EL PAíS › OPINION

Operación avestruz

Por James Neilson

De acuerdo común, los políticos argentinos están entre los peores del mundo. Conforme a sus compatriotas y a aquellos extranjeros que se preocupan por las vicisitudes criollas, son tan malos que se las han arreglado para depauperar un país que ellos mismos creen rico por antonomasia. Sería razonable, pues, suponer que estemos en vísperas de un recambio realmente fenomenal al verse remplazados los símbolos de la “vieja política” por otros muy distintos que, claro está, serán más inteligentes, más eruditos, más honestos, más representativos y más propensos a anteponer los intereses de la ciudadanía a sus prioridades particulares. Sin embargo, ya no existen demasiados motivos para creer que –todos– se irán: lo más probable es que virtualmente todos se queden. Aunque es de prever que los resultados de las próximas elecciones dejen afuera a algunos, sólo se trataría de un minoría reducida cuyo destino no provocaría sorpresa en una elección rutinaria en un país “normal”.
Lejos de ser una manada de fracasados, la clase política nacional es en realidad una de las más exitosas del planeta. ¿Sería capaz la norteamericana, británica, francesa o alemana de sobrevivir casi indemne a una catástrofe comparable con la argentina? Hay que dudarlo. Puesto que en dichos países “la gente” no está acostumbrada a perdonar a quienes la defrauden, aprovecharía la primera oportunidad para desembarazarse de los considerados responsables de sus penurias. Por su parte, los dirigentes, conscientes de que su mera presencia podría perjudicar a sus respectivos partidos, suelen renunciar ante la primera evidencia de que hayan caído en desgracia. Es lo que hicieron el socialista galo Lionel Jospin y el conservador británico William Hague por traspiés que aquí no les hubieran costado nada en absoluto.
Para sobrevivir, la clase política ha adoptado una estrategia tan sencilla como eficaz: sus integrantes se han negado a prestar atención al griterío callejero, a las quejas a menudo histéricas del periodismo y al mensaje nada halagador de las encuestas de opinión. Superado el temor inicial a ser linchados por la turba, han seguido desempeñando sus tareas habituales como si sólo hubiera sido cuestión de un malentendido acaso comprensible pero en el fondo sin mucha importancia. Es que si bien el avestrucismo siempre ha motivado burlas, esto no ha sido óbice para que los avestruces hayan sobrevivido hasta nuestros días en zonas inhóspitas plagadas de carnívoros feroces, hazaña que los políticos locales tienen la plena intención de emular. A juzgar por lo sucedido hasta ahora, lo lograrán.

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