EL PAíS › OPINION

Varios problemas en uno

 Por Eduardo Aliverti

Hay un problema entre los 15/20 pesos que sale el kilo de merluza y las cifras chinas, literalmente, del crecimiento económico argentino, amplificadas en su difusión la última semana. Y el problema no es Guillermo Moreno, secretario de Comercio.

Hay un problema entre el crecimiento ése y la cantidad de pobres e indigentes, que estadísticamente bajó de manera incontrastable pero con alguna trampita que ni siquiera se oculta mucho salvo para quienes quieran escondérsela. Porque los pobres y los indigentes son rebajados en tanto el costo de las canastas básicas queda por debajo del promedio de lo que se estipula que se gana. Pero entendámonos: si el grupo familiar gana 920 pesos es pobre o indigente, pero si gana 921 salió de la pobreza o de la indigencia.

Hay un problema entre los 550 mil autos cero kilómetro previstos para lanzar al mercado (todo un número record que habla de la capacidad de consumo y endeudamiento de algunas significativas franjas de la población, y también símbolo irrefutable de la recuperación macro de la economía), y la pregunta de si las rutas y organización de tránsito urbano aguantan ese record. Hay un problema entre ese despegue asiático y la imponente manifestación de los maestros en Santa Cruz, contra un Estado negrero: conflicto descubierto por los medios grandes recién en la última semana (en el mejor de los casos, porque en la mayoría apenas si mereció una cobertura secundaria), tanto como los conflictos de trabajadores estatales, generalizados, en poco menos que la mitad del país.

Hay un problema entre la probabilidad de alcanzar una producción de 90 millones de toneladas de granos, sin precedentes en la historia argentina, y el desastre que el cultivo indiscriminado de soja produce en la prospección fértil de los suelos, junto con la desaparición de las poblaciones rurales. Y hay un problema, ya que estamos y para recordar, entre el lanzamiento de líneas de crédito para la vivienda, bajo el slogan de que los inquilinos sean propietarios, y créditos que no existen porque el inmenso grueso de los trabajadores está en negro, o ni siquiera arriman a poder pagar una cuota que jamás alcanzará los valores estratosféricos del metro cuadrado.

El problema ése es cómo detectar el punto intermedio justo, o siquiera aproximado, entre la obviedad de este renacimiento, marcado por cualquier indicador que se quiera, y el índice capaz de determinar si esto es una situación de coyuntura sobre la que el Gobierno navega plácido, pero mientras piensa en políticas de largo plazo (o si sólo navega plácido).

Por ejemplo: se puede pensar que lo que sale realmente el kilo de merluza es una cuestión de Semana Santa o de una idiosincrasia gastronómica y popular, cuya dieta no incluye al pescado ni por las tapas, o que la pesca –por todo eso mismo y más– es una “batalla perdida”. O se puede pensar que con miles de kilómetros de litoral marítimo propio, y riquísimo, es un escándalo lo que cuesta el pescado; y que hay unos chorros de la intermediación que no tienen más nombre que ése, chorros, y que nadie elucubra desde los despachos oficiales ni cómo reducirlos, ni algún plan alimentario, ni nada que se le parezca.

Por ejemplo: se puede pensar que está bien que estén controlados los precios de los cortes de carne vacuna más populares, y que quien quiera ternera o novillito de primera calidad subsidie a los pobres pagando el asado o el vacío, o el lomo o el peceto, en las nubes. Pero también se puede pensar que eso no es parte de política de equiparación de cargas alguna sino, simplemente, lo que primero apareció en la cabeza de los funcionarios para que la inflación oficial no se dispare. Se puede pensar que Moreno es sencillamente un “patotero” manipulador que quiere tapar el sol con la mano (según dice la derecha y el resto otorga, con oficialistas incluidos). O se puede pensar que no es por eso que es un tonto o un “pesado”, o ambas cosas pero por cierto que obediente de la bajada de línea kirchnerista, sino por su (la) incapacidad de proyectar una estructura de formación de precios acorde con las necesidades de las mayorías, por fuera de urgencias y necesidades electorales.

El problema no es el precio de la merluza o de la carne vacuna, sino qué se quiere hacer con la merluza y la carne vacuna. Como bien escribió ese insuperable analista de la estructuralidad económica que es Manuel Fernández López (suplemento Cash de este diario, artículo “Cadenas y eslabones”, domingo 18 de marzo pasado), “hoy, con una economía diversificada, la cadena agroindustrial no se limita a proveer alimentos al exterior, sino a sostener a cerca de la mitad de todo el valor agregado argentino y a generar un tercio de todos los empleos del país. Las altas tasas de expansión del PBI que hoy se exhiben caerán en algún momento, por debilitamiento de algunos de los factores que las impulsan. Será el momento de una política estructural, que busque las cadenas productivas con mayor capacidad impulsora”.

Hoy, en cambio, todo parece indicar que es porque sí que se producen más cero kilómetro, que la soja reina o que la merluza sale lo que sale. Un análisis nodal, una política de Estado, quizá determinarían que eso está bien. Pero la seguridad es que no es como producto de eso que se hace o favorece eso. Es que se hace o favorece eso porque es lo que más conviene ahora, y punto. Desde ya, y hasta que alguna elección o hecho contundente demuestre lo contrario, con el aval de la gran mayoría de la sociedad. Por acción u omisión. Si lo pasamos a política institucional pura, volveremos a llegar a que esto –este Gobierno– es lo que hay, contra una oposición mamarrachesca que no ofrece alternativas de índole alguna. Muy bien. Pero de ahí –otra vez a repertirlo– a que ese electoralismo anule el pensamiento crítico, hay una distancia abismal.

Los países que alcanzaron un grado de desarrollo firme, sin entrar a juzgar –entre otros rubros– sus niveles de distribución de la riqueza, lo hicieron porque tuvieron estadistas, debates privilegiados, utopías conceptuales. No tuvieron ningún “Moreno”, o ningún “Montoya”, ocupando el centro de la escena como si el futuro del país dependiese de funcionarios de segunda o tercera línea.

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