 750 mil jefes de hogar sin trabajo esperan cobrar un plan de 150 pesos a partir del 15 de mayo.
Si se mira desde la vereda de enfrente, lo que se ve en esas colas es una mezcla de pobres estructurales con clase media empobrecida en busca por primera vez de asistencia estatal. Héctor Díaz, el director de empleo quilmeño, calculó que entre el 20 por ciento de los que llegan pertenecen a esa categoría de nuevos pobres, mientras que Avellaneda y Lanús el porcentaje estimado fue de entre el 20 y el 25.
Pero si uno se acerca encuentra una sola mirada del mundo: aquí nadie cree en nadie ni ve de qué manera podría cambiar el país. ¿El Gobierno? “Son todos iguales, políticos que no van a hacer nada para que esto mejore”, dice el señor canoso de campera azul, ex vendedor de seguros. ¿Las organizaciones de desocupados? “Son todos iguales, pagan a la gente para que corte la ruta”, asegura la mujer del número 27, separada y con ocho hijos. ¿Alguien participa de una asamblea barrial? Aquí no. ¿Tampoco en diciembre y enero? “En diciembre estuvo todo organizado, les pagaron para saquear, la gente con hambre de verdad no salió”, se encrespa otra desocupada un poco más atrás. ¿Las sociedades de fomento? “Tránsfugas. Los que están en mi barrio engordaron mientras que a mí mire cómo me fue”, sentencia Torres, el remisero, que ya no cree literalmente en nadie.
–¿Ni siquiera en su cuadra tiene a alguien confiable?
–Nadie –insiste él. A Torres el universo entero se le volvió una amenaza. “No quiero ni que me hablen”, dice. Y entonces explica el peligro de los que se le acercan y le pisotean la voluntad. La mujer del número 27 lo escucha con un silencio comprensivo.
En esta tremenda situación de aislamiento hay una idea que se destaca con fuerza: “Si no pagan, acá vamos a la guerra civil”, dice elentrevistado. Sus ocasionales compañeros de fila asienten. La mujer del número 27 lo mira, pero no dice nada.
Cambios
La mujer se llama Silvia y está cerca de los cuarenta. Cuando en el 1700 Jonathan Swift escribió que los pobres “viven como un jabón, disminuyendo siempre”, anticipó su descripción exacta. En los últimos cinco años, Silvia fue perdiendo, una tras otra, todas las cosas que había acumulado en los primeros treinta y cinco, y cada vez creyó que había tocado fondo: lo creyó cuando perdió el trabajo fijo, cuando se espaciaron las changas, cuando se fue el marido, cuando empezó a ofrecerse para limpiar casas aunque fuera a un peso el día. Ahora ingresó a una impensada etapa de ese descenso: cuando aparece el hambre, lleva alguna de las cosas de la casa (el velador, una remera, un par de zapatillas) al trueque y las cambia por comida.
Por supuesto, en la cola todos conocen el mecanismo. Los nodos de trueque se multiplicaron en la provincia aún más que los comedores populares y son buscados, sobre todo, para conseguir alimentos. El problema es que ahora, con los aumentos de precios, incluso en los trueques hay menos comida, y más cara. “Al final, se convirtió en un negocio”, opina Silvia. “Los que tienen con qué hacen su ganancia, la semana pasada vi llegar un camión con bolsas de azúcar. Si pueden juntar así es porque hay algo raro.” Otra vez la amenaza.
Trabajos
Laura Sili hace cola en la oficina de inscripción de Avellaneda, a pocos kilómetros de allí. Tiene 22 años, una hija, está separada y llegó hasta segundo año del profesorado de historia. Todavía busca trabajo: si no puede conseguir los clasificados, pasa por el shopping local, donde funciona una cartelera con pedidos. A su derecha, una mujer que ya entró en los 50 cuenta que hay meses en que la llaman para planchar, “3 veces por semana a 3 pesos la hora”. “Es bastante”, calcula Laura de inmediato: “Casi trescientos pesos por mes”.
En medio de las dos hay una chica callada y detrás está Norma Diego, de 37 años. En la cola hay muchas mujeres solas como ellas. Es otro de los efectos de la pérdida del trabajo: los hombres se van, las mujeres quedan a cargo de los hijos. No está muy claro todavía qué va a pasar con ellas y el plan social en los casos en que no realizaron el trámite de divorcio. El programa es para el jefe de hogar, uno solo por núcleo familiar.
El cobro de la primera cuota del plan está pautado para el 15 de mayo y destinado a todos los que se anotaron hasta el 15 de abril. La segunda tanda de inscriptos (los que lo hagan desde el 15 de abril al 15 de mayo, cuando cierra la inscripción) cobrarán a partir de junio. El anuncio oficial dice que no hay techo de beneficiarios, es decir que todos los que llenen los requisitos (ser jefe de hogar, no tener trabajo, tener por lo menos un hijo menor de 18) van a acceder a un subsidio de 150 pesos.
El Gobierno prevé hacer desembolsos escalonados. Este lunes depositará el dinero para planes correspondientes a 350 mil beneficiarios. Son los que se inscribieron en los programas anteriores durante enero, febrero y marzo, cuando todavía existía un mecanismo de distribución de cupos a los municipios. Dentro de esos 350 mil, ya hay algunos ingresados como dentro del paquete del Jefes y Jefas de Hogar.
El 15 de mayo deben empezar a cobrar los 700 mil que se inscribieron hasta la semana pasada, en junio los restantes. La gran pregunta es si va a haber fondos para pagar a todos y sostenerlo en el tiempo. En el Ministerio de Trabajo aseguran que la partida para la primera cuota está, y que el pago se realizará a través de los bancos, por ventanilla. En la Capital Federal podría implementarse una prueba piloto con tarjetas de débito.
En los municipios del Conurbano, los intendentes coinciden con Torres, el de la cola frente a la intendencia de Quilmes. “Si no pagan, la ola nos lleva a todos”, dicen los jefes comunales de todos los partidos y colores. La gente está llenando planillas desde hace más de tres meses. Empezaron en diciembre, cuando Rodríguez Saá habló por primera vez de un seguro de desempleo para dos millones de personas, y siguieron hasta hoy. La expectativa calmó muchas ansiedades.
En aquel diciembre –recordó Torres–, la remisería todavía lo llamaba para trabajar “más o menos seguido” y cobró 15 días, a seis pesos la jornada. Ahora tiene dificultades hasta para que los chicos viajen al colegio. En la provincia el boleto escolar cuesta 10 centavos, pero él tiene tres hijos y hay días en que la única solución es caminar.

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Entre un quinto y un cuarto de los inscriptos son nuevos pobres, que vieron achicarse sus ingresos hasta la nada.
 
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